“Las leyes fundamentales de la estupidez humana” (1976) está recogido en el libro Allegro ma non troppo (Editorial Crítica, Barcelona, 2001) y son:
1. Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo.
2. La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona.
3. Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.
4. Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error.
5. La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe.
Es quizás el escrito más famoso de Carlo M. Cipolla, y se debe haber divertido como escuincle al escribirlo, pero nada le quita ni lo serio, ni lo ominoso. Tanto, que su objetividad revivió una broma de G. K. Chesterton que se suponía solamente como una punzada inteligentísima para exhibir la tontería de los políticos y esa tendencia de los ciudadanos a considerarse mucho más inteligentes y capaces de lo que en realidad son. El Napoleón de Notting Hill propone que un rey elegido al azar es mucho menos proclive al crimen, el error y la idiotez que uno ha elegido creyendo en las virtudes de los candidatos y políticos.
Sin bromas, con seriedad mortal, tanto los italianos como los gringos tomaron las leyes de Cipolla y las aplicaron a sus modelos. Los físicos y matemáticos italianos descubrieron que un sorteo aleatorio mejoraría el desempeño del Parlamento (el documento “Accidental Politicians: How Randomly Selected Legislators can Improve Parliament Efficiency” se halla en la red); los gringos David Dunning y Justin Kruger, inspirados por el modelo de Cipolla, elaboraron la hipótesis del síndrome que lleva su nombre, y que consiste en que los más tontos suelen creer que son más inteligentes que la mayoría (hay incluso un artículo de Wikipedia: “Efecto Dunning–Kruger”).
Todo esto tiene su origen en los ejes cartesianos con que Cipolla clasifica a las personas. Pongamos un eje de abscisas que mide el daño o el beneficio para uno mismo, y un eje de ordenadas con el mismo sentido de daño o beneficio, pero hacia los demás. De ese modo surgen los siguientes cuadrantes:
a) Los “inteligentes”, que benefician a los demás y a sí mismos.
b) Los “incautos”, que benefician a los demás y se perjudican a sí mismos.
c) Los “malvados”, que perjudican a los demás y se benefician a sí mismos.
d) Los “estúpidos”, que perjudican a los demás y a sí mismos.
Problema insuperable: los estúpidos son absolutamente incapaces de darse cuenta de que lo son. Lo dice Cipolla, pero la comprobación está en el estudio de Dunning y Kruger.
Entre los burócratas, generales, políticos y jefes de Estado se encuentra el mayor porcentaje de individuos fundamentalmente estúpidos, cuya capacidad de hacer daño al prójimo es potenciada por la posición de poder que ocupan. O sea: el estúpido es más peligroso que el malvado.
Por supuesto, uno supone que el estúpido es el otro. Y aquí se aplica una norma de Ortega y Gasset, que no forma parte de las leyes de Cipolla: “la diferencia entre el tonto y el listo es que éste se descubre constantemente a punto de ser tonto y hace un esfuerzo por evitarlo”. No hay leyes para dejar de ser tonto. Solamente una especulación: los errores no suelen cometerse cuando asalta la duda sino cuando uno está seguro de algo, o cuando uno confía en alguien que manifiesta seguridad. Si hay duda, solo un estúpido prosigue sin revisar o criticar. El terco y el necio suelen serlo porque deciden que saben y están segurísimos. No necesitan averiguar nada que esté más allá de sí mismos, fuera de su fuero interno.
El estúpido es, pues, el que no se da cuenta de que la inteligencia existe, pero es ajena. No es algo que uno tenga; es algo que sucede al pensar, y pensar no es confirmar los rumios propios sino descubrir, darse cuenta de algo que no se sabía. Por eso la inteligencia ajena es mi acceso a la propia: escuchar, leer, consultar o, de perdida, adquirir algunas herramientas para dudar de uno mismo con provecho.