Caballo en silencio | Un relato de José de la Colina

Ficción

Esta historia forma parte de Infancias. Reunión de cuentos (Ediciones Moledro, 2022), con selección y nota de Alejandro Arras, en la que también participan autores como Adolfo Castañón, Fabio Morábito y Antonio Ramos Revillas.

“Pobre 'Amanesé', de tan viejo que está ya no puede dormir de pie como toos los caballos”. (Foto: (Victor Grabarczyk)
José de la Colina
Ciudad de México /

Para Tomás y Celia

Yacía en la cama sin desear el sueño, oyéndose; escuchando el galope de sus ocho años a través de la sangre o en esa increíble vastedad del pecho, ese galope que se detiene asustado cuando escucha el quejido de las paredes de madera y continúa después, pero más rápido y desacompasado. Esperando mientras la noche pasaba en silencio; un niño flaco y de grandes ojos que había llegado desde España, confundido en una derrotada peregrinación de padres, madres y niños, a estos parajes de la isla de Santo Domingo. Temeroso e ilusionado, esperando mientras sus padres duermen, mientras descansan luego de haberle asegurado ese día las cosas de todos los días, luego de haber luchado en aquella calurosa tierra por obtener los primeros materiales de la sangre, del movimiento, de la vida.

Oyó que rascaban la ventana y que decía una voz queda, haciendo detener el golpe:

     —¡Ejpañolito!

     Esperó algo más, incorporado a medias, afanoso. Afuera, la noche, cargada de chicharras, crepitaba salvajemente.

     —¡Ejpañolito!

     Y otra voz más autoritaria, aunque también infantil:

     —¡Fernando!

Saltó de la cama, emergiendo desnudo de la tela mosquitero, se encaramó sobre el repecho de la ventana y se deslizó al otro lado, al lado de la noche. Sonrió a los otros chicos que le esperaban, desnudos también, sobre la tierra del huerto. Allí estaban los hermanos Fillois, anchos y rubios, y Aquiles, con su piel oscura, desgalichado y sonriente, pequeño y canijo como si tuviera ocho años, pero más sabio que si tuviera veinte y con su mirada pícara que lo soba todo. (Aquiles, la sombra fiel de Jacinto y Manuel Fillois, el negro de catorce años que seguía a los dos españolitos con un aire de maligna servidumbre, como aplazando un desquite. Cuando uno de los Fillois sentía la picazón y deseaba curársela, el negro rodaba fatalmente por tierra lloriqueando ante la cara enrojecida del que le apuñeaba el rostro; luego se levantaba haciendo grandes aspavientos y se marchaba pronunciando rezongos y maldiciones, pero cuando se hallaba a buena distancia de su castigador le lanzaba una piedra. Aunque tenía mala puntería acertó una vez a darle en la cabeza a Manuel, que se disparó a su casa gritando que le habían matado. Sin embargo, Manuel continuó vivo, Aquiles volvió a recibir una paliza y los Fillois y el negro siguieron en paz.)

Ahí estaban los tres, delante de él, desnudos como si fueran a nacer a una nueva vida. Jacinto llevaba una botella de la que salía un resplandor compuesto de bullentes puntos de luz, un débil resplandor verduzco parecido al que, según se decía —él nunca pasó de noche por allí—, emanaba del cementerio de La Cumbre, que estaba al borde de la carretera, por donde pasaba la trepidante guagua de Napoleón con su escasa colección de pasajeros. Jacinto le había puesto la botella contra la nariz.

     —Mira cuántos tengo. Los he venido reuniendo para alumbrarnos el camino.

     —¡Valiente idiotez! —comentó Manuel, que había echado a andar delante de ellos; le seguían a través del calor y los cocuyos—. Eso no alumbra nada. Te dije que trajéramos la linterna.

     —Sí, claro, la linterna. Y luego papá ve la mecha gastada y nos da una paliza que…

     —¡Tira esa botella!

     —¿Por qué?

     —¡Porque sí! ¡Tírala!

     —No me da la gana.

Habían salido de la colonia de los españoles —las dos hileras de casas de madera gris que formaban una sola calle hasta el gran árbol seco y blanco, donde habitaba la viejísima lechuza— y bajaban la cuesta, cruzaban la carretera y entraban en el mar de caña de azúcar, en aquel silencio que parecía recordar la zafra del día, el zumbido de los machetes, el ritmo de los torsos oscuros inclinados bajo el sol.

     —¡Que tires los cocuyos, te digo!

     —¡Que no me da la gana!

Detrás de los Fillois, Fernando guardaba silencio y oía a su espalda las risitas de Aquiles. De pronto, Manuel se ha abalanzado sobre su hermano, forcejea, retuerce la muñeca tenaz, arrebata la botella y la arroja contra la noche. La botella ha trazado una rápida y luminosa parábola en el aire denso y columpiado, y se perdió entre las cañas. Jacinto se quedó con la boca abierta, cargado el rostro de sangre.

     —¡Idiota, ya verás, ya verás!

Y se volvió a amenazar con el puño a Aquiles, que había comenzado a reír. El cañaveral se iba entreabriendo a su paso como una serie de cortinas de bambú que procediesen a un espectáculo mágico; pasaron el hondón, cruzaron el arroyo y entraron —ya como abandonando el mundo anterior, como penetrando en un mundo de signos envueltos a la vez en el terror y el encanto— en el aire esponjado y vegetal de la jungla, bajo la solemne, inmóvil caída de las lianas. Los cuatro desnudos: los tres niños blancos temblorosos y el otro lanzando sus risitas extrañas. Al fin apareció el lugar que buscaban: el círculo sin árboles, la desvencijada cerca, las sandías que engordaban a la luz de la luna y el achacoso bohío.

Fernando miró a Aquiles:

     —¿Y si nos agarra Blas?

     —El viejo Blá tá bien dormío.

     —¿Cómo lo sabes? —preguntó Jacinto.

     —Tá dormío, bien dormío. Cuando no tá dormío tié la lú ensendía, pa leé sus librote, y ahora la lú no tá prendía. Lo que yo digo: tá dormío.

Avanzaron por el sendero de tierra apisonada, rodearon en silencio el bohío, alertándose cuando salió de allí un ronquido humano, y llegaron al cobertizo de paja, donde, tendido con su estampa huesuda y cenicienta, dormía el viejo caballo. El negro explicó: “Pobre Amanesé, de tan viejo que está ya no puede dormir de pie como toos los caballos”, y se inclinó sobre la cabezota del animal, murmurando:

     —Amanesé… Amanesé…

Se ensancharon las ventanas de la nariz del caballo.

     —¡Arriba, Amanesé!

Manuel y Aquiles palmearon al animal, lo sacudieron, y poco a poco, reconstruyéndose, como alzándose de entre sus escombros, Amanecer se levantó, quedando no como asentado sobre sus patas, sino más bien como la vacía piel de un caballo que colgara de alambres invisibles.

     —¿No tendrás miedo de montarlo? —preguntó Manuel a Fernando.

     —No.

Era el momento que había esperado y por el que había regalado todas sus canicas a los Fillois; montar en Amanecer era la meta de la correría nocturna.

     —Bueno —dijo Manuel—. Lo montaremos todos… Menos Aquiles…

El rostro negro se tragó la sonrisa iniciada y miró hacia el caballejo, que balanceaba la cabezota como si el desmesurado cuello tuviera vida independiente.

     —¡Cristiano! —exclamó implorante Aquiles—. ¿Luego lo montaré un ratito?

Manuel, sin contestar, se había encaramado al lomo del animal. Fernando y Jacinto le imitaron.

     —¿Y si me pica una cacata? —insistió Aquiles.

     —Allá tú. Vamos.

Talonearon al caballo. La máquina de huesos resignados y viejos echó a andar; salieron del cobertizo. Los cascos parecían pegar contra un enorme coco hueco. Fernando sentía en los talones los cálidos y palpitantes flancos del animal y en el cogote el aliento de Jacinto. Por encima del hombro de Manuel veía el largo pescuezo oscilante y las dos orejas que centraban el sendero. Abajo, sombra humilde y rezongona, iba el negro.

     —Lo que yo digo: me va a picá una cacata. Ejtos cristiano no son considerao, no.

El canto de las chicharras se frotaba con el aire, calentándolo más, pero la luz lunar metalizaba las cañas y parecía enfriar el paisaje. Fernando respiraba, miraba en torno, y entonces sentía que solo era parte de la andadura del caballo, de aquel balanceo de la tierra; pero cerraba los ojos y todo aquello —la noche, los cocuyos, las chicharras— estaba dentro del pecho, y la andadura de fuera se cruzaba con la andadura interior, y las dos conversaban.

Anduvieron por entre los muñones de las cañas recién cortadas, que supuraban azúcar; oían el canto de algún ave solitaria y el esconderse de las alimañas bajo la tierra, que caminaba con ellos, lentamente, al ritmo de los cascos de Amanecer. Iban silenciosos, impacientes de no sabían qué, bebiéndose la noche con los ojos bien abiertos. Bordeaban el arroyo, entre la húmeda maleza, sobre las piedras que al contacto de las herraduras producían breves centellas, y las hojas de los árboles les acariciaban la frente como una fresca sombra.

De pronto, el caballo se detuvo, dejó caer el pescuezo y rozó el suelo con la boca. Lo talonearon.

     —¡Aquiles! ¡Mira qué le pasa!

Aquiles se ha inclinado para tomar la cabeza de Amanecer entre las manos.

     —¡Caballero! ¡Ejte caballo parece un fantasma! ¡Está caminando dormío! ¡Digo yo: toíto dormío!

     —¡Pues despiértalo, idiota!

Vieron que Aquiles —Aquiles, del nunca sabes qué está tramando, Aquiles, que puede permanecer horas silencioso y lanzar luego una risita absurda— tomaba una vara, la levantaba hacia atrás y hacía caer el brazo con rapidez tal que el cintarazo, tras de silbar cortando el aire, curvándose ofensivo y fugaz, silbando, siempre silbando, pegaba en el flanco del animal, de modo que, dolor y solo dolor más allá de la piel, debió propagarse por la carne en ondas crecientes, llegando hasta los huesos, hasta el centro mismo del sueño, mientras ellos caían al suelo, hechos un garabato de brazos y piernas, y el caballo se levantaba en un relincho interminable, pateando desesperado hacia las estrellas…

     —¡Santiago me cobije, le ha entrao la locura!

     …suspendido en su dolor, humeante de espanto, congestionadas las narices de viento propio, todo él un relincho, una estampa increíble que plantaba las patas en el suelo y se esfumaba en un galope furioso que pretendía despertar a la tierra (y eso era, eso sería para siempre en el recuerdo), un frenético galope sin riendas, machacando el silencio —tocotoc tocotoc tocotoc—, hasta que en la lejanía hubo otro relincho, una caída de piedras al agua y un sordo choque…

     …mientras ellos se levantaban asustados, ardidos por los raspones de las rodillas y los codos, no desnudos, sino sucios, y mientras el mayor de los Fillois gritaba a Aquiles…

     —¡Corre a ver, memo!

     …aunque ya Aquiles había echado a correr tras el rastro del galope, dejándoles envueltos en este largo silencio sin chicharras.

     —¡Caballero! —oyen gritar al negro—. ¡Qué golpe! ¡Ejte caballo tá muerto!

Acercáronse temerosos a ver lo que había quedado del suceso: el cuerpo ceniciento y rojo, yerto, con aquellos ojos de mentira, con aquella inmóvil sonrisa en los belfos…

     —Bien muerto, digo yo.

     …y el hilo de sangre que nacía bajo el tronchado cuello y se alargaba y avanzaba en el barro.

     —Bien muerto.

     —¡Señore, y yo no lo monté!

Corrían sumergidos en un terror de estrellas y cocuyos que se arremolinaban en su torno, corrían acosados por su miedo, como si llevaran la sombra de un caballo, como si llevaran el suceso, el horror del suceso…

     —¡Señore, y yo no lo monté!

Iniciaron el retorno a la colonia sin más comentarios que sus respiraciones anhelantes, sudorosos y con miedo de mirarse. A Fernando le dolía la luna en los ojos, le hería aquel blancor indicativo. “Alguien nos vio, a pesar de todo”.

     —Debimo resá —dijo Aquiles.

Se volvieron a verlo.

     —¿Rezar? —preguntó Manuel Fillois—. ¿Por qué?

     —Debimo resá. A toos los muertos hay que resarle, porque si no se les resa vienen unos pájaros de Haití que chupan el alma. Y entonse su cuerpo no tendrá descanso y buscará siempre al pajarito que le chupó su alma. Eso le va a pasá a Amanesé.

     —¡Cómo va a tener alma un caballo!

     —Toas las criaturas de Dios tién alma, toas.

     —¡A la mierda el alma de Amanecer!

Al cruzar el cañaveral, brillando intermitente entre las cañas, como un duende luminoso caído en una trampa y que pidiera liberación, se dejó ver la botella de los cocuyos.

Daba vueltas en la cama, rogando desesperadamente el sueño, oyendo a las chicharras que invadían la noche cantando el suceso, el horror del suceso; oyendo los tumbos de cabeza, cuello y cascos inútiles sobre las piedras, barranca abajo, susurrando que el suceso no tenía fin; luego aquello se acercaba por cualquier lado, surgía de ninguna parte: una figura desgarbada que iba creciendo y que ponía delante un rostro negro y barbado que parecía esparcido en una luz verduzca, el rostro del negro Blas preguntando “¿Dónde está mi caballito, eh? ¿Tú sabes dónde está mi caballito?” y caminando para siempre, caminando siempre (el rostro negro de barba blanca, el oscuro rostro inmortal aureolado de cocuyos) de aquí para allá, sin descanso, como si a él también un pajarito le hubiera chupado el alma; y del otro lado del lecho, al que se volvió para eludir rostro y pregunta, del otro lado, en el momento de apoyar la mejilla en la almohada, algo nacido del silencio —o tal vez el silencio mismo, pero con la forma de un caballo largo, ceniciento y rojo— corría para siempre en un desbocado galope, humeante de espanto bajo un cielo de estrellas y chicharras enloquecidas, y se detenía, y relinchaba interminablemente, hinchadas de viento las narices, con aquella falsa sonrisa aleteando en los belfos azules.

AQ

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