I
Cuando empezó todo este desastre del jodido virus, me encontraba a punto de someterme a una operación de la nariz, por un estúpido tabique chueco, en el hospital de Neurología y Neurocirugía. Fue una septoplastia muy necesaria, según mi doctor, pues desde siempre, y cada vez más, se me dificulta respirar y dormir bien; Y aunque estuvieron a punto de cancelarme la cita, mi amable doctor me hizo el paro y procedió con la cirugía, advirtiéndome, vía teléfono celular, que si no lo hacíamos de volada, o sea al día siguiente, ya podía olvidarme de todo, pues el hospital se preparaba para la cuarentena, para recibir cientos de contagiados, y detendría sus funciones normales para atender la crisis, de modo que cualquier intervención quirúrgica irrelevante y de rutina como la mía, quedaba fuera de vista. No pude negarme, por la extrema amabilidad de haberme reservado un tiempo en el quirófano, esa mañana de marzo, en que ya entraba en vigor la fase 2 de la contingencia, derivada de la pandemia nuestra de cada día.
Los tiempos oscuros ya se anunciaban, ominosos, en el atardecer radioactivo del horizonte, con fanfarrias y trompetas celestiales, entre nubarrones tóxicos. La alerta comenzó con toda la fuerza de los megáfonos virtuales, en todos medios de comunicación masiva, incluidas las mentadas redes sociales, refocilándose en su papel de nuevos amos de una verdad tergiversada, y conformando todos una campaña de publicidad casi militar, nunca antes vista, con la decidida pretensión de concientizar a la población, pero remixeada con una buena dosis de histeria colectiva, mientras la ciudadanía se deslizaba lentamente hacia un negro porvenir.
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Y las autoridades, melindrosas pero inefables, igual que yo, cedían a la presión internacional y se preparaban para acatar las indicaciones de la ciencia médica globalizada, los terroríficos estudios y predicciones de epidemiólogos expertos en un mal desconocido hasta ahora. Todos ellos emanados de los hospitales y las universidades en países donde el virus ya comenzaba a devorar vidas inocentes, y a corromper el tejido social de dichas poblaciones, desde China hasta Europa, cruzando el Atlántico en cuestión de días, hasta los Estados Unidos de Norteamérica y luego México, tomando por asalto a Ecuador con consecuencias tan devastadoras, que las imágenes provenientes de esa nación parecían increíbles.
Fue en ese contexto que le sugerí a mi novia, Karen Lizama, que me acompañara a ver una de mis películas favoritas: el temible Séptimo sello, una de las obras emblemáticas de Ingmar Bergman, y del cine “de arte” per se. Desde luego fue mi padre, el laureado escritor don José Agustín, quién durante mi infancia me inculcó el amor por el cine de Bergman, y particularmente por esta película, donde la peste, la guerra, el hambre y la muerte, son los protagonistas subliminales.
La Muerte, de hecho, es un personaje físico en la película, interpretada por Bengt Ekerot, sin ningún maquillaje o efecto especial, sólo una mortaja negra cubriéndolo casi por completo y su rostro intenso y expresivo. Su contraparte es el recién fallecido Max von Sydow, actor fetiche de Bergman y el antihéroe del filme, Antonius Block, quien se disputa un juego de ajedrez con la Parca. Apostando su vida, intenta prolongarla un poco, para llegar hasta la mujer que abandonó en un castillo europeo, hace años, antes de irse a pelear a medio oriente en las inútiles Cruzadas. En un camino plagado por la peste bubónica, y en país arrasado por el caos, observa cómo su fe se derrumba, sin hallar consuelo en los dogmas divinos. Sin embargo, persevera, con sus últimas fuerzas, en el intento de realizar algún acto de bondad suprema; se aferra a su buena voluntad, y pretende hacer el bien, aunque sólo sea una vez, como un verdadero caballero andante y quijotesco, para así, quizás, ser agradable a un Dios cruel e indiferente, pero sobre todo a sí mismo.
Uno de los momentos clave de la película es el monólogo del monje loco, un pregonero apocalíptico, que dirige una procesión de almas en pena, un desfile grotesco de apestados y fieles, sacerdotes trasnochados y devotos ciegos que vagan errantes, flagelándose y arrastrando pesadas cruces. Se lamentan de pueblo en pueblo, advirtiendo a los pecadores que el Fin ha llegado, y el advenimiento de las Escrituras según San Juan es inminente, pues ya retumban en el cielo las siete trompetas llamando al Juicio final. Van por los caminos, alimentando a las ratas que los siguen, con la sangre infectada que brota de sus propios latigazos, pues aquellos mismos que predican y rezan para salvarse de tal destino, portaban el virus de la Peste, y así lo transmitían de nuevo a los humanos, perpetuando el mal en un círculo vicioso de parásitos despiadados e insaciables, contra anfitriones inconscientes y perfectamente inadvertidos, mientras deliraban con supersticiones macabras y oscurantistas. He aquí ese monologo del cura:
“¡Dios nos ha sometido a un Juicio condenatorio! Todos seremos entregados a la Muerte Negra, todos los que están allí, mirando sin ver, oyendo sin oír, como espantapájaros… Y vosotros gordos como cerdos, ¿no sabéis que ha llegado vuestra última hora?... La veo, la Muerte está a vuestra espalda, os mira amenazante, lleva su guadaña, la esgrime ahora sobre vuestras cabezas con su filo aguzado. ¿A cuál de vosotros cegará primero?, a ti, infeliz, que muestras la estúpida expresión de un pavo y quisieras apartar de ti este tremendo cataclismo… ¿sabes si al atardecer, habrás dado tu último graznido?, y tú, mujer, amasijo impúdico de pecado e inmundicia, ¿no te apagarás con el ser que late en tu seno antes de que amanezca? Y vosotros, que solo pensáis en cebar vuestra carne embotada de gula, ¡¿pensáis que seguiréis emporcando la tierra con vuestro sucio estiércol?... ¡No, sabedlo todos!, necios y locos: Todos moriréis. Hoy, mañana, aquí mismo, ahora. Porque todos habéis sido condenados por Dios a la Peste Negra. Estáis Malditos, todos, ¡Malditos, malditos!”
Esta clase de advertencias y condenaciones, se han vuelto muy comunes hoy en día, en que el Virus de la Corona se ha desatado por el mundo, y a todas luces se asemeja con la ruptura de uno de los sellos profetizados por San Juan en su temido Apocalipsis, la historia sacra del retorno de Jesucristo como un juez y verdugo implacable.
II
Los escépticos y no creyentes saben que durante la historia de la humanidad ha habido miles de supuestas señales para anunciar el fin del mundo, y que todas ellas fueron sólo alucinaciones de fanáticos y supersticiosos, quienes a su vez tildan a los no creyentes de herejes y soberbios, por creer más en la ciencia que en la “palabra de Dios”.
Ambos consideran ignorantes a sus adversarios, cada uno por razones y dogmas muy diferentes. Pero, entre líneas, se puede ver que, en todo el mundo, la conciencia de la humanidad ha sufrido un sobresalto, un susto difícil de sacudirse, y aun cuando se busque refugio en la ciencia o la religión, no hay mucho consuelo en los viejos argumentos de una discusión que lleva siglos. Se percibe una inquietud entre buena parte de los terrícolas, se intuye que todos escuchamos pasos en la azotea de la Tierra, es el desasosiego por la pandemia global.
III
En su canción “El futuro”, Leonard Cohen advirtió que en nuestro porvenir, el caos se apoderaría de las sociedades “modernas”.
Así lo dijo: “He visto el futuro, nena, prepárate, es una masacre” (“Get ready for the future: It is murder”), y también agrega: “Todo se va a deslizar en todas direcciones, no será nada que puedas medir ya. La tormenta de nieve ha cruzado el umbral sin retorno, y ha derrocado la orden del Alma”.
Como se puede escuchar, Leonard también tenía sus delirios de profeta, pero la verdad es que no se necesita ser San Juan, Sherlock Holmes, o “Nostragamus”, para ver que el supuesto progreso capitalista ha orillado a la humanidad en su conjunto al borde del abismo, nos lleva directo al infierno, a la autodestrucción.
El nuestro es un desarrollo no sustentable, dirían los biólogos, y al parecer, ya se nos acabó la gallina de los huevos de oro, debido a la explotación indiscriminada de la riqueza natural, y la explotación del hombre por el hombre. El mundo es propiedad de un puñado de privilegiados, que esgrimen sin piedad su poder contra la población en general, también adormecida por sus propias limitaciones mentales, mientras se implementan formas de control social que rayan en el fascismo institucionalizado.
En mi ciudadela, Cuautla, Morelos, se ha advertido a la población que se le puede arrestar hasta por 36 horas si sale a las calles por tercera vez, sin dirigirse a comprar alimentos, nada más, pues supuestamente ya prohibieron la venta de alcohol, porque nos baja las defensas, y son tiempos como de guerra. Pobladores han amenazado con quemar hospitales si ingresan enfermos de covid-19.
En Colombia hay protestas contra toques de queda, en Brasil también. Pero mientras este reino se derrumba frente a nuestros ojos desorbitados, de nada nos sirve comprobar que teníamos razón en prever un desastre de estas proporciones. Como todos, quisiera evitarnos más sufrimiento, alejar de nuestras bocas este cáliz, pero sin llegar a la ley seca, de perdida guardar una botella de vino para la última cena.
Y a veces quisiera que todo volviera a la aberrante e injusta normalidad en que vivíamos, para terminar con esta zozobra, y escapar de la cuarentena, antes que incluya toque de queda, y declarar la Libertad para todo el Pueblo, y que liberen a todos los animales del zoológico (como en Doce monos, del maese Terry Gilliam, otra clásica sobre el tema de las epidemias mundiales).
Pero no. “Hágase tu voluntad”, me repito a mí mismo, como loro enjaulado, pues tal es mi mantra de emergencia, y proclamo a todo el reino: Que pase lo que tenga que pasar, yo brindo desde aquí por la vida que aún sigue libre, ¡y por el futuro de la humanidad, salud!
ÁSS