Cien años de La Guilmain

Doble filo

Llegó a México como refugiada y aquí conquistó el teatro, la radio, el cine y la televisión. En su centenario, el autor recuerda cuando tuvo la oportunidad de entrevistarla.

La actriz Ofelia Guilmain en el escenario. (Fototeca MILENIO)
Fernando Figueroa
Ciudad de México /

Se cumplieron cien años del nacimiento de Ofelia Guilmain (17 de noviembre de 1921 - 14 de enero de 2005), una de las mejores actrices mexicanas de la segunda mitad del siglo XX.

Nació en el barrio madrileño de Chamberí y durante su adolescencia perteneció a una compañía del Teatro de Guerrillas de la República española. Ante el acoso del fascismo, huyó rumbo a Valencia y después a Barcelona. Entre balazos abandonó su país de origen por la provincia catalana de Figueras e ingresó a Francia, donde caminó durante varios días por senderos bajos de los Pirineos.

Sus hermanos, Esther y Pedro, se quedaron en España y murieron defendiendo sus convicciones políticas, él en el frente de batalla debido a un disparo de fusil y ella torturada cruelmente por los militares golpistas.

Ofelia permaneció varios meses en un campo de concentración francés. Luego, en el puerto de Burdeos, se reencontró con su madre y el destino quiso que ambas abordaran el barco de carga Mexique. Llegaron a Veracruz gracias a que Lázaro Cárdenas le abrió la puerta a miles de exiliados españoles.

La actriz vivió durante seis décadas en la ciudad de México, donde tuvo cuatro hijos y forjó una gran carrera actoral en teatro, radio, televisión y cine. Todo esto se recrea con minuciosidad en el libro El Retablo Rojo (Océano, 2006 y Debolsillo, 2019), de Carlos Pascual.

Cuando entrevisté en su casa a La Guilmain para Milenio Semanal, me dijo que su obra favorita era Las Troyanas, de Eurípides, “porque es la historia de mi vida, la derrota de un pueblo. Para mí es una protesta personal, una emoción bárbara. Los clásicos no caducan, son de ahora”.

De La Celestina, de Fernando de Rojas, comentó que desde una butaca vio esa obra con Amparo Villegas en el papel principal. Entonces se juró a sí misma interpretarla en el futuro; años después la estelarizó en más de mil representaciones.

Ofelia decía que, luego de tantas calamidades, el sentido del humor le ayudaba a salir adelante. Esa chispa la hacía adorable. Cuando platicamos, le dije: “Usted se parece a Carlos Ancira, en el hecho de ser lo máximo en el teatro, pero en el cine…”. No me dejó terminar y replicó: “¡Anda, dilo! Ya sé que soy una facha en cine, no lo niego. Nunca he sido de cine, pero me divertí haciéndolo, desde Buñuel hasta Cantinflas”.

Su verdadero nombre era Ofelia Puerta Guilmain. Le pregunté por qué había eliminado su apellido paterno y dijo: “Pues porque eso de llamarse Puerta en el teatro como que sonaría raro”. Bromeando, añadí: “Entonces, usted no sería La Guilmain sino La Puerta”. Ella remató: “¡Y todavía me preguntas por qué me quité el apellido! ¡Qué cabrón eres!”.

Quise saber qué la impulsaba a seguir vigente. Contestó: “En esta profesión, como en todas, nunca acabas de aprender. Si crees que sabes todo, te apendejas y te lleva la chingada”.

Al verla fumar, le sugerí que dejara el tabaco y ella replicó: “Hazme el favor de no darme consejos. A mi edad, ya nada de nada. El único vicio que me queda es el cigarro. Antes me encantaba la copita, pero ya no me sienta nada bien. Y de lo otro (dijo con gesto pícaro), mejor ni hablamos”.

Al despedirme, le comenté que teníamos en común el nombre de nuestras mamás. Suspiró profundamente y dijo “Aurora”, alargando la primera letra con esa voz potente y profunda que parecía surgir de una catacumba.

AQ

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