Es la segunda vez durante esta semana, y apenas es miércoles. Dalila va parada enfrente de él y, aunque el hombre sentado del lado de la ventana se cubre con una mochila, ella lo ve agitar su mano izquierda con prisa. Se pregunta por qué quien va a su lado no se queja y sólo evita mirarlo. El lunes notó también que el sujeto delante de ella en los asientos movía el brazo derecho de una manera mecánica y repetitiva. Dalila imaginó lo que él estaba haciendo y miró alrededor. Nadie reaccionó.
Aunque su madre está algunos asientos atrás, va al pendiente de ella. Al bajar en la estación de Metro, Dalila no menciona lo sucedido porque, de nuevo, la confusión la deja muda. Además, toman ese autobús a diario, y cambiar de ruta no es una opción.
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Dalila ha sido testigo de silbidos, gritos y hasta insultos cuando su madre les responde. Nota que los hombres ven a Zaira con una mirada distinta, y algunos, al pasar a su lado, se le acercan al oído para susurrar cosas que le generan muecas de asco.
Incluso a ella la han mirado así. Una de esas veces fue una mañana en la que no pudieron abordar el metro en los vagones preferenciales. Un viejo la veía fijamente y buscaba acercarse. Dalila puso al tanto a su madre y ésta lo encaró. Entonces él empezó a vociferar que estaban locas y se bajó en la siguiente estación. El resto sólo miraba como aquella vez en la que, de regreso a casa, Zaida empujó a un sujeto que se le acercó demasiado. Él se rio y se alejó de los reclamos a gritos. O cuando su madre le arrebató el celular a un joven por fotografiarla y recibió un puñetazo en el rostro.
A sus ocho años, la niña tiene claro que, cuando las agreden, una multitud es inútil. Es como si aquello ocurriera en otra dimensión, como si no las pudieran ver ni escuchar. Como si fueran fantasmas, o menos aún, sombras de fantasmas.
El viernes por la tarde, Dalila charla con su abuela, quien vive con ambas. “Llámame en cuanto llegues al trabajo” y “avísame en dónde estás” son, según Dalila, sus dos frases favoritas, pues las escucha a diario. Cuando termina la tarea, ve televisión. Su abuela prepara la cena y le pregunta qué quiere para su cumpleaños, ya próximo. La niña le cuenta de su gusto por los caballos y sus ganas de convertirse en jinete cuando sea mayor para así poder cabalgar estrellas, pues su madre le aseguró que era algo que le encantaría hacer. La abuela sonríe al escuchar las fantasías imposibles mientras las imagina.
Zaira sale de su empleo y se dirige al Metro. Dos cuadras antes, un hombre aprovecha la oscuridad entre la luz mortecina de un faro y otro para atacarla por detrás. Le cubre la boca y la arrastra a un baldío. En el forcejeo, ella suelta la bolsa donde carga un gas pimienta.
Poco después, una figura encorvada se abre paso entre la maleza y la basura y desaparece con agilidad. En el escenario, un teléfono celular suena sin tregua junto a un cuerpo aún tibio.
La fatídica noticia llega de madrugada. La abuela, con el corazón fracturado, enfrenta a la par el duelo y la orfandad de Dalila, de quien debe hacerse cargo. No sabe cómo explicarle lo sucedido, pero tiene que hacerlo. Poco antes del amanecer, la despierta y le pide acompañarla a las jardineras. A pesar de la contaminación, algunos astros se esfuerzan por resplandecer. Le señala el cielo, suspira y suelta las primeras palabras:
—Mi amor, tu mamá ya está ahí arriba, cabalgando entre las estrellas.
ÁSS