Mi nuevo inquilino es albino y me ha regalado una corbata y una camisa blanca sin mangas como símbolo de nuestra despedida. Creo que quiere convertirme a su religión. O quizá sólo es un obsequio desinteresado, un presente que está dentro de sus posibilidades, las cuales, por ahora, no son muchas. Mi nuevo inquilino, además de albino, es testigo de Jehová. Hace tres días lo dejé pasar a mi casa y desde entonces no ha vuelto a salir. Quedó atrapado aquí en el Segundo Gran Confinamiento. Le digo que no puede salir, pero alega que ya ha tenido suficiente del encierro mientras fuma un cigarrillo de mariguana. Mi nuevo inquilino, además de ser albino y testigo de Jehová, es un adicto.
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Dice que no le teme a la Brisa Coreana sino al coronavirus. Le digo que ese virus ya está controlado y en el pasado, que lo de hoy es la nueva ventisca infecciosa que proviene de Asia. “Ése sí es un invento, replica, tenemos espías en Sinim y Corea del Norte”. Tengo que revisar en mi teléfono mientras aspira a su cigarrillo. Sinim = China. “El coronavirus simboliza la cruz coronada, hermano. Quien se enferma del covid-19 en realidad está siendo juzgado por el dueño de la corona: Cristo Rey”, dice y el humo que sale de su boca me pega en la cara. Sus mejillas son más transparentes y noto algunas de sus venas.
Pero, ¿tú por qué temes? Predicas su palabra, ¿no es suficiente?
Soy mariguano, carnal. Papá dice que no está bien.
Me gusta hablar con este joven incoloro. Quedamos atrapados aquí, en esta casa antigua que se siente cada vez más enorme y cada día más parecida a una gruta desde que Madre murió. Antes, este agujero de concreto olía a fruta fresca, a cebolla acitronada, a consomé; hoy sólo despliega ese perfume a ropa sintética recién comprada. El olor viene de su habitación. Un cuarto repleto de cajas de zapatos de marca Andrea y Flexi y Price Shoes. Mamá tenía un negocio de venta de calzado por catálogo. Sé que suena a la prehistoria, pero mi vieja, hasta hace unos meses, vendía un montón de zapatos, botas, botines, zapatillas, mocasines, sandalias y pantuflas, usando el teléfono y enviando un catálogo que yo mismo llevaba a sus clientes.
Gracias a ese negocio, esta casa estaba viva y repleta de personas diariamente. Una señora en la cocina horneando galletas, otra hurgando en el refrigerador, otra echándose una siesta en el desvencijado reposet de papá, otra en el patio, fumando a espaldas de su marido, y otro cúmulo, nada menor, de doñas prestándole atención a Madre, quien hacía demostraciones de su calzado en un rotafolio decorado con las ampliaciones de las piezas de temporada. Pero ahora sólo estamos este mariguano-predicador-albino y yo.
El abandono que rebosa en mi orfandad produjo el impulso. Invité al predicador a que pasara. Pensé que, además de paliar mi soledad un rato, podría comprar una caja de zapatos de la vieja habitación de mamá. Miré sus pies y los blucher se veían bastante gastados de tantos kilómetros recorridos jodiendo la tranquilidad de las personas. Creí que en mis venas corría esa furia de mercader que resaltaba en la personalidad de la vieja. Pero no fue así. Soy un pusilánime de la mercadotecnia. No pude persuadirlo para que se hiciera con un par de zapatos nuevos. Por el contrario, terminé compartiéndole mi comida.
Devoró la mitad del arroz que había preparado y arrasó con el agua de mango. No bien se limpiaba los bigotes cuando nos timbró el celular a los dos. Era una grabación: “¡Alerta! ¡Alerta! ¡Entra ahora mismo a cualquier lugar y no salgas! ¡Guarécete! ¡Esto no es un simulacro! ¡Repito! ¡Esto no es un simulacro! ¡Protégete! ¡Da asilo a quien lo necesite! ¡Repito, esto no es un simulacro! Mira el televisor. Escucha la radio”.
Encendimos la pantalla y, en efecto, en algunos canales repetían la grabación perturbadora y en otros se podía ver al presidente explicando la razón del confinamiento urgente: la lideresa de Corea del Norte+Sur había iniciado un ataque biológico contra los Estados Cibernéticos Unidos y la volatilidad de las bombas bacteriológicas se dispersarían hacia los países cercanos. Por supuesto que T-RU-MP 27 (el presidente cyborg, mitad restos del cuerpo de Donald Trump y mitad proyecto Microsoft) respondió el ataque esa misma tarde, golpeando con SARS- Čapek 2.6 (un virus recién salido del horno) a la ciudad de Pyonyang.
El mundo parecía venirse abajo con el tercer capítulo de la Guerra Mundial: Bichos Invisibles. El testigo de Jehová tuvo que quedarse a dormir porque el Nuevo Estado Militar Mexica había ordenado el encierro total de manera inmediata. A la mañana siguiente, los países en conflicto hacían las paces. La palabrería burocrática en la reunión que había organizado la ONU de última hora en Singapur podía ser traducida de la siguiente manera: “Lata Inservible, tu padre habrá quedado de acuerdo con mi hermanito de desnuclearizar la península, pero no hemos hablado de la desbacterialización. Tenemos muchas sorpresas biológicas si metes tus narices en lo que no te incumbe”.
La tensión parecía descender porque el programa semántico del ejecutivo norteamericano carecía de cierta sofisticación y no captaba el doble sentido ni las figuras retóricas de sus interlocutores. Sin embargo, las indicaciones nacionales de guarecerse de la Brisa Coreana fueron tajantes y militarizadamente obligatorias. Le dije al joven predicador que podía quedarse unos días más y aceptó de buena gana porque, por otro lado, según me informó, detestaba a su familia y le caerían muy bien unas vacaciones de la dictadura milenarista. Al parecer, entre él y sus padres hay una discusión constante sobre la aparición de la mariguana en la Biblia. Los señores aducen que, si bien es cierto que la palabra LSD, cocaína, heroína y mariguana, no aparecen nombradas en el Gran Libro, hay pautas transparentes para que las evites. El joven afirma, convencido en su inocente blancura, de que la palabra Polvo de Ángel debe estar escrita por ahí y no parará hasta encontrarla para fastidiar a sus viejos.
En fin, han pasado ya tres días del Segundo Gran Confinamiento y mi nuevo inquilino ha decidido marcharse porque asegura que el Apocalipsis no puede ser engendrado por los chinos ni por los coreanos ni por ningún otro asiático. Me alarga su camisa y su corbata. Se pone una camiseta que le he donado. Se enfunda unos guantes, se embarra un montón de gel antibacterial, se coloca el cubrebocas y se acomoda las gafas sobre su nariz. ¿Sí sabes que no necesito los lentes oscuros porque me lastime el sol como todos piensan, verdad? Asiento y sonrío. Claro, es por grifo. Cada uno de sus ojos, como una bandera japonesa, ha de ser un punto rojo al centro de la sábana blanca que es su rostro. Lo veo avanzar por el porche, abre su sombrilla y sale a la calle, pisa el suelo con unos choclos casuales marca Kangaroos del mismo color de su cabeza, luego se pierde en la jungla de bacterias flotantes.
Perfil.Franco Félix
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