Saberes del sabor

Reseña

‘Cocina yucateca. Crónicas de infancia y recetas de mi madre’, de Carlos Martín Briceño, es un libro que nos hace salivar, paladear y saber cuán cerca podemos tener el paraíso de nuestros labios.

La comida yucateca se ha abierto un lugar cada vez más reconocido en la gastronomía mundial. (Especial)
Ana Clavel
Ciudad de México /

El placer del saber comienza con los labios. ¿Por dónde si no nos entra el mundo si desde el principio somos bocas que se beben la constelación del pecho materno?

Curioso que el “saber” de sabor y el “saber” de conocer compartan en nuestra lengua sonidos y resonancias. Como sucede en la comunión eucarística en que somos una suerte de caníbales “espirituales” al devorar al Hijo del Hombre consagrado en vino y pan. O la mítica manzana de Adán y Eva, proveniente del Árbol del Conocimiento.

No obstante su papel primordial en nuestras vidas, nada más efímero —o más difícil de capturar en palabras— que el mundo de los olores y los sabores. Sin embargo, por una extraña coincidencia esos mundos se asocian a los poderes de la memoria que nos regresa al pasado y a su esencia de paraíso perdido. Dice Marcel Proust en su obra monumental: “cuando ya nada subsiste de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”. Así, “el santo olor de la panadería” nos devuelve a la idílica magia de la suave y personalísima patria que cada uno de nosotros lleva dentro. Igualmente, un resabio o sabor puede desencadenar el caudal de memorias olvidadas de nuestra historia amorosa particular, como lo sabía Julio Cortázar al afirmar: “Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas”.

En la hermosa y cuidada edición de Cocina yucateca. Crónicas de infancia y recetas de mi madre (Ficticia / Gobierno del estado de Yucatán, 2024), Carlos Martín Briceño se da a la tarea de recuperar los tesoros del sabor de su niñez y juventud temprana en un festín de historias personales y saberes culinarios de su región de origen: el sureste mexicano. Es un homenaje a la gastronomía yucateca pero también a su madre, doña María del Carmen Briceño Bernés, que con amorosas manos confeccionaba los platillos diarios, de fin de semana y de fiesta. Es también una celebración a la experiencia del niño y adolescente que fue el propio autor, que se abría al aprendizaje del mundo a través del hambre… un hambre que, a la par, también se alimentaría de los libros, el mundo de la imaginación y la literatura.

Pero en el principio no fue el verbo, sino el saber a través del sabor. Una gama de sabores muy peculiares, por cierto, dulces y salados, astringentes, picantes, chispeantes, intensos, elaborados, siempre exquisitos y… sabrosos. No en balde la comida yucateca se ha abierto un lugar cada vez más reconocido en la gastronomía mundial.

Portada de ‘Cocina yucateca. Crónicas de infancia y recetas de mi madre’, de Carlos Martín Briceño. (Ficticia)

Mezcla de tradiciones y saberes —ahí están los sedimentos prehispánicos en los modos de cocción y los ingredientes y viandas empleadas, como también la sazón criolla y mestiza de guisos, condimentos y salsas—, las recetas aquí incluidas intercalan crónicas variopintas surgidas de recuerdos familiares, anécdotas legendarias, resabios de una ciudad de Mérida en la década de 1970 que se abría a la modernidad sin perder su esencia prístina y blanca. Y de manera destacada, las referencias literarias que poco a poco fueron deleitando la mirada hambrienta de aventuras y conocimiento del joven lector. En palabras del propio Martín Briceño, se trata de “una autobiografía a través de la comida”.

Así nos enteramos del origen etimológico de los aclamados Papadzules, platillo preferido de Rosario Castellanos, cuyo significado es la elegancia misma de la salsa de pepita que los adereza: un verdadero “manjar para caballeros”. O de la leyenda del gobernador Felipe Carrillo Puerto que agasajó a los poetas Carlos Pellicer, Henríquez Ureña, Jaime Torres Bodet, al filósofo José Vasconcelos y a los pintores Diego Rivera y Adolfo Best Maugard, el 3 de diciembre de 1921, con un almuerzo a la orilla de un cenote de Motul, en el que los invitados celebraron la exquisitez de los así llamados “huevos motuleños”, cuyo creador, el cocinero Jorge Siqueff Febles, supo combinar los convencionales huevos estrellados con la tortilla tostada de los populares Panuchos y una salsa de tomate frito, salpicados de jamón, queso amarillo, chícharos y tiras de plátano macho que endulzan la alegría salada del paladar.

O recordar la matanza de pulpos gigantes de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne, como preludio de la receta de Pulpos en su tinta. Nuestro autor nos revela haber leído esa obra de niño y releerla con gozo en la Colección Bruguera, no sin compadecerse de los colosales moluscos por más que alguno se llevara a un miembro de la tripulación del Nautilus al abismo del mar. Y con un sesgo de humor que solo puede ser posible en labios de un goloso de la comida del sureste, nos confiesa: “Siempre me pregunté cuál fue el destino de aquellos grandes trozos de molusco que quedaron desperdigados sobre la cubierta al término de la lucha. ¿Los devolverían al mar? ¿Se los comerían? Y en caso de que hubieran optado por lo segundo, ¿en qué forma? ¿En ceviche? ¿A la marinera? ¿En su tinta? ¿Al estilo campechano, como solía preparar el pulpo mi madre para ocasiones especiales?”

Así nos enteramos de un nombre tan dulce como Vaporcitos para un tamal sui generis, o el llamado Brazo de reina, platillo suculento que nos hace paladear la imaginación incluso antes de llevarlo a la boca. O de las consonancias de significado y circunstancia con la salsa picante Xnipek, que alude en su origen etimológico a “nariz de perro”, es decir, una nariz húmeda, tal y como queda la nuestra, perlada de sudor, después de probar esa ríspida y deliciosa salsa.

Otra delicia característica de la zona es la afamada Sopa de lima, celebrada por el mismísimo Borges durante su viaje a Yucatán en 1981. O el Mondongo Ministro, de regusto fuerte y textura chiclosa, a base de panza de res, un placer pecaminoso para estómagos bragados, cuyo gusto compartiría, nos dice Martín Briceño que lo pedía desde niño para sus cumpleaños, el personaje de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises de Joyce, quien “comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa”.

De este modo, entre recuerdos y evocaciones de otra época, se extienden en la mesa de la imaginación salbutes y pan de cazón, el sustancioso Frijol con puerco, el Alcaparrado, platillo predilecto del padre del autor, caldoso, aromático y exótico como el sabor de las alcaparras y el vino jerez que lo caracterizan. También se despliega el Poc Chuc de Tikul con sus tiras de lomito de cerdo marinado en salsa agria y asado a las brasas, que acompañado de una fresca horchata de arroz o de una helada cerveza “Elodia” para mejores señas, es el regalado premio después de un recorrido solariego por los sitios arqueológicos de Uxmal y Kabah.

En este recetario con las fórmulas de una gula pantagruélica que ha encontrado en la comida yucateca una de las formas de degustar el paraíso, se dan cita por supuesto la Cochinita pibil enterrada, el Chirmole o Relleno negro, el Chocolomo, los Mucbilpollos, el Queso relleno, nombres tan sugerentes unos como enigmáticos otros, que además con las sencillas descripciones y secretos maternos de su preparación, se antojan fáciles de hacer y nos invitan a probarnos como cocineros experimentales. Y así, ahítos de ese placer que resulta de comer y devorar terminamos reconciliados con el mundo y con nosotros mismos. Satisfechos por el momento hasta que otro platillo de la majestuosa comida yucateca nos despierte los apetitos de nuevo, como sugiere en su deleitable prólogo Mónica Lavín. Como sucede con este libro de memoria gastronómica y gula casi lujuriosa, que uno termina y vuelve a hojear para degustar platillos con la imaginación. Yo, que soy fanática de los sándwiches, solo eché de menos el Sandwichón, otro manjar de la región, que aún no tengo el gusto de conocer pero con el que me topé en internet al investigar para escribir estas notas. Así que, le pediré al autor que, en la siguiente edición, porque la habrá seguramente, incluya esa receta especial con los consejos del tesoro de secretos culinarios de su señora madre.

Cocina yucateca. Crónicas de infancia y recetas de mi madre es un libro que nos hace salivar, paladear y saber cuán cerca podemos tener el paraíso de nuestros labios.

AQ

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