Anni affollati di gente che ha pensato a tutto
senza mai pensare a un Dio
Giorgio Gaber
Para Marie-Clotilde Palay
Hay que humillar a la razón. Este es el programa y la aportación más radical de Blaise Pascal (1623-1662). ¿Para qué sirve la razón? ¿Para buscar causas y efectos? ¿Para controlar la naturaleza y la historia? Nada más vanidoso. Para prueba, la nariz de Cleopatra. “Si hubiera sido más corta, toda la faz de la tierra habría cambiado”, leemos en los Pensamientos. Es decir, si César y Marco Antonio no se hubieran enamorado de ella, Egipto no habría sido conquistado y Roma no se habría convertido en el imperio del Mediterráneo, con lo que ello implica. Sin duda se acordará Víctor Hugo de este aforismo al escribir en Los miserables:
Si no hubiera llovido la noche del 17 al 18 de junio de 1815, el futuro de Europa era otro. Algunas gotas de agua de más o de menos han sometido a Napoleón. Para que Waterloo fuera el fin de Austerlitz, la providencia solo tuvo necesidad de un poco de lluvia, y una nube pasando por el cielo, fuera de temporada, bastó para el derrumbamiento de un mundo. La batalla de Waterloo —y esto dio a Blücher el tiempo de llegar— no pudo comenzar sino hasta las once y media del día. ¿Por qué? Porque la tierra estaba mojada. Hubo que esperar un poco a que la tierra se endureciera para que la artillería pudiera maniobrar.
Providencia, azar, fortuna o milagro son nombres que intentan capturar ese sentimiento de azoro ante el encadenamiento inexplicable, pero significativo y real, con que ciertos hechos, encuentros y desencuentros se suceden en nuestra vida. Como una pantera, el milagro acecha desde los sotos que cercan el espíritu humano. No se piense que Pascal hablaba desde el candor. Fue el matemático que postuló, precisamente, el estudio de las probabilidades; el científico al que Descartes rindió visita en su casa; una de las inteligencias más celebradas en el París del siglo XVII. Y lejos de ser un eremita, alrededor de sus 30 años Pascal vivía en plena mundanidad, rodeado de gente poderosa y brillante, libertinos y gentilhombres, émulos trasnochados de Castiglione o Charras, aspirantes a poetas, mundillos que tomaban su chocolate en tazas de plata, petimetres, lectores de Spinoza y de un Epicuro inventado por ellos, deístas, “progresistas”, empelucados. Pero, como escribía Isabelle Schmitz en Le Figaro hace algunas semanas: “Si Pascal se intoxica, no cree en el fondo en su propio carrusel. ¿Los demás están embarcados en el mundo? Él se siente profundamente desligado. Las seducciones más brillantes, los placeres más sabrosos dejan a la postre un regusto de ceniza”.
Es precisamente contra su mundo que Pascal se va sublevando interiormente. Ellos, mucho menos matemáticos y geómetras que él, ceden a la idolatría del cálculo, de la previsión, de la racionalidad, en suma, de la dominación, que ya en su época muestra los feos colmillos que hoy, bien clavados en la carne, conocemos bajo la forma de la razón instrumental, de la tiranía de una moral biempensante (hedonista hoy como ayer ascética, ambas igualmente despreciables), por no hablar del guiñol de la política regida por estadísticas y cifras.
Llenos de orgullo, los contemporáneos de Pascal se lanzan a redactar tratados donde quieren juzgar de una vez por todas problemas como la libertad humana, aunque terminen por postular el determinismo; o la diferencia entre el hombre y la bestia (hoy: la máquina), para decir al cabo que no la hay; o bien, por pretender incluso explicar y dar cuenta de Dios, esos teólogos ateos que se entregan al desenfreno con la boca llena de palabras rebuscadas como “materia” y “sentidos”. A ellos dirigirá Pascal estas palabras: “Aquellos que creen que el bien del hombre está en la carne, y el mal en lo que lo aparta de los placeres de los sentidos, que se harten de ellos y mueran”. Por otra parte, los jesuitas estaban resueltos entonces a controlar todos los aspectos de la vida terrenal desde la conducta íntima hasta las decisiones políticas: hacen del confesionario una red de espionaje, de los libros piadosos un látigo y de su influencia en las suntuosas cortes una afrenta contra los valores mismos del Evangelio, todo en una atmósfera asfixiante por los vapores de la delación y pesada por la amenaza del castigo. Este espectáculo de ebriedad especulativa de los salones, por un lado, y de fanatismo autoritario, por el otro, tenía que asquear más pronto que tarde a un espíritu escrupuloso como el de Pascal.
Tiene su conversión la noche del 23 de noviembre de 1654, a sus 31 años, conocida como “la noche de fuego”. Se conserva su famoso Memorial, un manuscrito autógrafo redactado con las lágrimas en los ojos, que Pascal hizo coser a su chaleco para llevarlo siempre en el pecho. Allí se lee: “Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría… Certidumbre, certidumbre, sentimiento, alegría, paz. Olvido del mundo…”.
Este olvido no consistirá en reducirse al silencio ni en tomar los hábitos. Hará parte de las controversias de su tiempo. Combatirá a la vez los dos extremos: los extravíos de la corte y la tiranía de la curia. No en balde la lectura predilecta de Pascal, además de las Escrituras y san Agustín, fue Montaigne, quien no hacía mucho había practicado, en medio de la guerra entre católicos y protestantes, el difícil arte de la independencia. El profesor Lyraud ha señalado recientemente hasta qué punto los Ensayos detonaron en Pascal la posibilidad de buscar un estilo propio, y cómo Montaigne, desde ultratumba, fue en verdad el interlocutor (y adversario) más constante y más provechoso de Pascal, quien no teme distanciarse de su maestro, solo para volver más adelante a ponderar sus fortalezas: “Montaigne es incomparable para atacar los vicios y expulsar el orgullo”. Los cortesanos que se decían paganos e iluminados —con los que polemizaba Pascal— no podían a pesar suyo reivindicarse dignos herederos de Montaigne, toda vez que éste puso su inteligencia no al servicio de la vanidad, sino precisamente de su destrucción. “Solo hay dos tipos de hombres”, escribe Pascal, “los justos que se creen pecadores y los pecadores que se creen justos”. Renunciar a la frivolidad había sido una de sus tempranas resoluciones desde aquella “noche de fuego”. Naturalmente, el gusto por la soledad tenía que acendrar en un hombre como Pascal. Ignoro, por mi parte, si los comentadores franceses habrán remarcado que el nombre de pluma con que Pascal firma sus Cartas provinciales, Louis de Montalte, es un homenaje al autor de los Ensayos.
Así, armado con la daga de la paradoja que aprendió en Montaigne, sus Pensamientos libran el combate contra el “pirronismo” o escepticismo preconizado por la intelligentsia —y aún por el propio Montaigne—. “La naturaleza”, dice Pascal, “confunde a los pirronianos, y la razón a los dogmáticos. ¿Qué será de ti, oh hombre que buscas cuál es tu verdadera condición a través de la razón natural? No puedes huir de estas sectas ni subsistir sin ninguna. ¡Conoce pues, soberbio, qué paradoja eres para ti mismo! ¡Humíllate, razón impotente!”. Los escépticos y “ateos” no pueden comprender la naturaleza sino divinizándola (hoy: veganismo, cierto ecologismo, new age, exotismo oriental, animismo, etcétera) y los dogmáticos no pueden someterse a la razón, sino torciéndola (la casuística moral de la Iglesia, exacerbada justamente en tiempos de Pascal, o bien el legalismo del Estado de nuestra época). Pero acaso la impotencia principal de la razón, sin duda la más letal, consiste en no saber ponerse límites, como podemos constatar en la historia de la Modernidad, de la que Pascal, como eminente hombre de ciencia, hace a un tiempo su elogio con sus propios avances y descubrimientos, pero también su crítica más acerba, poniendo el dique de la razón fuera de ella, en el misterio. Que la razón no sabe ponerse límites está, efectivamente, comprobado por la historia de Occidente precisamente desde la Ilustración, que desembocó en el Holocausto, el Gulag y hoy en la uniformización, mercantilización y envilecimiento de todos los aspectos de la vida, operados por la técnica y la automatización, por no hablar del ingente proceso de enajenación a escala planetaria por los poderes con más instrumentos racionales a su disposición. “Será una de las confusiones de los condenados —profetizó Pascal— ver que serán condenados por su propia razón”.
Hay que humillar a la razón. No se entienda por ello que hay que prescindir de ella, como querrían los filisteos contemporáneos, vestidos de pieles y armados con conexión perpetua a internet. La ciencia es una alta vocación humana, como la técnica, pero no el fin último de ella, por más doloroso que resulte oírlo. Este será el último tabú de nuestra época, la fe en la razón. Habría que volver a Pascal: “Hay que saber dudar cuando es necesario, asegurar cuando es necesario, someterse cuando es necesario. Quien no actúa así no comprende la fuerza de la razón. Hay quienes se equivocan en los tres principios: aseguran que todo es demostrable —porque no saben qué es una demostración—, o dudan de todo —porque no saben cuándo someterse—, o se someten a todo —porque no saben cuándo hay que discernir”.
Este sentido de las categorías permite a Pascal poner en su lugar los diferentes momentos del intelecto: duda, certeza y sometimiento. La idea de que el intelecto debe someterse, esto es, humillarse, solo puede incomodar, por definición, a quien no ha conocido la gracia que sobreviene al arrodillarse. El sentido del milagro, antípoda de la razón, es para Pascal el fundamento de la vida del espíritu: es la comprensión de arcanos incomunicables, y en última instancia vedados para los que permanecen en las tinieblas del racionalismo, los prisioneros de la Historia, o los perdidos en la noche oscura de la materia. Así lo entendían los místicos españoles, habituados a tratar con el milagro todos los días, como la gente sana. Es lo que san Juan de la Cruz, pensando en el momento de la gracia, había llamado las “lámparas de fuego/ en las profundas cavernas del sentido”. Naturalmente, este es un camino solitario y, por qué no decirlo, modesto. De ahí que la lúcida postura de Pascal nos siga iluminando.
AQ