Blanco de verano (disponible en Filminlatino) pone al cine mexicano a la altura del arte.
En la primera secuencia, Rodrigo, un adolescente, casi un niño, camina semidesnudo por un pasillo. Es de noche y él ilumina sus pasos con un encendedor. Llega hasta donde una mujer más grande lo invita a acostarse con ella. Esta secuencia contiene todo el arte que seis mexicanos van a desarrollar en la siguiente hora y media.
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La cinefotógrafa Sarasvati Herrera ilumina todo con algo parecido a una vela. El resultado recuerda al de La Tour por aquellos lienzos en que el pintor medita en torno a la piel y la luz. Más adelante, Herrera producirá otra clase de imágenes inspiradas en diversos artistas visuales; William Gedney, por ejemplo, pero es necesario empezar por el principio. Para que, ya cerca del clímax, cuando el niño prenda fuego, primero a sus manos y luego a una casa rodante, las alusiones a Tarkovski permitan entender que hemos asistido a una descarga de estilos visuales.
Cada espacio físico en Blanco de verano está inspirado por un artista concreto y es claro que para conquistar semejante proeza es necesario iniciar con el virtuosismo de quien pinta usando una vela nada más. En su momento el concierto visual ofrecerá fotogramas con luz natural, usando la profundidad de campo o luces de neón, pero hay que comenzar por el principio de la tradición del arte de la luz: Georges de La Tour.
Blanco de verano es muy hermosa, pero, además, en esta primera secuencia el filósofo y guionista Sebastián Quintanilla plantea un conflicto tan universal que adivinamos desde los primeros minutos que la obra va a trascender esos clichés tan molestos en el cine nacional. Aquí el niño no es una víctima, el pobre no es un pobrecito, la mujer no es “una cualquiera”. Ella es la madre de Rodrigo y, en efecto, hay entre los dos una tensión edípica manejada de modo magistral. En la frontera entre el niño y el hombre, Rodrigo está a punto de enfrentarse a la lucha más violenta desde el punto de vista simbólico, la del muchacho que de pronto ve invadido su espacio por “un nuevo papá”
Es importante no caer en la vulgaridad de confundir al Edipo con el incesto. El guionista no lo hace. Sabe bien que la tensión erótica entre una madre y su niño trasciende la genitalidad. Por algo Quintanilla es filósofo. Y es claro que leyó a Freud. Inscrita en una tradición de películas que exploran el Edipo, Blanco de verano trasciende a Bertolucci (La Luna de 1979) y también a Xavier Dolan (Mommy del 2014). Puede que los métodos de Rodrigo para poner en jaque al molesto aspirante a padrastro que irrumpe en su vida escandalicen a quien ha entendido poco del amor. Si uno se atreve a recordarse en aquellos años en que cualquier locura parece posible, se verá en Rodrigo, un chico entrañable que se encuentra, como todos a esa edad, frente a los caminos del bien y del mal. Su madre termina por entenderlo. Ahora bien, esta gran película tampoco sería posible sin tres actores extraordinarios. Rodrigo es interpretado por Adrián Ross quien, a pesar de su edad, se pone a la altura histriónica de Sophie Alexander-Katz en el papel de la madre y de Fabián Corres en el papel de Layo en este triángulo edípico que lejos de ser una tragedia es un elogio al amor filial. Ruíz Patterson, el director, ha conseguido que coincidan perfectamente el talento de todos los involucrados en esta película que demuestra que para hacer una gran película sólo se necesitan seis artistas de verdad.
Blanco de verano
Rodrigo Ruiz Patterson | México | 2020
AQ