Cada vez que íbamos al banco
a tratar de hacer efectivo un cheque
nos topábamos con la misma situación:
una fila más o menos larga
de gente que intentaba hacer lo mismo.
La tentación era grande:
cambiar de fila para ver si otra
avanzaba un poco menos lentamente…
Todos los sabíamos por experiencia:
la nueva fila podía avanzar más rápido
lo mismo que verse paralizada.
No otra cosa sucede
con asuntos que nos resultan
de gran importancia:
La vocación (si se descubre);
el trabajo (si se tiene trabajo);
la religión (si hay esta inquietud);
la pareja (si tenemos mucha suerte);
el lugar para vivir (si podemos escoger).
Cambiar de vocación,
de trabajo, religión, país o pareja,
suele ser una pérdida de tiempo.
La nueva opción ofrece
tantas ventajas cuanto problemas.
La nueva pareja nos es más afín
pero viene con su carga de traumas;
el nuevo país es mejor en este aspecto
pero resulta insufrible en estos otros;
la nueva religión en realidad
no resuelve los problemas esenciales;
el nuevo trabajo paga mejor
pero es mucho más estresante;
la vocación (insisto: si se descubre)
no puede suplantar el llamado
profundo del espíritu a su realización.
Entonces, ¿por qué cambiar?
¿Para qué cambiar?
¿O será mejor no cambiar?
Imposible saberlo si no se intenta…
A fin de cuentas nunca se trató
de dar con la fila más rápida,
sino de hacer efectivo el cheque.
ÁSS