Rafael Lemus: “México es también un espacio imaginario”

Entrevista

En su libro 'Atlas de otro México', el ensayista propone una cartografía de ciudades imaginadas por la literatura mexicana que no figuran en los mapas pero persisten en la memoria colectiva.

Rafael Lemus, autor de 'Atlas de otro México'. (Foto: Ángel Soto)
Ángel Soto
Ciudad de México /

Todo país se crea un relato de sí mismo. En él proliferan nombres, lugares, pasajes que no siempre figuran en los mapas, pero que se conservan en la imaginación colectiva como si formaran parte del registro topográfico. En Atlas de otro México (Debate, 2025), Rafael Lemus explora ciudades imaginadas en la literatura mexicana, espacios que no obedecen a la lógica territorial, sino a una cartografía más íntima: la de la memoria y la imaginación.

Lemus ha encontrado en estos espacios una vía lateral para pensar el país. Su libro se mueve entre el ensayo literario, la crónica de viajes y la arqueología política. Y en ese trayecto, da cuenta de una certeza perturbadora: lo imaginado también deja cicatrices.

Nueva Filadelfia, Villa Utopía, Comala, Cuévano, Santa Teresa, La Matosa… Los nombres, aunque ficticios, han calado nuestra historia. Las ciudades que analiza Lemus revelan un fracaso compartido: un país que a menudo se narra en clave de pesadilla.

Este atlas, no obstante, es también una invitación al extravío. A leer como quien se adentra sin GPS en un bosque. Lemus lo entiende de esta manera: las novelas, como las ciudades, se habitan, se cruzan y se sobrevuelan.

A medio camino entre la crítica literaria, la crónica de viajes y la teoría cultural, el libro propone una idea provocadora: que las ciudades imaginadas no solo existen, sino que en ocasiones resultan más reales que aquellas que los mapas registran.

Atlas de otro México ganó el Premio de Ensayo José Revueltas en 2022. En aquella ocasión mencionaste la influencia del autor de El apando. ¿Qué papel jugó en la gestación del libro?

El apando despertó mi interés por una crítica espacial, por prestar atención a los espacios. En esa novela el espacio es fundamental. En Atlas de otro México intenté perderme de otra manera en la literatura mexicana. He escrito mucho sobre ella desde hace tiempo y estaba buscando una nueva perspectiva para entrar y salir de distintas novelas. Elegí esta: la perspectiva espacial. Pensar cómo la literatura mexicana ha creado espacios y cuál es la relación que mantiene con los espacios realmente existentes.

Desde la introducción sostienes una idea provocadora: que las ciudades imaginadas por la literatura mexicana existen. ¿Cómo entender esa existencia, si no podemos encontrarlas en un mapa?

Muchas veces se cree que solo existe aquello que es material, que podemos ver, tocar o medir. Pero la existencia es más amplia: incluye emociones, abstracciones, conjeturas. Las ciudades imaginadas en libros y relatos tienen una existencia real para los lectores, y también una existencia material. Existen en los libros donde fueron fundadas y donde sobreviven, y también en la experiencia, en la memoria de los lectores.

De hecho, apuntas que algunas de esas ciudades son más vívidas, más tangibles para el lector que muchas otras por las que apenas hemos pasado y que ya hemos olvidado. Sin embargo, buena parte de las ciudades que exploras en el libro están ligadas a la cara más sombría de México. ¿Por qué esa recurrencia al país trágico?

Es cierto. Los lugares imaginarios que aparecen en el libro ofrecen una salida del México histórico, pero es una salida parcial. Porque allí, de nuevo, nos topamos con las sombras, los problemas, las pesadillas de México. Si uno lee el libro cronológicamente, el recorrido se vuelve cada vez más oscuro. Comenzamos con dos espacios —Nueva Filadelfia y Villa Utopía— que aún conservan algo de promesa. Pero conforme avanzamos, el país se oscurece, y lo mismo ocurre con los espacios imaginarios. Terminamos en dos lugares aborrecibles, brutales: la Santa Teresa de Bolaño y La Matosa de Fernanda Melchor.

¿Qué nos revela ese tránsito sobre nuestra historia y sobre la manera en que imaginamos el país desde la ficción?

Cuando Nicolás Pizarro escribe El monedero, a mediados del siglo XIX, todavía puede mirar hacia el horizonte y preguntarse cómo será el México del futuro. En la Nueva Filadelfia imagina una comunidad socialista, posible y exitosa. Años después, Eduardo Urzaiz propone una utopía terrible, eugenésica, pero aún cree que se puede proyectar el país.

Después, los autores se enfrentan directamente con los problemas mexicanos. Tratan de representarlos literariamente o de buscar alguna salida. Pero ya en los últimos casos, como Bolaño o Melchor, lo que tenemos es un recuento de los daños. Un inventario de los cadáveres regados por ahí.

Lo cual parece también una forma de responder al presente.

Sí, claro. Cada una de estas ciudades imaginarias, por más fantásticas que parezcan, está hecha con trozos de realidad y responde a su tiempo. La imaginación utópica está siempre sujeta a las condiciones materiales del momento en que fue pensada.

Portada de 'Atlas de otro México'. (Debate)

A propósito de la idea de “pensar México”, me pregunto si este libro no se inscribe también en ese género: el de los libros que intentan desentrañar qué es México. Más allá de si se trata de una pretensión legítima o no, tu obra parece estar atravesada por esa inquietud. Ya en tu libro sobre el neoliberalismo se percibe esa necesidad de interrogar la sustancia de lo mexicano.

Sí, hay desde luego un interés por pensar México, aunque no para encontrar una esencia o una psicología mexicana. Al contrario. Creo que si algo dice este libro es que México también es una ficción. México es un espacio imaginario.

Las naciones, al final del día, son comunidades imaginadas. Están llenas de contradicciones, de diferencias, de conflictos, y se sostienen gracias a ciertas ficciones. Por eso el libro termina en Aztlán: porque allí, en el origen de Tenochtitlan, pero también del nacionalismo mexicano, hay una ficción fundacional. Un espacio imaginado.

Esa última sección del libro, una reescritura de la travesía ordenada por Moctezuma, funciona como una especie de apéndice. ¿Por qué decidiste incluirla?

Porque no solo las ciudades literarias son imaginarias. También lo son las ciudades reales, las naciones en que vivimos. Ir a Aztlán era una forma de regresar al origen de esa ficción nacional.

A lo largo del libro aparecen Comala, Aztlán, Cuévano, incluso Macondo, aunque solo de manera tangencial. Me preguntaba si en la literatura mexicana más reciente se están creando nuevos espacios con ese mismo poder simbólico.

La literatura mexicana contemporánea es eminentemente realista y costumbrista. El país está en una situación tan terrible que capta la atención de los narradores, que sienten la necesidad de representarlo, de problematizarlo. Pero incluso así, nuestros autores más potentes siguen creando representaciones que desdoblan la realidad, la resignifican, la repiensan.

Muchas veces se dice que la literatura mexicana carece de imaginación. No lo creo. Nuestra literatura ha fundado muchos espacios imaginarios. Ya en El periquillo sarniento, la primera de nuestras novelas, hay una isla utópica. Y en nuestro último clásico contemporáneo, Temporada de huracanes, aparece un espacio imaginario. A medio camino entre ambas, está Pedro Páramo, que no ocurre en México, sino en un espacio que solo es parcialmente México.

En el libro planteas que las novelas no solo construyen mundos, sino que son mundos en sí mismas. Pero también dices que esos mundos colisionan, se intersectan, se alimentan mutuamente. ¿Cómo descubriste esas afinidades?

Fue una de las sorpresas del proceso. Una de mis intenciones era construir un archivo singular dentro de la narrativa mexicana. Poner en contacto obras escritas en distintos momentos, bajo estilos diversos, con distintos propósitos, pero que comparten ciertas afinidades espaciales.

Una vez que leo y construyo el mapa de estas diez ciudades, me doy cuenta de que muchas de ellas dialogan entre sí, incluso sin que sus autores lo hayan previsto. Por ejemplo, La Matosa de Temporada de huracanes parece estar recreando Galeras, el espacio que Rafael Bernal imagina en El fin de la esperanza.

Hablemos ahora del tono del libro. Aunque se trata de un ensayo literario, se percibe una hibridez formal que lo acerca también a la teoría, a la crítica, incluso a la narración. ¿Cómo pensaste esta forma de intervención?

Creo que la crítica literaria puede hacer muchas cosas. No solo análisis. Aquí practico distintas operaciones críticas: glosa, imitación, pasaje narrativo, fragmento teórico. Me parece que la buena crítica hace mucho más que comentar libros. De hecho, hay momentos de “ficción crítica”, cuando recorro algunos de estos lugares. Hay algo de narración y también de invención. Es, como digo en el libro, una bitácora de viajes. Y espero que los lectores también hagan sus propios recorridos, que escriban sus propias crónicas.

Sobre los mapas, planteas desde el inicio que son útiles, pero insuficientes. Esa reflexión cobra otra dimensión hoy, ante las crisis de migraciones y guerras. ¿Cómo piensas el lugar de los mapas en este contexto?

Los mapas son útiles pero insuficientes. Capturan apenas lo más elemental del territorio y dejan fuera lo sustantivo. Uno de mis objetivos —quizás el más ambicioso— era ampliar el mapa mexicano. Abultarlo, enriquecerlo, superponerle estos diez espacios que no aparecen en ningún mapa oficial.

Tú resides en Estados Unidos. ¿Cómo ha influido esa distancia —y el hecho de que se trata de Estados Unidos, no de cualquier país— en tu manera de pensar México y su producción cultural?

Diría dos cosas. Como crítico, la distancia terminó por alejarme del ejercicio de la reseña. Al vivir fuera, me desprendí de la novedad mexicana, del comentario inmediato, del chisme literario. Perdí interés en eso. Y por otro lado, tal vez este libro revela un cierto distanciamiento. Como si hubiera hecho un zoom out para intentar ver la República entera, para recorrerla a través de estos textos.

Pienso que, del mismo modo en que nos sentimos más cercanos a ciertas ciudades imaginarias que a muchas reales, pensar un país desde su ficción puede ser también una forma más hospitalaria de entenderlo.

Es posible. Quizá, después de tanto tiempo fuera, el país material se me va desdibujando y, en cambio, el país literario se vuelve más real. Uno pierde el pulso de lo inmediato. Y a veces eso tiene sus ventajas.

ÁSS

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