Blanca Varela: el espíritu animal

Poesía en segundos

Degollado resplandor. Poesía selecta, de la poeta peruana, contiene textos que revelan "una feroz facultad de conocimiento en el cogollo de la realidad".

La poeta peruana Blanca Varela. (Archivo)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

La Fundación Vicente Huidobro, en Santiago de Chile, ha comenzado a publicar, en volúmenes individuales, los libros del autor del largo e inolvidable poema Altazor y prepara, asimismo, la difusión de algunos poetas hispanoamericanos modernos, en especial una serie de gran interés, “La adormecedora de mares”, coeditada con la Editorial Universitaria de Chile. En ella estarán las poetas hispanoamericanas más significativas de la segunda mitad del siglo XX y recuperará, casi seguro, a Ida Gramcko y a Ulalume González de León, junto con Idea Vilariño y Marosa di Giorgio.

El primer texto de la serie acaba de aparecer: Degollado resplandor. Poesía selecta de Blanca Varela (1926-2009), en selección del poeta peruano Miguel Ángel Zapata. Esta primera entrega tiene un valor crítico notable, ya que el cuerpo principal de los poemas escogidos pone el acento en aquellas composiciones donde las expresiones ancladas en gestos orgánicos adquieren una intensidad inesperada y crean, en la relativa modestia de una obra pequeña, lo que podríamos llamar, con el hondo sentido textual y humano de las piezas de Varela, el espíritu animal de la invención poética.

Desde el primer poema observamos una feroz facultad de conocimiento en el cogollo de la realidad, como si pensar y escribir fueran cosa de dientes, muelas, uñas y pies. Ante la fuerza avasalladora del mar y con el recuerdo de la infancia, Varela nos abre los ojos “al turbio licor marino”, “al pájaro carnívoro” y “al pesado aliento del buey”, ahí donde el sacrificio está a punto de ocurrir y la res muge espantada en el corral. Y después, en los otros poemas, con la transfiguración de los espacios y el tiempo —pero no fuera de la gravedad del mundo—, al andar en las calles, al hablar en los cuartos o al comer en la mesa, nos revela que llegamos a nuestro destino caminando con las manos y teniendo conciencia de que la comunión íntima es corta, dura, cambiante, siempre con algo de regreso a lo in-domesticable; una comunión no elevada, sino caída en un agujero biológico. En verdad, de manera femenina y primaria, Varela actualizó sintéticamente el peculiar expresionismo de Vallejo. Quizá apenas, pero de modo espléndido. Y el epítome de esta experiencia, “Canto villano”, emerge como un iceberg total y atroz, como un Francis Bacon: “es la rosa de grasa/ que envejece/ en su cielo de carne”.

El escenario de este hallazgo instantáneo es la mesa, la mesa de dos, la oscura mesa amorosa del desencuentro. La poeta peruana sabe muy bien que “Poner en marcha una nebulosa no es difícil, lo hace hasta un niño”. Lo difícil estriba en alcanzar la abundancia íntima del pensamiento sin traicionarlo precisamente con la abundancia. Por eso, contra la gaseosa retórica sensiblera del atribulado o del outsider, sostuvo: “Hasta la desesperación requiere un cierto orden”. En su carácter mínimo, en su manera tajante de llegar a los extremos y sostenerse, Blanca Varela —sola y extrañada— trinchó la voz del hueso con el hambre del espíritu animal.

​ÁSS​​

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