Tu hijo te arrastra al parque tirando de la mano, abre una puerta imaginaria y allí, entre unos setos, te invita a conocer su casita del bosque. Juega entre habitaciones con suelo de césped y techo de ailantos, dibujando con mímica circense picaportes que giran y grifos de los que mana agua. En lugar de amigos invisibles, parece soñar pisos en el aire.
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Los cuentos tradicionales traslucen nuestra obsesión ancestral por encontrar un hogar seguro. Los tres cerditos vivían una angustiosa fábula inmobiliaria bajo la amenaza de un desahucio lobuno. Incluso los fantasmas, liberados por la muerte de las preocupaciones domésticas, se aferran a las mansiones encantadas. Mientras tanto, el Monopoly y El Palé traen a la mesa de juego infantil la acumulación urbanística. La obsesión por la vivienda parece afectar a todas las edades, incluida la de piedra. De la antigua Roma procede la alusión más antigua a los bloques de pisos, que el emperador Augusto reguló para que no superasen las siete alturas. Inaugurando una tradición milenaria, la urbe acogió una minoría de rentistas y una enorme masa de inquilinos. El humorista Juvenal se quejaba de los alquileres abusivos: “Por lo que ahora inviertes en el alquiler de un año por un agujero tenebroso en la capital, en el campo dispones de pozo y un huerto para dar de comer a cien personas”. Su contemporáneo Marcial afirmó haber visto hasta dieciséis personas compartiendo un diminuto cuchitril. El poeta bilbilitano describió con crudeza la “vergüenza del primero de julio”, fecha de vencimiento de los alquileres, cuando las familias expulsadas de sus hogares merodeaban por las calles de la ciudad, asfixiadas por el desamparo, arrastrando algún mueble o una olla renegrida.
La palabra “casa” —en latín, “choza”— nace de la misma raíz que “casarse”, término que aludía no a la ceremonia nupcial, sino a disponer de una casa aparte donde convivir. Sin embargo, del mismo tronco deriva “casino”, como si el lenguaje intuyera que toda pareja está condenada a sufrir las esposas de la especulación y la avaricia. En 1947, el director japonés Akira Kurosawa dirigió Un domingo maravilloso, título irónico para el retrato de dos jóvenes en la miseria de la posguerra. Aunque ambos trabajan largas jornadas, seis días a la semana, sus salarios juntos no les alcanzan para emanciparse. Pese a ello, dedican los domingos, en las únicas horas que disfrutan juntos, a visitar viviendas en venta que no pueden permitirse. Pocos años después, al otro lado del mundo, en la negrísima película El pisito, el protagonista decidía —de acuerdo con su novia desde hace doce años, Petrita— casarse con su anciana casera con el único objetivo de heredar a su muerte no la propiedad del piso —un lujo imposible—, sino el mísero alquiler de renta antigua. El mismo guionista, Rafael Azcona, se asociaría en 1963 con Berlanga para rodar El verdugo, donde la angustia inmobiliaria alcanza un sobrecogedor extremo de acidez satírica. En pleno desarrollismo, una pareja de novios busca obsesivamente un hogar, sin encontrar una solución asequible. Él trabaja en una funeraria, mientras ella es hija de un verdugo: ambos están ligados por oficios de muerte y por la ansiedad de la intemperie. Cuando llega un imprevisto —y mal visto— embarazo, el protagonista termina aceptando el puesto de funcionario de su suegro —a punto de jubilarse en el tétrico oficio del garrote vil— para tener así derecho a la vivienda protegida que conlleva esa plaza. En su desesperación se ve literalmente forzado a matar por un piso.
La democracia derogó la pena de muerte, pero los precios del alquiler no han dejado de ser letales. En época imperial, nuestros antepasados de hace dos mil años vivieron inmersos en una despiadada crisis hipotecaria y atormentados por una avalancha de desgarradores desahucios. La historia se repite obstinadamente: las casas siguen en manos del casino. Nuestra sociedad ha alcanzado logros asombrosos, pero acceder a un hogar con el salario continúa siendo no un derecho, sino una fantasía propia de cuentos. Hoy, como siempre, encontrar vivienda es un sinvivir.
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