Ellen Nussey fue la mejor amiga de Charlotte Brontë (1816-1855), una de las escritoras más emblemáticas del mundo anglosajón. Este par de mujeres inglesas de la época victoriana se había conocido en la escuela y, de compartir pupitre, pasaron a compartir confidencias. Cuando no podían hacerlo en persona, los asuntos propios eran plasmados en cartas prolíficas. Charlotte contaba los innumerables obstáculos de su tormentosa vida y Ellen se esforzaba en consolarla y ayudarla en lo que podía. Esa amistad y esa relación epistolar, sin embargo, se vieron afectadas el día que Charlotte Brontë le dijo que, después de pensarlo mucho y tras rechazar a otros tres pretendientes, aceptaría la propuesta de matrimonio de Arthur Bell Nicholls, el coadjutor de su padre, el clérigo anglicano y escritor Patrick Brontë. “Si lo haces, tu vida estará marcada por la sumisión y la abnegación”, le advirtió Ellen Nussey. “Tengo la intención de convertirme en una buena esposa”, replicó la novelista con resignación.
Desde sus primeros días de casados, Arthur Bell Nicholls comenzó, entre otras cosas, a revisar la correspondencia de su mujer. De inmediato le pareció que Charlotte escribía “demasiadas intimidades” y “hablaba con mucha libertad”. Se lo dijo a ella, “con los ojos llenos de preocupación”, y por eso el 20 de octubre de 1854 Charlotte se apresuró a escribirle a su amiga de toda la vida: “Estoy segura de que no he dicho ninguna imprudencia pero, aun así, tienes que quemar esta carta cuando la leas. Arthur dice que no deberías guardar mis cartas —son tan peligrosas como fósforos de Lucifer—, así que asegúrate de seguir su recomendación de quemarlas o no habrá más. Esa es su resolución”.
Quién sabe cuál fue la respuesta exacta de la avezada Ellen Nussey, pero once días más tarde, el 31 de octubre de 1854, la mujer que sacudió la literatura inglesa con un puñado de poemas y novelas se vio obligada a insistir: “Ellen, Arthur se queja de que no pareces haber prometido con claridad quemar mis cartas tras leerlas. Afirma que simplemente debes escribir que te comprometes a ello, si no, leerá cada línea de mis cartas y será él mismo el censor de nuestra correspondencia. Asegura que las mujeres son de lo más imprudentes a la hora de escribir cartas y que una carta puede acabar en manos de cualquiera. […] Escribe tu promesa en una hoja de papel aparte, con letra legible, y envíala con tu próxima carta”.
Ellen Nussey envió, finalmente, su juramento por escrito y todo volvió a la calma. Pero ¿alguien, y sobre todo ella, podía resistirse a convertir en cenizas la franqueza y la emotividad de una de las más afamadas escritoras de su época? La señora Nussey guardó muy bien las misivas de su amiga y las hizo públicas poco después de que ésta muriera. Gracias a ese gesto desafiante, hoy se conocen los momentos más determinantes de una vida que, de manera directa e indirecta, repercutió en una destacada forma de escritura: la formación religiosa, las penurias en un internado, la muerte de su madre y de sus hermanas, el fuerte carácter de un padre conservador, el empeño por sobrevivir siendo profesora e institutriz, el amor no correspondido, el afán por ser publicada, el temor a dejar de escudarse en un seudónimo, el matrimonio, sus últimos días… De todo ello podemos enterarnos al leer Como fósforos de Lucifer, una selección de las cartas de Charlotte Brontë que Altamarea Ediciones acaba de publicar en España.
Las epístolas recogidas en este pequeño libro fueron escritas, casi siempre en medio de una ristra de adversidades, entre 1839 y 1855. Ellen Nussey es la destinataria de la mayoría, pero también hay algunas dirigidas a Emily Brontë (autora de Cumbres borrascosas), al profesor (y amor platónico) Constatin Héger, al equipo de la editorial que publicó sus novelas (Smith, Elder&Co.), al editor, Henry Colburn, que rechazó sus manuscritos y al crítico literario que la animó a seguir escribiendo: George Henry Lewes.
Charlotte Brontë tuvo cuatro hermanas y un hermano. Todos crecieron leyendo la Blackwoo’ds Magazine, donde descubrieron la obra de Lord Byron, uno de los poetas más representativos del romanticismo británico, la pintura y la arquitectura de John Martin y las novelas de Walter Scott y William M. Thackeray, artistas que sirvieron de estímulo para que Charlotte y sus hermanas crearan mundos propios: Angria y Gondal, dos islas semifantásticas donde situaban poemas e historias épicas, de romance e intriga. Juntas o por separado escribían bajo seudónimos masculinos, pues tenían “la vaga impresión de que las autoras eran propensas a ser vistas con prejuicio: a lo mucho, los críticos tienen para ellas una adulación y no un verdadero elogio”.
Su madre murió en 1821 y, dos años después, mientras su único hermano se revelaba como gran dibujante y alcohólico sin remedio, Charlotte y sus hermanas fueron enviadas a un internado. Ahí dos de ellas contrajeron la tuberculosis y murieron. Su padre, viudo, optó por sacar de ese lugar a las dos que habían sobrevivido, Charlotte y Emily, para encargárselas a una de sus tías. A las dos empezó a rondarles la idea de ser maestras de escuela y, como parte de su formación, Charlotte, que era la mayor, se fue a Bruselas para aprender francés. Fue entonces cuando se enamoró de su profesor, un hombre casado y con hijos, y toda su vida lamentó no poder estar con él. El 18 de noviembre de 1845 le escribió: “¿Por qué no puedo sentir por usted exactamente la misma amistad que usted siente por mí, ni más ni menos? Entonces viviría tranquila, libre, tanto que podría estarme callada durante diez años sin esfuerzo. […] Me gustaría poder escribirle cartas más alegres, pues cuando vuelvo sobre mis palabras siento que son algo tristes, pero perdóneme, mi querido señor, que no le enfade mi tristeza, en palabras de la Biblia: ‘de la abundancia del corazón habla la boca’, y encuentro verdaderamente difícil estar feliz mientras pienso que no lo volveré a ver”.
Sus experiencias en los colegios a los que asistió y el amor no correspondido le sirvieron después para empezar a escribir novelas. Porque era escribir, y no enseñar, su verdadera vocación. Al mismo tiempo, le hubiera gustado poder irse de la casa de su estricto padre y gozar de su independencia. Pero él era un viudo solitario y ella una mujer cristiana incapaz de dejar solo a quien la engendró. Pero le fue difícil conformarse con ese “destino”. En una carta fechada en 1846 arguye: “Probablemente cuando sea libre de abandonar mi hogar no pueda encontrar lugar o trabajo, y quizá también siga así tras pasar la flor de la vida”.
Después de que le publicaran unos poemas, Charlotte Brontë le envió a su editor el manuscrito de Jane Eyre, que narra la inusual y provocadora relación amorosa entre la protagonista, Jane, y su empleador, y con la que comenzó a erigirse su prestigio literario. En 1847, no obstante, tuvo que disculparse con el equipo de su editorial porque no tenía tiempo de revisar, por tercera vez, su novela. Les escribió: “Si decidiera recortar, modificar y hacer cambios ahora, una vez que he perdido el interés y en frío, sé que solo causaré más daño a los defectos que ya están presentes”. En esa ocasión confesó, además, que tal vez ese libro podía parecerle muy fuerte al público, pero que en realidad lo que ahí contaba había sido rebajado. “Si hubiera contado toda la verdad, podría haberla escrito de manera mucho más exquisitamente dolorosa, pero me pareció aconsejable suavizarla un poco y cortar muchos detalles por temor a que la narrativa resultase más desagradable que atractiva”.
Para entonces, el éxito ya la abruma y (todavía) no quiere que se sepa que ella es la autora de Jane Eyre. Es 1848 y le dice, por si acaso, a su amiga Ellen Nussey: “No le he dado a nadie derecho a afirmar, o insinuar, de la manera más distante, que estoy publicando novelas (¡menuda patraña!). Quien lo haya dicho —si es que lo ha hecho, lo cual dudo— no puede considerarse mi amigo. Aunque se me atribuyeran veinte libros, no sería la autora de ninguno. Rechazo la idea por completo”.
En diciembre de 1948 da cuenta, también en una de sus cartas, de la muerte de su hermana: “Emily ya no sufre ni dolores ni debilidad. No sufrirá más en este mundo, se ha marchado después de una dura y corta lucha. Murió el martes. Pensaba que sería posible que estuviera con nosotros unas semanas más y unas horas después estaba en la Eternidad”. La depresión es intensa, pero reconoce que para seguir viviendo no tiene más remedio que aferrarse a la escritura de su segunda novela, Shirley. “La capacidad imaginativa me salva. Ejercitarla de manera activa ha mantenido mi cabeza fuera del agua desde entonces, sus resultados me alegran por el momento, pues creo que me han permitido agradar a los demás y estoy agradecida a Dios por darme dicha capacidad”.
En 1853 publica su tercera novela, Villette, y, por insistencia de su editorial, accede a interactuar un poco con el mundillo literario londinense (gracias a eso conoció a quien sería su futura biógrafa, la novelista y cuentista Elizabeth Gaskell) y tomó nota de lo que debería leer para seguir aprendiendo. Quedó fascinada, por ejemplo, con Emerson. Le escribió a su editor: “Muy envidiable es el escritor cuyas palabras han caído como una suave lluvia sobre un suelo que tanto necesitaba y merecía nutrirse, cuya influencia ha llegado como una brisa afable para levantar un espíritu que las circunstancias parecen haber pisoteado tan duramente”.
Un año después, 1854, le da el “sí, quiero” a Arthur Bell Nicholls (“me inclinó a la estima y, si no al amor, al menos al afecto”). A su amiga Ellen le cuenta en otra de sus misivas la escena que determinó su decisión: “temblando de la cabeza a los pies, con un aspecto terriblemente pálido, hablando en voz baja, con vehemencia pero con dificultad, me hizo sentir por primera vez el esfuerzo que le supone a un hombre declarar afecto cuando alberga dudas sobre la respuesta. […] Le pregunté si había hablado con papá. Dijo que no se atrevía. Creo que medio lo guié, medio lo saqué de la habitación. Cuando se fue, fui inmediatamente a ver a papá y le conté lo que había sucedido. Reaccionó con una agitación y una ira desproporcionadas”. La boda, no obstante, terminó por llevarse a cabo, sobre todo porque el reverendo Patrick Brontë temió que su hija lo dejara solo y, en cambio, si daba su autorización para el matrimonio, ella seguiría viviendo en su casa. Arthur Bell Nicholls estuvo de acuerdo en instalarse en el hogar de su suegro (y jefe en el trabajo religioso), “sin invadir su privacidad y comodidad”.
Una de las últimas cartas de Charlotte Brontë fue, cómo no, para su amiga Ellen Nussey. El 21 de febrero de 1855, le dijo: “Te escribo unas líneas desde el agotamiento de mi cama. […] No voy a hablar de mi sufrimiento, sería inútil y doloroso. Quiero asegurarte algo que sé que te consolará, y es que mi esposo me está cuidando de la manera más cariñosa y amable”. La mujer que llevó una vida de escritura en la sombra padecía tuberculosis, igual que sus hermanas, y, también como ellas, no pudo superar la enfermedad. Charlotte Brontë tenía 38 años, estaba embarazada y dejó una novela inconclusa.
AQ