Existe un código secreto tácito que rige nuestra sociedad. Hay temas que simplemente no se abordan, desde al alcoholismo de la abuela hasta la homosexualidad evidente del tío y los abusos sexuales entre hermanos. Tal parece que en las familias es más importante mantener una imagen ante la sociedad que afrontar desde la raíz situaciones graves incluso criminales. Ese código de silencio se extiende a los demás ámbitos de la vida. La mujer no se queja del maestro que pide favores sexuales, del marido abusivo, del desconocido que se masturba, tampoco del jefe confianzudo, ni de un salario más bajo que el de su compañero. Las mujeres somos educadas para guardar silencio. “Calladita te ves más bonita”.
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Coincido con Virgine Despentes cuando dice:
“Es asombroso que las mujeres no digamos nada a las niñas, que no haya ninguna transmisión de saber, ni de consignas de supervivencia, ni de consejos prácticos y simples. Nada”.
Mamá, por ejemplo, jamás me habló de la menstruación, el noviazgo, la maternidad, el abuso de poder de los hombres, de la maledicencia de algunas mujeres de manera seria y cariñosa. Y estoy segura de que a ella tampoco nadie le dijo nada. Crecer puede ser terrorífico, sobre todo en un hogar en el que todo se juzga y todo se castiga. En una sociedad patriarcal en la que hombres y mujeres educan a las niñas para convertirse en “mujeres”, como bien decía Simone de Beauvoir, me parece que es muy difícil desarraigar aquello que mamamos desde que somos bebés. Sin embargo es necesario, perentorio, alzar la voz y terminar definitivamente con ese código de silencio.
"Afortunadamente, el código de silencio se está desmoronando, pero es absolutamente necesario que desaparezca".
Por eso el #MeToo tuvo tanto éxito; a pesar de sus fallas y evidentes contradicciones, logró que ese código de silencio comenzara a resquebrajarse. Logró que mujeres y hombres se pelearan a muerte como enemigos despiadados. Pero también logró que muchas mujeres y un puñado de hombres se sentaran a analizar la situación, a leer, a desentrañar las conductas propias para no repetir patrones misóginos.
Las escalofriantes cifras “oficiales” de feminicidios y la brutalidad con la que se cometen es la punta de un iceberg que en sus profundidades normaliza que un hombre se burle de una mujer o una niña por su aspecto físico, que la manipule, que la viole o le eche ácido sin consecuencias de ningún tipo. Me parece alarmante que la sociedad, los hombres en particular, no hagan un alto y se tomen el tiempo para reflexionar, cambiar hábitos, reconocer y poner en práctica acciones personales e institucionales que impidan y castiguen cualquier indicio de violencia de género.
Yo no estoy en contra de los hombres, jamás he pensado que sean los enemigos. El enemigo es el sistema y definitivamente hay muchos individuos que fluyen cómodos y confiados en él porque así se sienten seguros y temen perder sus privilegios. Pero no se dan cuenta de que el sistema patriarcal resulta intolerable porque genera y alimenta una violencia inusitada, cruel y dolorosa que nos alcanza a todos.
Afortunadamente, el código de silencio se está desmoronando a tropezones, causando bajas y rupturas. Pero es absolutamente necesario que desaparezca.
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