Hace veinte años, Carlos Fuentes publicó En esto creo, una hipotética autobiografía literaria (glosario existencial, lo llamaría yo), en la que abordó cuarenta y un asuntos personales: amistades, voces, lecturas, lugares, círculos del tiempo, géneros, lenguajes, retratos, reflexiones del pasado y (aquel) presente mexicanos.
Poco atendido por la crítica, tal vez no muy relevante para sus lectores, En esto creo no solo fue una bien calibrada selección de textos en los que, como en otros de sus libros de no ficción, volvía a sus inquietudes recurrentes, sino una suerte de observaciones proféticas del siglo XXI que apenas comenzaba.
Como en Casa con dos puertas (1970), Tiempo mexicano (1971), Cervantes o la crítica de la lectura (1976), Valiente mundo nuevo (1990) o Geografía de la novela (1993), Fuentes retornó a sus lecturas de Balzac, William Faulkner y Kafka; a sus anécdotas con Luis Buñuel; a su muy particular idea del cine, ese lenguaje del que tanto meditó y que bien pudo ensamblar una teoría a la altura de las obras de Eisenstein o Robert Bresson o André Bazin; a sus experiencias terrenales: la intimidad, el amor, la belleza, los celos, el sexo, la libertad, la muerte, las mujeres, o las paradojas de la historia, sus desencantos con la política, sus expectativas con la revolución, los retos de la sociedad civil, las enseñanzas de Shakespeare, el placer de la lectura, la familia, el ego, y last but not least, pudo decir el propio autor, su definición, siempre mutable, de la Novela.
Su recuerdo más intenso de este abecedario, fue la ocasión en que vio a Thomas Mann en Zurich. Era 1950, y primero lo descubrió en el restorán flotante del Hotel Baur–au–Lac. Era un hombre rígido y elegante, vestido con traje blanco, que cenaba faisán sin apenas levantar la vista de su plato, dejando que la conversación de las tres mujeres que lo acompañaban, fluyera sin que él dijera una palabra. Después lo volvió a encontrar en el Hotel Dolder, donde Mann, con su impecable atuendo blanco, miraba con deseo a un joven jugando tenis. Esa visión fue una especie de dèja–vu de Gustavo Aischenbach en La muerte en Venecia, y también una epifanía que Carlos Fuentes, a sus veintiún años, reconoció como el destino inexorable del hombre y el artista, el genio y la carne, el tiempo que marchita al cuerpo pero lo destina a la imaginación. Aquella mañana de junio de 1950, también pudo atestiguar cómo la hija del Premio Nobel, Erika Mann, regañaba cariñosamente a su padre y lo apartaba de la tentación contemplativa, para empujarlo de regreso al orden espiritual, a la literatura.
De las circunstancias políticas de la época, Fuentes meditó sobre las democracias, el mercado, la globalización, y los retos de la transición. El apartado “Izquierda” (redactado en 2001, durante la presidencia de Vicente Fox y el PAN como partido en el gobierno), aborda el fin de las teorías reductivistas de la economía y la sociedad, las gestiones de los movimientos de centro–izquierda en Europa y las medidas que implementaron en Italia y en España, y cavila en los defectos y rezagos de América Latina. Una vez derrotado el PRI, estaba seguro de que la izquierda iba a tener una oportunidad, mas debía ser congruente con nuestra sociedad, madura, inteligente, siempre refractaria, y escribe: “La izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser una izquierda constructiva de lo que debe ser. Pero la izquierda en el poder debe admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste al poder, hasta cuando (incluso cuando) es el poder de izquierda. Éste será el desafío para la izquierda del siglo XXI. Aprender a oponerse a sí misma para nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la mancillaron en el siglo XX”.
En esto creo se publicó en 2002. Una década después, el 15 de mayo, Fuentes emprendió el último viaje.
AQ