Hernán Cortés y Moctezuma: el poema imposible

Poesía en segundos

¿Por qué ningún poeta ha sido capaz de pintar y comprender ese gran momento del 8 de noviembre de 1519, cuando Cortés y Moctezuma se vieron cara a cara?

Cortés y Moctezuma se vieron cara a cara el 8 de noviembre de 1519. (Archivo)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

En los últimos años han surgido nuevos retratos de Hernán Cortés y de Moctezuma. Ya no son simplemente los villanos de un cuento malhadado: ni el atroz civilizador de un sangriento edén naíf ni el rey nativo acobardado ante lo desconocido.

El gran tratado biográfico de José Luis Martínez sobre el conquistador de México y, necesariamente, sobre el príncipe mexica, ha favorecido lecturas minuciosas y diferentes. Éstas, si no encarnado, sí han reflorecido de manera especial en Cortés de Christian Duverger y en Cuando Moctezuma conoció a Cortés de Matthew Restall. Lo asombroso es que cada una de ellas nos da, de manera rigurosa, dos imágenes inéditas del capitán español y del tlatoani. En Duverger, Cortés aparece como la prefiguración del futuro mexicano por la decisión del propio extremeño de asumir, no solo el mestizaje, sino las formas mismas de Mesoamérica; y Moctezuma, como un jugador extraviado en su grave tablero movedizo. En cambio, en Restall, Cortés emerge como un dirigente abrumado, perdido, sin control de la situación y en manos de un Moctezuma astuto, resuelto y muy sofisticado.

Quién tiene la razón, no importa. Lo significativo estriba en que estos retratos nos permiten imaginar el poema prodigioso que nunca nadie escribió y que probablemente nadie escribirá. Los intentos del siglo XVI, aunque interesantes, son fallidos. Ni Terrazas, ni Guzmán, ni Zapata, ni Lasso de la Vega lo lograron en sus largos poemas en octavas reales. Tampoco, en el siglo XIX, lo consiguió Rodríguez Galván. Quizá los mejores poemas sean “La hora de Anáhuac” de Reyes y el “Cántaro roto” de Paz y, sobre todo, la visión dramática —simultaneísta— de López Velarde sobre Cuauhtémoc en La suave Patria.

¿Por qué ningún poeta ha sido capaz de pintar y comprender ese gran momento del 8 de noviembre de 1519, cuando Cortés y Moctezuma se vieron cara a cara, después de contemplarse como en un espejo en los mensajes, las embajadas, los regalos, las batallas y los dibujos hablados que recibían uno y otro? Al cruzar entre los volcanes, Cortés ve una ciudad de rascacielos en un lago y Moctezuma una hueste de destellos plateados y venados gigantes; después, al salir de Iztapalapa, Cortés observa una enorme calzada como una autopista y Moctezuma —o sus sacerdotes desde el teocalli— filas de ocho ciervos ciclópeos en el fondo; y, luego, al encontrarse en las puertas de México-Tenochtitlan, rodeados por una multitud silenciosa, el histórico, el mítico instante en que Cortés descabalga con sus botas de soldado y Moctezuma desciende de la silla con sus sandalias de oro. El español se acerca, con Malintzin detrás, al rey mexicano para abrazarlo; los señores mexicas impiden que lo toque... pero, en el desconcierto, Moctezuma acepta el abrazo y entonces sucede —Malintzin lo preside— el intercambio bello y cruel de diademas con flores y caracoles de oro por cuentas de vidrio. La ecuación del engaño y la majestad.

RP/ÁSS

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