Una pareja de amigos contrató un paquete vacacional para bucear con tiburones, en Belice. Curioso: se hicieron novios hace décadas, durante un viaje de buceo, cuando ambos prefirieron permanecer en tierra, por miedo a los tiburones. Él dice que fingió, para quedarse con ella, pero no era raro ese terror en aquellos años posteriores a la película Jaws (1975), de Spielberg, y a Aguas azules, muerte blanca, el documental australiano, de 1971, sobre los tiburones blancos con las primeras escenas submarinas de un Carcharodon carcharias, mientras se escuchaba: “Lo llaman ‘El Gran Tiburón Blanco’. Más poderoso que veinte hombres; más temible que Moby Dick, es el sujeto de una historia y una leyenda de odio tal, que nunca se dirá una buena palabra sobre él”.
Algunos mexicanos recordamos también Tintorera, una pésima película sobre una novela de Ramón Bravo, filmada con tintoreras de verdad, controladas por aquel Neptuno cambujo: el gran Oliverio Maciel. Entre los años setenta y los noventa, el tiburón fue la fiera más aterrorizante. Un poco de conocimiento, unos cálculos de probabilidades, y aquel miedo atroz devino en condimento del ecoturismo.
También de 1971 es La crónica Hellström; un científico ficticio se encargaba de narrar los hechos reales y objetivos del documental: los insectos terminarán con la vida humana y se apropiarán del planeta. Y salían monstruos por todos lados: insectos, osos, orcas, gorilas… Pero, de todos aquellos miedos, el más notable es el tiburón. Por moderno, por americano y por la importancia de las palabras.
Hay tiburones grandes y chicos en todos los mares y los conocen desde siempre todos los pueblos. El animal más longevo del mundo es un tiburón de Groenlandia. Homero los llama “perras” (Kyna, en la Odisea, XII, 96) y son la comida de Escila. Entre las muchas viñetas medievales suelen aparecer unos peces que parecen exactamente eso: perros del mar, bravos, dientones, pero visiblemente menos amenazantes que un calamar o una ballena. En italiano, antes de llamarse “tiburón” se llamaba pescecane, es decir: pez perro. Y curiosamente, desde otra filología, el trayecto del inglés es paralelo: portbeagle, como se les llamaba, se compuso con dos vocablos córnicos: port, “puerto”, y beagle, “perro pastor” (Oxford English Dictionary). Nadie concibe pánico frente a un perro del agua, hasta la introducción de la palabra exacta: “tiburón”, de origen incierto, aunque ciertamente americano, tupí o taíno (un poco como la palabra “caníbal”). El diccionario de Corominas le dedica una de sus entradas más largas y sabrosas: cita a Enciso, Pedro Mártir de Anglería, Fernández de Oviedo, Las Casas, pero todavía ninguno concibe miedo significativo. No menciona a Alonso de Ercilla, que ya pone al tiburón con los monstruos horribles, en la cueva de Fitón (en el canto 23 de La Araucana): “No faltaban cabezas de escorpiones/ y mortíferas sierpes enconadas;/ alacranes y colas de dragones/ y las piedras del águila preñadas;/ buches de los hambrientos tiburones,/ menstruo y leche de hembras azotadas,/ landres, pestes, venenos, cuantas cosas/ produce la natura ponzoñosas”. Ese vértigo de monstruos de Ercilla no puede ser igualado, ni con la serie completa de aquellas involuntariamente cómicas películas llamadas Sharknado (suma de “shark” y “tornado”: un tornado no de vientos: ¡de tiburones!).
Pero son muy escasos los miedos entre el siglo XVI y el XX. Melville habla mucho de ellos, pero sin temor, como no sea el de caer entre los despojos de las ballenas que se arrojan al mar. Y no es sino hasta que se vuelve famoso y muchas veces copiado un cuadro, “Watson and the Shark”, de J.S. Copley, que el tiburón comienza a adueñarse de las pesadillas.
Curiosamente, en paralelo con el vocablo español, la palabra inglesa “shark” tiene también la potencia necesaria. “Tiburón” es perfecta; remeda la forma de la bestia: dos primeras vocales débiles y átonas desembocan en un sonido agudo y machacón, fuerte y tónico. Por su parte, “shark” es casi una tarascada, súbita, brillante. Su origen es incierto, pero se suele dar el maya xook, o xoc. Apuesto a que todo aquel terror habría sido imposible sin los nombres precisos de un monstruo.
En fin, mis amigos han de estar, como Ramón Bravo, buceando entre tiburones. Yo, que no he podido ir al mar hace ya muchos años, me quedo entre vocablos, navegando diccionarios y repitiéndome en la cabeza a López Velarde: “Fuensanta: ¿tú conoces el mar?”
AQ