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Viajar sola

No es casual haya ganado el Nobel una autora que escribe sobre sí misma en el contexto de la cuarta ola feminista y del boom editorial de la autoficción.

La poeta Jennifer Wong en St. Andrews. (Foto: Natacha Lee)
Liliana Chávez
Ciudad de México /

“Para ahorrar vergüenza a la especie humana, existe aún otro género de mujeres: las fuertes, las obstinadas… las libres”.

Rosario Castellanos, Juicios sumarios II, 1984.


“Es una gran responsabilidad… dar fe, no necesariamente respecto a mi escritura, pero dar fe con exactitud y justicia sobre el mundo”.

Annie Ernaux en entrevista para Sveriges Television, 2022.


Dos mujeres poetas de voz suave, como de murmullo, toman turnos para subir al podio y leer seleccionados fragmentos de su obra a un grupo de académicos reunidos una lluviosa noche otoñal en el Parliament Hall, un salón del siglo XVI cuyas paredes de madera están decoradas con grandes retratos al óleo de los rectores de la Universidad de St. Andrews. Las miradas masculinas en blancos rostros —tanto del público como de los retratos— son mayoría, pero Jennifer Lee Tsai y Jenny Wong tienen la palabra y eligen poemas que nos cuentan sobre ser ellas.

¿Qué tuvo que pasar para que estas dos poetas leyeran sus poemas esa noche en la tercera universidad más antigua de Reino Unido que, como todas, originalmente no admitía mujeres? ¿Qué tuvo que pasar en el mundo para que esos poemas que estas mujeres pudieron escribir y luego eligieron leer nos cuenten sin concesiones sobre identidades femeninas híbridas, fragmentadas, nómadas? Lo pienso desde mi lugar en ese antiguo salón, como académica invitada a este evento público al que pocos pueden, sin embargo, acceder. ¿Qué tuvo que pasar en mi propia historia familiar y en la de mi lado del mundo para que yo pueda una noche de frío otoñal escuchar a dos poetas que me cuentan sobre lo que tuvo que pasar en su historia para estar también aquí? Todas, aquí, tan lejos de casa y a la vez en casa.

Pienso todo esto mientras escucho el poema “Yellow woman” (“La mujer amarilla”) que Lee Tsai ha escrito inspirada en teóricas feministas francesas. Para reflexionar sobre las múltiples identidades femeninas mezcla los caracteres chinos aprendidos en casa con la lengua inglesa aprendida en la escuela. Alguien quiere saber por qué, por qué no puede solo escribir en inglés o solo en chino. Y ella no tiene respuesta. Para escribir poesía no se requieren respuestas. Y entonces recuerdo esos poemas de Gloria Anzaldúa donde mezcla sin aparente lógica el inglés y el español. Ella también escribía en un idioma distinto al de sus padres; ella también leía teoría feminista para tratar de entenderse. La memoria individual no puede dejar de ser colectiva.


“Por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los distanciamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal” la escritora francesa Annie Ernaux ganó el Premio Nobel de Literatura 2022 la semana pasada. El número de mujeres premiadas aumentó a 17 (de las 117 personas galardonadas desde 1901). Proveniente de un país con 16 Nobel de Literatura, Ernaux es la primera mujer en ganarlo. Agrego el dato local para los curiosos de las estadísticas: en lengua española solo ha ganado este premio la chilena Gabriela Mistral en 1945.

Quizá no es casual que gane una autora que escribe sobre sí misma en el contexto de la cuarta ola feminista y del boom editorial de la autoficción, ¿pero quién no escribe sobre sí mism@? Solo que no tod@s ganan El Premio. Me entero de la noticia mientras preparo mis clases sobre Rosario Castellanos, en específico sobre su novela de inspiración autobiográfica Balún Canán, publicada en 1957, cuando aún pocas mujeres en México se atrevían a escribir sobre su propia historia. Castellanos —quien por cierto también admiraba a escritoras francesas, como Simone de Beauvoir y Simone Weil— fue criticada por contar en primera persona con la perspectiva de una niña (lo cual en realidad era innovador en las letras mexicanas). Porque entonces hacer crítica literaria en México consistía en definir bandos de amigos y enemigos, en señalar sin mucha justificación teórica quién tenía “cualidades” literarias y daba la casualidad que las mujeres no solían tenerlas. ¿Quién podría interesarse en escritoras que contaban experiencias nimias sobre su vida doméstica y sentimental? El propio esposo de Castellanos, de cuyo nombre no quiero acordarme, se jactaba de no haberla leído.

Para contar es necesario hacerlo en los dos sentidos que la RAE da a la palabra: referir un suceso y numerar las cosas. Al narrar nos incluimos en una historia mayor, somos parte, contamos, aunque aún seamos minoría en las listas que importan. ¿Qué tiene aún que pasar para que (nos) contemos? Pienso, por ejemplo, en las memorias de Elena Poniatowska y su confesión sobre el abuso sexual sufrido cuando era joven, ¿qué tuvo que pasarle a ella, al país, a las mujeres en el mundo para que esa historia, por fin, contara?

En las razones que da la Academia para otorgar el Nobel de Literatura se repite la palabra “coraje”. Sí, definitivamente, se necesita coraje para contar. Contar una historia en primera persona del femenino en un mundo para nada neutro. Pienso en otras autoras mexicanas que también han escrito con “coraje” sobre su propia vida en memorias, autobiografías, autoficciones o cualquier otra etiqueta que se prefiere al de “novela”. La lista va en aumento: de Elena Garro con sus Recuerdos del porvenir a Margo Glantz en Las genealogías, Valeria Luiselli en su Desierto sonoro, Guadalupe Nettel con La hija única y Rosa Beltrán en Radicales libres. Sin embargo, al contrario que en el caso de Ernaux, aún es difícil encontrar autoficción femenina no-burguesa en español. Porque para escribir no solo se requiere talento, sino una buena educación —formal y sentimental— y tiempo, mucho tiempo no remunerado. ¿Qué tiene que pasar para que cuenten, también, otras historias? Tenemos que contar también con otros mundos, como los que están contando Cristina Rivera Garza, Fernanda Melchor o Brenda Navarro.

Contar tiene también otra definición: “poner a alguien en el número, clase u opinión que le corresponde”. En el prólogo a sus Memorias de una niña gitana, la escritora española fallecida el año pasado Almudena Grandes argumentaba que si se dividiera la literatura entre masculina y femenina sería una clasificación inofensiva, pero el problema en realidad es que se suele separar a la literatura femenina de la literatura a secas, es decir, la que cuenta. Pensaba en Almudena y sus cuentos protagonizados solo por mujeres cuando hace unas semanas asistí a otra velada poética, la de su viudo, el poeta Luis García Montero. Al tomarnos la fotografía del recuerdo, de espaldas al edificio principal de la universidad, me di cuenta de que entre aquel grupo de académicos y representantes del gobierno español que posamos al lado del poeta, yo era la única mujer. Imaginé entonces que si Almudena Grandes viviera hubiera acompañado a García Montero en el viaje, como solía hacerlo, y algo hubiéramos comentado en ese momento y la complicidad haría más llevadera la excepción.

​AQ

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