Aquella Navidad, mamá me prometió que conocería a Santa Claus y así sucedió. Si algo tenían sus ojos verdes es que siempre decían la verdad. Mis amigas del colegio con las mejillas coloreteadas y los labios brillosos repetían que eran los papás quienes traían los juguetes. Cada año, al amanecer, me esperaba el regalo que había pedido, por eso no dudaba de su existencia. Nunca me faltaron las muñecas o el juego de té y cuando los pechos comenzaron a crecerme y las caderas se abrieron como jugosa fruta partida, llegó la bicicleta Vagabundo de dos ruedas.
Aquel domingo de diciembre, comenzó como siempre a las siete de la mañana. Era el día de descansó de mamá y por eso pasamos cada minuto juntas para recuperar todas las horas de la semana que no nos habíamos visto por su trabajo en la oficina. Entró a mi habitación rosa con la bandeja del desayuno y cuidadosa la acomodó en la cama. Me preparó un licuado de avena con frutas y panes tostados con crema de maní: a tus diez años necesitas alimentarte, porque pronto te convertirás en mujer, repitió en varías ocasiones con dejo nostálgico que tiñó de gris sus palabras. Para mí, ser mujer, significaba compartir los vestidos, el labial naranja con el que solía alegrar su sonrisa y los tacones de aguja que repiqueteban a su llegada, pero ella cambiaba su expresión cada vez que recordaba que yo me convertiría en mujer. Mientras desayunaba, su mirada verde se extravió por los resquicios de las cortinas, a veces se quedaban fijos sobre el plato de la sopa pero, esa mañana, sus ojos se posaron en el jugo de naranja y cambiaron a ámbar; así se ponían cuando algo le preocupaba. De lo que yo estaba segura era que, del color que fuera su mirada, ella siempre cumplía su palabra, por eso, cuando me dijo que en la noche Santa Claus vendría a la casa, le creí.
Esa mañana, me dejó reposar en la cama mientras ella preparaba la pasta y la pierna horneada que cenaríamos las dos. Si quería conocer a Santa Claus, debía estar alerta a la medianoche. Yo estaba nerviosa, quería tocar a ese hombre regordete vestido de rojo, acariciar sus barbas blancas, picarle la panza a ver si era de verdad para decirle a mis amigas que Santa Claus estuvo en mi cuarto, que el rosa de la paredes quedó del color de su atuendo con su presencia. Mi mamá advirtió mi inquietud y para tranquilizarme me dio a tomar un té de tila y preparó el agua de la tina con pétalos de rosa y miel para darme un baño; dijo que debía lucir bonita para Santa Claus. Me sumergí en el agua tibia y me entretuve haciendo trocitos los pétalos de muchos colores hasta dejarla salpicada de confeti. El aroma dulce llenó mi olfato y trajó a mi memoria los merengues de los pasteles de mis fiestas de cumpleaños, a veces amarillos, rosas, azules o de todos los colores. Cada año fue de uno distinto. Untó en mi cabello una crema que ella misma preparó con aceite de almendras y pachuli. Pasados treinta minutos me puso de pie y con una esponja humedecida de gel, lavó mi cuerpo y frotó con especial esmero entre mis piernas. Luego abrió la ducha para enjuagarme. Con la piel seca me dio un ligero masaje del cuello hasta los pies con una mezcla de esencias perfumadas que ella usaba. Me ayudó a colocarme los calzones por primera vez ceñidos y un camisoncillo violeta de encajes que dejaron mi piel pálida. Era el color que ella siempre usaba cuando iba a cosas importantes y claro, conocer a Santa Claus era todo un acontecimiento.
Cuando a lo lejos se oyó la última campanada que anunciaba la Misa de Gallo, se abrió la puerta de mi habitación. Las paredes aún destilaban el aroma a rosas y miel. El marco no dejaba ver a Santa Claus por completo, era tan gordo que de frente nunca hubiera entrado. Me pareció escuchar la voz de mamá que dijo: la niña espera. Ella también lo conoció de pequeña cuando mi abuela le concedió el deseo, por eso sabía que era real. Con una mano en el ancho cinturón negro con hebilla de oro y la otra cargando un pesado costal en la espalda, dijo mi nombre. Luego se puso de lado y atravesó la puerta que mamá cerró despacito. Cuando llegó a mí sentí su mirada intensa, fría como el polo norte donde vivía con los duendes. Inclinado, con lentitud, abrió el costal con sus manos blancas enguantadas y fue extrayendo los regalos que había pedido en mi carta. Lo miraba asombrada. Él, de cuando en cuando, decía palabras que se quedaban atrapadas en sus espesas barbas.
Cuando terminó de sacar todo, con dificultad se puso en cuclillas, extendió sus largos brazos y me atrajo a su pecho; yo también lo abracé con fuerza, quería que mis amigas estuvieran en ese momento y dejaran sus burlas. El último regalo fue una frazada suavecita roja con caras de renos que extendió sobre mi cama. Asentó su reloj en la mesa de noche con la carátula de frente a él, como si no quisiera extraviar el tiempo y se recostó. Con un ademán me llamó y me acostó a su lado. Llevó mi mano a sus barbas; tocarlas cosquilleó mi cuerpo. Sus pelos hirsutos punzaban la punta de mis dedos. Su panza desbordada hizo que se desabrochara el cinturón, por eso pude tocar su ombligo. ¿Quién iba a creeme que metí mi dedo en el ombligo de Santa Claus mientras acariciaba mi cabeza? Tampoco nadie iba a creerme que Santa Claus fuma puro.
El sobrepeso afectaba su respiración y en ocasiones parecía asfixiarse, por eso me pidió que fuera abriendo uno a uno los botones negros de su saco rojo y pude ver la prolongación de su barba en su pecho. Sentí el impulso de enroscar mis dedos en esas hebras nevadas y deslizar mi mano como en una montaña. Cuando al otro lado de la puerta se oyó la voz de mamá, de un impulso se levantó de la cama y mágicamente volvió a quedar vestido como Santa Claus. Salió de mi cuarto con la misma dificultad con la que entró.
Mientras me quedé emocionada abriendo mis regalos, Jo Jo Jo rebotaba en las paredes del cuarto de mamá.
AQ