Quizá Gogol y su “Capote” tengan la culpa, pero cuando pienso en San Petersburgo tiendo a pensar en nieve y temperaturas bajo cero. Al leer Crimen y castigo llevo el invierno en la cabeza, a pesar de que la novela arranca con la frase: “En una pesada y calurosa tarde de comienzos de julio…”.
Según los que llevan cuentas meteorológicas, en San Petersburgo la temperatura promedio de julio es de dieciocho grados, y supongo que lo que Dostoievski llama calor, para mí sería un frescor desagradable.
Además, en los días en torno al doble asesinato, Raskólnikov come sopa de coles y bebe té; costumbres muy rusas, pero que a mí me saben a invierno. Por si fuera poco, lleva un horrible sombrero Zimmermann y usa un abrigo “de verano” para ocultar el hacha asesina. La usurera, que pronto habrá de morir, “se envolvía el cuello con un trozo de franela y se cubría los hombros con un chal”.
Yo supongo que por las noches ha de bajar la temperatura, pero Dostoievski dice: “El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo”.
Y sin embargo, así está bien. Pues si el asesinato de las dos mujeres se hubiese llevado a cabo en invierno, Raskólnikov habría tenido lodo, nieve y hielo en las botas, habiendo sido imposible que abandonara el edificio como un fantasma; y quizá los pintores de brocha gorda no habrían dejado abierto el departamento del segundo piso porque ¿quién pinta en invierno?
El buen Raskólnikov sigue despotricando contra el único momento del año en que su ciudad tiene buen clima, y dice que le gusta escuchar la música callejera especialmente “en una tarde de invierno fría y gris, cuando los rostros de los transeúntes tienen un color verdoso pálido y enfermizo y la nieve cae a plomo”.
Para acompañarlo en su criofilia, tiene a su amigo Rasumijin, que “se pasó todo un invierno sin calentar su habitación y afirmaba que le gustaba estar a tan baja temperatura, ya que con el frío se duerme mucho mejor”.
Mientras escribo esto, la temperatura en San Petersburgo está a menos dieciséis grados. Y tal parece que Dostoievski se siente cómodo a esa inhumana temperatura. Pero mi carne no es su carne y por suerte mi carne no es representativa del ser humano, pues entonces el Homo sapiens nunca habría salido de África, y ahora estaríamos en Kenia, a la orilla del lago Victoria, hablando sobre una ciudad y una novela que nunca fueron.