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Aparecía Chiquito de la Calzada en el escenario —con la calva brillante y el desparpajo chorreando—, se colocaba la mano derecha en los riñones, daba dos saltitos torpes, hacía como que relinchaba o gruñía o bramaba y, sin más preámbulo, soltaba en andalú atropellao:
—Iban dos tíos por la calle. ¡Que la cosa etá mu malamente, Manué! ¿Y a mí me lo va a decí?, le dijo Manué. ¿A mí, que tengo que freír los huevos con saliva? Otro día iba el mismo quejica por ahí: ¡Ay, que la cosa etá mu malamente! ¿Y a mí me lo va a contá?, le respondió otro. ¿A mí, que acabo de casarme y estoy haciendo solo el viaje de novios?
Era la segunda mitad de los años noventa del siglo pasado y España olía la podredumbre del “felipismo”: una cohorte de corruptos que se aprovecharon de la modernización y despegue del país. A la tele, no obstante, llegó entonces un malagueño sesentón, cantaor de flamenco trasnochao, que captó la atención del público con un discurso humorístico surrealista, lleno de chistes simples y alargados, salpicados de palabras y frases distorsionadas, pero contados con gracia magnética que hacían decojonarse de risa. Es que el chiste era él.
Chiquito —pecador de la pradera, nacido después de los dolores, que en vez del diploma de graduado escolar tenía una etiqueta de Anís del Mono— había comenzado en el cante jondo a los ocho años de edad. Por eso le decían “chiquito” y “de la calzada” por la calle donde vivía (Calzada de la Trinidad). Creció recorriendo los pueblos de España y, ya de adulto, le ofrecieron trabajo en Japón, dentro del grupo que acompañaba al maestro gitano José Mercé. Dos años permaneció ahí porque, claro, la cosa en Tokio no tenía ná que ver con su Málaga natal (“¡por la gloria de mi madre!”). Así que volvió a su barrio y a los tablaos hechos para entretener a los turistas coloraos.
De su desfachatez y sentido del humor se enteró un día el productor Tomás Summers, que preparaba un programa de chistes con comediantes variopintos para Antena 3. Lo fichó y quizá fue su marcianidad neocasposa la que cautivó y distrajo a la nueva rica sociedad ibérica. Mientras el éxito le hacía filmar películas que de tan malas eran chistosas y vender miles de vídeos y casetes y protagonizar anuncios y reventar los niveles de audiencia de los programas de variedades (“¡me cago en tus muelas!”), los intelectuales saltaron hacía el fenómeno sociológico. Francisco Umbral: “Cuando España se va por las alcantarillas, el hombre del año ya no es Felipe González, sino Chiquito de la Calzada, otro andaluz de parla fina que nos ha distraído a los nacionales de tanta corrupción […]. A lo último que hemos llegado es a Chiquito de la Calzada, florón calvorón de un pueblo sin clase ni sentido de clase, gracioso antiguo de una España antigua y puta, escobón del lenocinio que sale por la tele para barrer las últimas serpentinas y los últimos condones que ha dejado la clientela, la tropa bienoliente de los contratados, los subvencionados, los implicados, los muertos. Claro que Chiquito no sabe nada de esto. Chiquito resuelve España en un chiste”. Carmen Rigalt: “Chiquito es una mezcla de sacristán y vendedora de garbanzos, un cruce entre un obispo exclaustrado y una madame con ingenio”. Arturo Pérez–Reverte: “Es bueno que de vez en cuando triunfe alguien que merezca la pena, no por lo que cuenta, sino por lo que es y lleva a cuestas en su vieja y abollada maleta […]. Porque la gente no sabe que un flamenco contando un chiste es lo más trágico del mundo, y de ese desgarro es, precisamente, de donde sale la gracia. A ver si no cómo sobrevive uno en esta casa de putas”.
A Chiquito me lo encontré —más viejo, más calvo, más triste, igual de famoso— hace tres años en el restaurante Las Chinitas de Málaga, un local decorado con cuadros de toreros y cantaores. Se había muerto su esposa, no podía con la soledad de su casa y pasaba ahí casi todo el día. Hablamos de Cantinflas, cómo no, de la telebasura, del fenómeno sociológico que él encarnó y de que un día yo volvería para entrevistarlo. Él murió, exactamente hace un año, antes de que eso ocurriera. El otro día, escombrando, revisé la libreta que llevaba aquella vez y me di cuenta de que apunté su simple y certera definición de chiste: “una cosa del pueblo, un cuento breve para distraer, algo referido a las cosas de la tierra y a sus personajes: el borracho, el médico...”.