Los asuntos léxicos tienen historias no del todo azarosas, sino de esa forma del azar que llamamos fortuna, porque no son meros accidentes. “Filogénesis” es palabra que primero se empleó entre lingüistas y filólogos del siglo XVIII, antes de que, en 1866, Haeckel lo tomara para su trabajo en biología. Los vocablos tienen una historia, y además, muchos viven preñando conceptos y poblando ideologías.
En tiempos recientes parece que topamos con dos concepciones que solían no tener problemas, pero se vienen haciendo distantes y se amenazan ahora con una enemistad. Hay los ideólogos de “pueblo”, y los de “ciudadanía”. En tiempos normales son casi equivalentes. Pero no son tiempos normales y sorprende que la hebra filológica deje ver la incompatibilidad en lo que pudo haber seguido como sinonimia y equivalencia.
“Pueblo”, además de que es mucho más bonita que ese compuesto polisílabo: “ciudadano”, lleva juegos sabrosos guardados en su brevedad y sonoridad. Por ejemplo, esas partidas de tenis entre la o y el diptongo ue, que a veces ponen a la hache como red: el huérfano en el orfanato; los ovíparos ponen huevos. Pero a media palabra no usamos haches nuevas. Del populus latino tuvimos “pueblo”, y de pueblo volvemos a hallar hijos con o: poblado, población... y se trata de casos notables, porque todo hablante nativo lleva a cabo las transformaciones de modo automático, sin detenerse a cavilar.
Más interesante la etimología: aquel populus latino designaba gente, en grupo, pero no a todos. No incluye senēs, es decir, a los viejos. En origen, designaba a los jóvenes en condiciones de portar armas y voto, pero que no tenían voz ni podían ni gobernar.
Estuve a punto de decir que, a su vez, populus derivaba de pubes, “viril”, pero me corrige uno de mis diccionarios favoritos en internet, el DELCEL (Diccionario Etimológico Castellano En Línea), que mejora cada día: “Como en las entradas de ‘publicar’ y ‘publicano’, la palabra latina populus no nos viene de puber, sino que la palabra publicus es una confluencia entre pubicus (relativo a los adolescentes) y poplicus (relativo al pueblo)”. Venga o no, una de otra, ambas componen un ámbito ideológico: el pueblo no gobierna. Puede armarse, luchar, tener voto, pero carece de voz y de opinión. (Curiosa coincidencia con “infantería”: ni los infantes, ni los soldados del pueblo pueden hablar).
Del otro lado están los ciudadanos. Y de eso va el último ensayo de los Problemas de lingüística general II (México, Siglo XXI), de Émile Benveniste: “Dos modelos lingüísticos de la ciudad”. Primero hace notar eso que ya nos sonaba en lo artificioso del vocablo: “ciudadano” es compuesto, una derivación de “ciudad”. Y pareciera confirmar la tendencia griega de polités, que a todas luces deriva de pólis, pero no. La cosa es más compleja, porque en latín, tanto los conceptos como las palabras tienen un trayecto inverso: es claro que civitas, “ciudad”, deriva de civis... y uno quiere suponer que “ciudadano”, el individuo, es el término original, pero luego llega Benveniste y lo pone a uno en su lugar: “la traducción de civis por “ciudadano” es un error de hecho, uno de esos anacronismos conceptuales que el uso fija, de los que se acaba por no tener conciencia y que impiden la interpretación de todo un conjunto de relaciones”.
Casi siempre que en latín aparece civis, lleva un pronombre posesivo. Por ejemplo: civis meum, pero ¿qué diablos significaría “mi ciudadano”?. Explica Benveniste: “la construcción con posesivo revela de hecho el verdadero sentido de civis, que es un término de valor recíproco y no una designación objetiva”.
Atendiendo al sentido, debiéramos entender que no existe el ciudadano solo y que su pura enunciación designa a un conciudadano: sólo se puede ser ciudadano respecto de otros ciudadanos. “Así, la civitas —dice Benveniste— es ante todo la calidad distintiva de los cives y la totalidad aditiva constituida por los cives. Esta “ciudad” realiza una vasta mutualidad; no existe sino como suma”. Y esto cambia todo, empezando por la noción misma de la propiedad pública: pertenece al colectivo de los conciudadanos. Y aquí aparece la distancia que nunca debió crecer: los conciudadanos se reconocen en una situación de igualdad que comienza, en primer lugar, por su propia voz. No son pubes que puedan ser sometidos y acarreados por un gobernante. Por eso fue tan importante la marcha del 26 de febrero: conciudadanos, cada uno su opinión libre, su propia voz.
AQ