1963
Ciudad de México
Calle Atlixco 34, Colonia Condesa
La memoria ha convertido mi infancia en una zona turbia. He vuelto a la hemeroteca para saber si algunos de mis recuerdos son inventados o en verdad ocurrieron. Esta recomendación le pertenece al escritor argentino Ricardo Piglia: en materia de creación literaria siempre hay que empezar por los restos, por lo que no estaba escrito, ir hacia lo que no estaba registrado, pero persistía y titilaba en la memoria como una luz mortecina.
Tengo frente a mí el viejo periódico Excélsior y he abierto mi laptop. Antes había que arrastrar la pluma durante horas para traer un trozo del pasado, ahora se puede copiar en la pantalla a través del teclado de la computadora. Fui directo a los periódicos viejos. A quienes nos hechizan las hemerotecas somos como ladrones capaces de vilezas grandes con tal de descubrir alguna noticia perdida entre el polvo de los anaqueles.
Me dicen que los tiempos han cambiado y que las sondas que se internan en el pasado se realizan por internet, los periódicos han sido digitalizados, pero no todos, ni los más necesarios. En mis tiempos, uno se empolvaba y corría el riesgo de pescar unos hongos raros en el pulmón y otros males respiratorios con tal de encontrar un periódico desconocido en un fondo reservado. Las hemerotecas son prolongaciones interminables de una realidad que no conoce final, un hecho lleva a otro y luego a otro, una vida desemboca en una trama de historias inasibles.
Eran los tiempos en que Carlos Denegri mandaba en la primera página del periódico Excélsior que dirigía Rodrigo del Llano con una columna escrita en la oscuridad del soborno y la injuria, dos rasgos que regían las relaciones entre el periodismo nacional y el gobierno. Mi padre afirmaba que Denegri era capaz de todo, sin excluir la difamación y el cumplimiento de sus amenazas abyectas.
En 1963, una extraña máquina atraía la atención de todo el mundo como un imán poderoso: la primera copiadora Xerox. Mientras hojeo el viejo Excélsior, tengo la impresión de que a principios de los sesenta a todas las cosas las envolvía un aura de novedad. Un grupo de periodistas y escritores buscaba las claves políticas de su tiempo. Ese impulso los sentaba cada semana frente a la máquina de escribir: Pedro Gringoire, José C. Valadés, Agustín Navarro, Pedro Ocampo, Rosario Castellanos, Miguel León Portilla. Me inquieta pensar que conozco el futuro de cada uno de ellos, sé cómo serán sus próximos cuarenta años e incluso, en el caso de algunos, cómo morirán.
10 de enero de 1963. Un anuncio nos informa que ya circula en México el primer coche Borgward de Alemania, totalmente fabricado en México. Paso revista al Valiant, al Opel, al Impala, pero no visualizo con claridad el Borgward. En cambio, sí recuerdo a los inmortales del espectáculo anunciados para esa noche en los teatros Iris y Blanquita: Carlos, Neto y Titino, La Sonora Santanera y Sonia López, Daniel Riolobos, Marco Antonio Muñiz, Luis Alcaraz, Rosa Carmina, Olga Guillot.
La cartelera cinematográfica anunciaba el estreno en el Palacio Chino de Cuando los hijos se pierden, con Julio Alemán y Gina Romand. El texto del anuncio prevenía: «¿Cómo llegan los jóvenes al matrimonio?».
He tropezado con un eco antiguo que resuena en el territorio de mi infancia: «El delicioso chicloso sabor chocolate te invita a ver sus series de televisión: Rin Tin Tin, Patrulleros del oeste, El niño del circo. Además, Ko-Ri te obsequia, por veinticinco envolturas y $3.50, un modelo de avión a escala Revell Lodela».
En la columna «Frentes Políticos» de Rogelio Cárdenas: «Treinta y nueve afortunados personajes de México figuran en la lista de invitados del licenciado Díaz Ordaz, candidato del pri a la Presidencia de la República, para acompañarlo en la tercera etapa de su gira de campaña electoral». En esa campaña terminó una época de México.
Informo rápido: el jueves 16 de enero de 1964, a las 20:30 horas, se inauguró el primer Hexagonal de la Ciudad de México con el partido Necaxa contra Partizán de Yugoslavia. El Necaxa saltó a la cancha con cuatro refuerzos. La alineación fue ésta: Ataúlfo Sánchez, Fu Reynoso, Peña, Majewski y Jáuregui; Romo y Evaristo; Del Águila, Etcheverry, Ortiz y Peniche. El resultado del encuentro lo guardaré sólo para mí. Voy a hacer una pausa. No se deben recordar tantas cosas de golpe y porrazo.
Vuelvo. Cosas que nunca entraron a la casa de Atlixco: los casimires Avantram («Elegancia y caída únicas»), los trajes Tempo de Men Lova («Tempo es viril elegancia en la moda masculina»), un Girard-Perregaux («El 73% de todos los certificados de observatorio calificaron a Girard-Perregaux como el mejor cronómetro del mundo»), el whisky VH («¿Le parece raro que haya un buen whisky que cueste menos que los importados?»), las llaves para encender el Dodge Coronet («El coche del momento»), la «bonanza asegurada» de 1964 según la primera plana del Excélsior del 2 de enero: «Comercio pujante; peso firme. Mil millones de dólares lo apoyan». La bonanza pasó de largo, no se detuvo en casa.
Los fantasmas deambulaban dentro de la televisión Admiral blanco y negro, un portento de aparato que nos siguió con la fidelidad de un perro departamento tras departamento. Me refiero al aura que cargaban las personas y los objetos en la pantalla. La antena, un gancho de metal para colgar la ropa y un cable transparente que compramos en una tlapalería y que nunca he vuelto a ver puesto a la venta. Uno de los sonidos que me atravesaba los huesos lo emitía el aparato en la madrugada, cuando todos dormían. Mi madre le llamaba nieve, lo más parecido a la nada puesto en la televisión.
Spielberg realizó con esa imagen una gran película: Poltergeist. El selector de baquelita se había roto y para cambiar canales usábamos unas pinzas para apretar tornillos.
El Canal 5 apenas emitía una señal débil a través de la cual adivinábamos Hawai 5-0, Mannix, Napoleón Solo. En el Canal 2, repetían la historia de Gutierritos en episodios diarios.
Una mañana mi papá encontró en el clóset unas acciones de Teléfonos de México y ese mismo día las vendió en la sucursal más cercana de la telefónica. En ese tiempo acompañé a mi madre a solicitar una línea de teléfono. El infierno, una fila larga de una hora. Hicimos un pago en efectivo, no manejábamos cheques ni de broma. Mi padre sí usaba cheques, todos sin fondos para soportar el pago. Los acreedores nos perseguían e incluso nos demandaban. Mamá me sentó en el mostrador mientras llenaba formatos. Al final, me dijo que en tres o cuatro meses tendríamos un teléfono en casa. Pasó el tiempo.
Un día, entraron dos hombres con un aparato envuelto en plástico. Un pesado teléfono de baquelita negra tomó su lugar en una mesa del pasillo. El cable daba para hacerlo llegar hasta la sala. Nos dijeron nuestro número: 52 21 15. Mi mamá tomó el auricular y discó seis números.
—¡Eva! Ya tenemos teléfono. Háblame para ver si sirve.
Su hermana le habló. Oí el timbre de nuestro aparato. Mi madre lo dejó sonar tres veces. Lo estaba probando. Mi mamá siempre probaba las cosas: la televisión, las llaves en la cerradura, la energía eléctrica e incluso los alimentos.
Siempre un trago de leche antes de llenar el vaso. Recuérdenlo, un trago antes del vaso completo de leche. Los lácteos se pudren con rapidez de espanto, nunca se sabe.
Si marco al 52 21 15, ¿quién va a contestarme? Suena que llama:
—¿Bueno?
— Soy yo, mamá.
—Es muy tarde, si vienes toma un taxi. ¿Hablas desde una caseta?
Se refería a una cabina desde la cual, con una moneda de veinte centavos, se podía establecer comunicación telefónica.
—Una caseta, sí. Ya voy. Espérame, no te vayas. Quería decirte algo que no te dije cuando vivías.
—Acá espero.
Estoy cerca de algo, pero no sé bien de qué, lo voy a averiguar.
Podría contar mi vida a través de los teléfonos que tuvimos en la casa familiar. Hablo de los aparatos de baquelita y disco numerado en el centro. Éste es un resto y titila en la memoria. Hablar a Alemania donde vivía mi hermano llevaba una semana, la conexión se establecía vía Roma, no me pregunten por qué. Cuando llegaba el día señalado, todos le gritaban al auricular y el eco impedía oír la respuesta.
—¿Cómo estás, manis? —Yo no contestaba. Fingía que no había escuchado.
Sólo se escuchaban las palabras que se repetían a lo lejos. El eco, ese sonido que busca una respuesta a destiempo.
Los teléfonos cambiaban de color. Uno blanco, más ligero, de plástico y con un cordón largo para llevarlo y traerlo dentro de casa. Mi padre hablaba desde las seis de la mañana. Durante mucho tiempo me desperté muy temprano y oía las conversaciones de mi papá con su jefe, Rubén Zuno Arce, cuñado del expresidente Echeverría. La obsecuencia, el miedo y el sometimiento con que mi papá contestaba derruían mi dignidad. Un hombre rudo como él vencido por un rufián.
Un día ya no se discaba en los teléfonos, se pulsaban teclas con números. En uno de esos aparatos mi madre daba noticias como aforismos: se acabó el dinero. El dinero siempre se acaba. O bien: puras mortificaciones, de eso se trata la pinche vida; o esto otro: mejor vete de la casa, contigo esto no es vida. Suena a telenovela. Monsiváis dijo que la vida es una telenovela sin patrocinador.
Ahora tengo un teléfono celular de última generación, pero cada vez hablamos menos. Todo se resuelve con mensajes mal escritos, sin puntuación, repletos de erratas. En una nube, dicen, todo se guarda, ésos son los restos donde titila la memoria como una luz mortecina. De eso hablaba Piglia. Escribo este mensaje: nada se va del todo. Por cierto, muchas veces nos cortaron el teléfono por falta de pago.
Supongo que tengo edad suficiente para hacerme cargo de algunos recuerdos. Una tarde, papá me llevó a caminar. Me explicó los orígenes de la colonia Juárez, me habló de la Hacienda de la Teja donde creció ese barrio y de la avenida Reforma. No voy a alargarme en ese origen. Me hablaba como si yo tuviera muchos más años. No creo, a decir verdad, que aquel niño tuviera más de cinco. Me cansé y mi papá me llevó en sus hombros. Fui un gigante feliz. Todos hemos sido gigantes dichosos algún día. Tocó a la puerta de una casa, he olvidado el nombre de la calle, más bien nunca lo supe. Una mujer abrió la puerta y gritó:
—¡Lo trajiste!
Mi hermano me contó que era una mujer muy bella, pero no la recuerdo. Sé, en cambio, que me dio dulces y cariños toda la tarde. Los adultos creemos que los niños son sordos. En algún momento, ella le dijo:
—Si vivimos juntos, ¿lo traemos con nosotros?
Se sabe, el amor y la vanidad hacen locuras. Mi padre respondió rápido y sin vacilar:
—Sí.
Regresé a casa de nuevo sobre sus hombros, papá me pidió entonces algo que nunca más en la vida, nuestras vidas, volvió a pedirme:
—La señora Ingelmo es una amiga muy querida, no le digas a mamá que vinimos a su casa.
Así conocí la culpa.
La casa de la calle Atlixco, en la colonia Condesa, era una construcción estilo déco californiano que rentamos cuando salimos, como alma que lleva el diablo, de un departamento de la calle Veracruz esquina con Pachuca en el año de 1963. Mi hermano se adueñó de un torreón donde hizo un estudio existencialista. Seguía, libro tras libro, a Albert Camus, a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir. Camus había muerto en un accidente automovilístico. Los dos escritores derribaron el árbol de su amistad con los hachazos de la vanidad y la política. Todas las amistades guardan una traición y luego lejanía e incluso odio. Les digo: ninguna amistad es para siempre. Beauvoir publicó en los cincuenta Los mandarines donde contó aquel duelo de titanes, en esas páginas describió a Sartre como una mente brillante y un hombre monumental, y a Camus como un ser inferior a sus ambiciones. Ella era un escándalo de libertades íntimas, buscaba jóvenes alumnas infatuadas con su inteligencia y fundaba tríos amorosos con Sartre. En nuestros días les caerían a palos por enamorar y seducir jovencitas menores de edad.
En aquel torreón, mi hermano leía a estos ases del pensamiento francés mientras en la cochera para dos automóviles, que desde luego no teníamos, yo entrenaba con un balón y narraba partidos de locura en los cuales yo era el cronista y los veintidós jugadores al mismo tiempo. Como Pessoa, yo también tenía muchas personalidades.
Crecí en una casa de mujeres, mi madre y tres hermanas. Mi hermano se había ido a Alemania y mi padre se perdía en los laberintos de su vida, en la palma de su mano brillaba la Ciudad de México. En la calle Dolores, cerca del Barrio Chino, vivía la otra familia de mi papá, pero esto ya lo conté en otra página. Se llamaban casas chicas, aunque ésta de la que hablo no era tan chica: una viuda, cinco hijos y una hija de aquel amor oscuro y potente como una esperanza a los cincuenta años.
Las mujeres de la casa, todas mayores que yo, me querían y me cuidaban. Un psicoanalista rígido como un soldado diría que una parte de mi feminidad viene de allá. Aprendí del amor en las telenovelas de las seis o de las siete de la tarde: Fallaste corazón, Muchacha italiana viene a casarse, La mentira, Simplemente María. Mi padre regresaba a las diez de la noche, cansado de sus sueños rotos, y le reclamaba a mi madre:
—Si siguen viendo telenovelas, lo vas a volver maricón.
Era una amenaza aterradora que nunca olvidé. Mamá reclamaba:
—Llévalo contigo, entonces.
Y me llevaba.
Esa rara búsqueda de masculinidad me hizo conocer el Centro de la ciudad, la calle Gante donde mi padre tuvo una tienda de ropa exclusiva para caballeros, «ropa finísima», me decía. En esa misma ruta, hacia el Zócalo, llegamos a la esquina donde un día estuvo el bar de Peter Gay, Portal de Mercaderes y Madero. Los cines eran ciudades en la oscuridad. El Palacio Chino, el Orfeón, el Real Cinema, el Pathé. Cuando desaparecía el puño con el que mi padre golpeaba a todo aquel que lo desafiaba, en la palma de su mano se iluminaban las viejas calles, los edificios, los monumentos.
Las ciudades guardan en los mapas de su pasado secretos y misterios nunca revelados.
Caminábamos por Cinco de Mayo cuando mi padre me dijo:
—En una época esta calle estuvo cerrada. Aquí donde estamos, exactamente aquí —mi padre les añadía a las palabras tonalidades dramáticas—, estaba el Teatro Nacional.
Muchos años después supe que mi papá sabía de lo que hablaba, se refería a la demolición del Gran Teatro Nacional en 1901. El Gobierno Federal compró el teatro para restaurarlo, pero luego de un tiempo decidió demolerlo para prolongar la avenida Cinco de Mayo hacia la calle Mariscala. Entre los derribos del Teatro Nacional, los urbanistas porfirianos decidieron sustituirlo por un nuevo teatro: el Palacio de Bellas Artes.
El hechizo de París derribó cientos de edificios. Porfirio Díaz y sus socios no sólo vieron en los terrenos de la ciudad un gran negocio, sino un emblema del futuro. Según el sueño porfiriano, el destino de nuestras calles era París y la muy pequeña Ciudad de México, repleta de callejones laberínticos y palacios coloniales, impedía el desarrollo.
Todo gran proyecto urbano produce fortunas inmensas. Ésta puede ser una de las razones que esgrimieron los arquitectos porfirianos para derribar el Teatro Nacional: no existen ciudades modernas sin grandes avenidas. Los franceses lo llamaron «embellecimiento estratégico», llevado a cabo por el Barón Haussmann en el París del siglo XIX, el hombre a quien Napoleón encargó las grandes reformas de esa ciudad. La idea de una nueva Ciudad de México se abrió paso en la calle de Vergara, Betlemitas y el Callejón de la Condesa, a la altura de Bolívar. Una mañana de aquel año, quienes caminaban por Cinco de Mayo no volvieron a ver el Teatro Nacional, sino el cielo abierto y bajo los terrenos del convento de Santa Isabel, delante del Mirador de la Alameda. En ese espacio se construyó el nuevo Teatro Nacional, Bellas Artes.
Haussmann se llamaba a sí mismo «Artista Demoledor»: destruyó el París viejo y construyó el nuevo. La demolición del Teatro Nacional construido en 1842 marca el fin de la vieja ciudad colonial que Díaz llevaba años derribando calle a calle y piedra sobre piedra para darle lugar a la nueva Ciudad de México que aún no ha desaparecido del todo.
En 1903 el arquitecto Adamo Boari, encargado de la construcción del Palacio Postal, ese lugar donde muchas veces mi madre depositó las cartas que le escribía a mi hermano, presentó a la Secretaría de Comunicación y Obras Públicas un proyecto para la edificación del teatro nacional. El calvario del nuevo teatro, que se inauguró hasta el año de 1934, empezó con un presupuesto mal hecho. Boari firmó un documento en el cual explicaba que con 4 millones 200 mil pesos construiría Bellas Artes en cuatro años. Nueve años después, se había gastado el triple del presupuesto. Durante los primeros treinta años del siglo XX, el Palacio de Bellas Artes fue un símbolo de la Ciudad de México: un sueño inacabado interrumpido por una guerra civil. En ese tiempo, una ciudad creció alrededor de ese monumento puesto en el altar del porfiriato.
Toda esta historia entraba en el estuche de las frases que escuché en la avenida Cinco de Mayo. Mi padre también fue un artista demoledor. A su modo, demolió una vieja familia y construyó sobre los escombros una nueva, pero no sabía a dónde llevarla o con qué recursos fincarla en la vida.
Siempre volví a la casa de las cuatro mujeres y a las telenovelas. Cuco Sánchez amaba a Sonia Furió, pero ésta lo despreciaba porque era pobre, lo humillaba y él se refugiaba en el cariño de una ciega, vecina de su departamento, ella era Lupita Lara. Lupe, personaje que interpretaba Cuco, trabajaba en la construcción de la línea 1 del metro, la obra que transformó a la Ciudad de México y que empezó cuando el regente Corona del Rosal inauguró las obras en el año de 1969.
—Ya va a empezar Fallaste corazón. —Suspensión total de actividades y a cantar: «Y tú que te creíste / el rey de todo el mundo / y tú que nunca fuiste / capaz de perdonar».
Por cierto, guardé para mi padre el secreto de la señora Ingelmo, una brasa en el alma, si se me permite la cursilería de fuego. Nunca le dije nada a mi madre, pero me apegué más que nunca a sus faldas y a las de mis hermanas.
Así conocí el efecto sedante de la mentira y el dolor de la lealtad.
AQ