Después de Charras, su thriller político en el que recrea el asesinato del líder yucateco, de Península, península, que describe la guerra de castas en Yucatán (novela ganadora del Premio Iberoamericano de Novela), de Macho viejo, donde recrea la entrañable amistad de un doctor maduro y un pargo, Hernán Lara Zavala (Ciudad de México, 1946) nos ofrece su más reciente novela: El último carnaval.
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En esta recrea la Del Valle y su generación. La colonia, de clase media, fue sede de diversas instituciones educativas como los colegios maristas, el Instituto Miguel Ángel, el Panamerican, la Moderna Americana, que propiciaron el encuentro de la juventud de ambos géneros, toda vez que eran colegios de puros hombres o de puras mujeres. Había las riñas de rigor, los ligues o intentos de ligue, los descubrimientos eróticos —que el autor retrata sin mojigatería, gozosamente— y, en primer lugar, el rock contestatario de los años cincuenta y mediados de los sesenta, que insufló en esa generación un espíritu de rebeldía que la marcó (Buddy Holly, Bill Halley, Elvis Presley, Chuck Berry). La generación que sigue —la mía— ya no vivió ese rock rebelde, que fue sustituido por Paul Anka “y una bola de cantantillos fresas e imberbes”. Y después llegaron The Beatles.
El motivo inicial del título de la novela es que hubo un carnaval con carros alegóricos en la Del Valle. A pesar de que soplaban nubarrones sobre el proyecto, fue posible llevarlo a cabo. Sin embargo, al término de la premiación, en el mítico Salón Riviera, en la desaparecida glorieta del mismo nombre, surgió la reyerta entre las bandas rivales y fue, literalmente, el último carnaval.
Esa novela de iniciación, donde Adrián es el alter ego del autor, continúa hasta su entrada a la carrera de Ingeniería Industrial y luego, como segunda carrera, a la de Letras, en la que, después de haber leído, por supuesto, el Retrato del artista adolescente de James Joyce, el narrador se pregunta: “si ellos se atrevieron y finalmente se hicieron escritores, ¿por qué yo no?”.
En la novela aparece también el movimiento del 68, donde el personaje es madreado y se salva de que lo manden al Campo Militar número 1 porque una mujer le dice a los que se lo llevaban que no lo hicieran porque era claro que iba a perder el ojo, así como una historia de amor, consumada y rota al mismo tiempo, con Magdalena, una mujer de resonancias proustianas, que le sirve al autor para reflexionar sobre la memoria, el olvido y lo que llamamos amor.
Aparecen también como personajes encubiertos los dos grandes maestros de Adrián y del autor: al primero, lo dibuja así: “le ayudaba su cabello ensortijado y abundante, su rostro más bien taciturno, contrito y angustiado, pero, ante todo, su memoria prodigiosa”. Lo que descubrió del segundo fue su autobiografía. El lector de la novela seguramente descubrirá quiénes son, detrás de los nombres de Juan Carlos Baroja y Lorenzo G. Cantón.
Es curioso que un autor de esa generación, formada, entre otros, por Guillermo Samperio, Ignacio Solares, Rafael Ramírez Heredia, Gonzalo Celorio y el propio Hernán Lara Zavala, haya elegido regresar a ese territorio de la preadolescencia para recuperar las huellas genéticas de su educación sentimental, como en la novela de Flaubert.
A la vez íntima y generacional, El último carnaval es una novela que hay que leer, porque recupera una época, una parte de la Ciudad de México y, sobre todo, un tono de una ingenuidad y una alegría que después del 68 ya no vivieron las generaciones subsiguientes.
AQ