Dudo mucho, como aseguraba Byung-Chul Hal en su ensayo para El País, que el coronavirus represente el fin del capitalismo. Aunque creo que cambiarán muchas formas, sobre todo las de relacionarnos, dudo que el virus atente contra los modos de producción y termine por ser la puntilla del mundo consumista que se mantiene en una rara faceta de pausa. Me temo que los canales venecianos volverán a empantanarse y que el CO2 volverá a cubrir la atmósfera con la nata de mierda que gravita en el aire.
Como si de pronto un marciano hubiese llegado a la tierra, como si en verdad el huevo de Godzilla se rompiera, así el virus ha representado un golpe de realidad del que aún no encontramos cómo salir. El coronavirus es el monotema que acapara todas las noticias en todos los medios de comunicación y nos mantiene encerrados en casa —a quienes podemos darnos ese lujo en un país como México— con la duda de qué pasará.
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En su manifiesto La utilidad de lo inútil, el filósofo italiano Nuccio Ordine dibuja una cartografía espléndida sobre la inutilidad del arte como valor incalculable en el presente utilitarista y neoliberal que habitamos. Ese tiempo que el virus ha puesto en tela de juicio. Ordine vuelve a encontrar un pretexto —como lo debe de tener siempre— para leerse.
Obligados a caminar nuestros hogares en cuarentena, obligados a no salir para evitar propagar más la cadena de contagio del covid-19, muchos líderes mundiales han recordado que la música, la literatura, las visitas virtuales a museos, etcétera, pueden ser una escapada a la monótona rutina de los próximos días. Pero más allá de ello, en la imaginación de las artes se dibuja el inmenso campo fértil para que germinen las posibles explicaciones de todo lo que está pasando. Allí, en ese territorio intangible y necesario, está la fantástica posibilidad de leernos al mismo tiempo que tomamos distancia de nosotros mismos.
El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, decretó otros quince días de acuartelamiento en un país en el que se registran miles de muertes y se tardará todavía más en restablecer una rutina cotidiana. No volveremos a la realidad que conocíamos, precisamente, porque mucho de ella es lo que estaba jodido. En ese mismo discurso aprovechó algunos segundos para aplaudir a las editoriales, los museos y los artistas que se acercan en una incansable labor por medio de la pantalla para ayudar a solventar esta tragedia.
Uno de los centros de convenciones más importantes de Madrid, IFEMA, hoy es un improvisado hospital en el que se buscará salvar las vidas de los miles de infectados que se siguen contagiando mientras se escriben estas líneas.
Hace pocas semanas, en el mismo hangar en el que ahora se acomodan las camas, se celebró la feria de arte contemporáneo ARCO. Los inaccesibles precios de las obras delimitaron —como suele suceder en ferias de arte contemporáneo— una abismal distancia con la mayoría de sus visitantes. Al presentarse la paradoja entre los precios de ARCO y el manifiesto de Ordine, me pregunto: ¿qué lugar puede tener el arte en este momento?
En no pocas aulas de estudios estéticos se suele hacer la pregunta sobre qué se salvaría si algún importante museo estuviese en llamas: la Mona Lisa o a un bebé que llora por auxilio. Parafraseando al director de cine Jean-Luc Godard, aquel que elija el cuadro no tiene ni idea del arte.
En ese territorio, la sentencia de Godard y el recorrido de Ordine abrazan el mismo argumento: las artes, afortunadamente, gozan de inutilidad.
En el primer tiempo del manifiesto, Ordine teje un recorrido en el que se apoya de muchos momentos para encontrar la Útil inutilidad de la literatura. El Quijote, los ensayos de Montaigne, el juicio de Shylock en El mercader de Venecia, la Epistulae ex Ponto de Ovidio, la Critica del juicio de Kant, son sólo algunas de las islas que Ordine visita para defender su punto.
Ordine cita a Ovidio, quien le explica a su amigo Aurelio Cota Máximo Mesalino por qué escribe poesía con la siguiente idea:
“Por más que te esmeres en encontrar qué puedo hacer, no habrá nada más útil que estas artes, que no tienen ninguna utilidad…”.
Poco antes de morir, David Foster Wallace fue invitado a dar el discurso de graduación para los alumnos del Keyton College. El escritor narró el encuentro de dos jóvenes peces con otro pez viejo que venía nadando en dirección contraria a la suya. “Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?”, preguntó el viejo a los jóvenes que siguieron su ruta para después detenerse y preguntarse: “¿Qué es el agua?”
La pregunta sobre el agua enmarca la posibilidad que puede manifestarse en lo artístico. Detenernos, sin interés alguno y reflexionar sobre la libertad, el amor, la justicia, la solidaridad, la enfermedad, o el bien común. El momento que Foster Wallace regaló a los graduados, afortunadamente, no se puede cuantificar en los monitores de las bolsas de valores mundiales. Las artes no son un antídoto ni respuesta frente a la crisis que atravesamos, pero sí una bisagra que nos permite ser nosotros mismos: recordar y preguntar(se) quiénes somos.
ÁSS