Dice Rafael Pérez Gay que la memoria es el dios de los ateos.
Este es un libro dedicado a ese dios. La memoria. Una memoria que se evoca a través de los objetos que pueblan la infancia y la adolescencia. Por esa razón Todo lo de cristal es un libro fetichista. Y un libro que nos interpela a todos.
No importa cuándo hayamos nacido: cada uno tuvo sus objetos, marcas, juguetes favoritos, golosinas y hasta anuncios que acompañaron la niñez y que forman parte de la educación sentimental. Puede ser que esas cosas se descontinúen, se vuelvan obsoletas, desaparezcan de nuestras vidas, pero el recuerdo de ellas ligado a múltiples experiencias sigue allí.
Quién que haya sido niño en México no conoció los Cazares, esos cuadritos de harina frita y aderezada con limón y chile, famosísimos en los recreos. O los refrescos Delaware Punch, Sidral, Barrilito —ese era buenísimo para cuando te iban a hacer un ultrasonido porque era gigante y te mandaban a tomarlo en los hospitales públicos— o Kori, los chiclosos que tiraban las tapaduras de las muelas: Kori kori rico es rico kori es.
Y quién no recuerda además de alimentos, cantantes, deportistas, políticos o películas ligados a la vida en México en los años sesenta y principios de los setenta que siguieron vivos muchos años en el imaginario colectivo por las conversaciones con los parientes o por los resabios de la publicidad que hasta hace muy poco todavía existía en la televisión —es decir, ¡todavía existía la televisión!—. Objetos y nombres propios que evocan imágenes de la experiencia de crecer en lo que fue el D. F.
Todo lo de cristal, ese enigmático título, se refiere no solo a lo que al protagonista le tocaba envolver en periódicos con cada mudanza (este libro menciona la friolera de 22 mudanzas durante la infancia y adolescencia del protagonista) sino a cada una de las cosas y personas que aquí tienen lugar. El cristal del que están hechos los fragmentos del pasado que quizá en algún momento se haya roto pero no desapareció jamás. La grasa para calzado Amberes. El periódico Excélsior, “el periódico de la vida nacional”, ese compendio donde gracias a Julio Scherer García se reunieron todas las plumas y donde la cultura era noticia y muchas veces lo noticioso fue tema cultural pero donde antes, en los tiempos a que se refiere esta novela, se difamaba, se amenazaba y se mostraba una realidad unívoca, la de Carlos Denegri, el siniestro periodista a quien los políticos utilizaban como fuerza de control y a quien tan espléndidamente dibujó Enrique Serna en su novela El vendedor de silencio.
Objetos en apariencia intrascendentes como los sellos con que se tapaban los litros de leche, las láminas rojas y azules —las azules conservaban leche de mejor calidad como recuerda el autor—. La Cafiaspirina, esa gran panacea contra el dolor de cabeza que también servía para fortalecer la vigilia y las ganas de vivir en algunas amas de casa que tomaban una y un café con leche por la tarde. El cepillo de carey, los espejos con luna biselada. Los botes de avena Quaker llenos de monedas como alcancías o de boletos de trenes y camiones, hojas delgadísimas de papel de China que evocan los viajes que hicimos por la ciudad en autobús o en tranvía.
Esta es también una novela de viajes por la ciudad, por una que ya no existe.
Así que junto a las cosas (junto a esas piezas del museo de nuestra memoria) están también las rutas de autobuses y las calles que contenían edificios que se derrumbaron o que fueron demolidos para que se construyeran otros, un leitmotiv típico en la literatura y en los programas televisivos de Pérez Gay. Novela de espacios, de cambios extraordinarios en la fisonomía de la ciudad como el Palacio de Bellas Artes o los grandes multifamiliares de Mario Pani o la Línea Uno del Metro que tuvieron la ciudad abierta por años y que hicieron de ella el infierno hiperpoblado, el monstruo devorador en que se convirtió después. Novela de cambio de regímenes políticos que se enriquecieron cada uno con las excavaciones o el levantamiento de moles de edificio o el entubamiento de ríos cubiertos por inmensas vialidades de asfalto sin las que hoy no podríamos concebir la ciudad. Viaducto, Río Churubusco, Río de los Remedios. Espacios que fueron testigos de formas de diversión del orbe nocturno o de su implacable cierre en tiempos de Ernesto P. Uruchurtu, quien tras más de dos periodos presidenciales causó el terror y quien al decir de Pérez Gay se enriqueció antes de renunciar y dejar los magnos cambios al regente Corona del Rosal.
Por descripción confesa el método para acicatear la memoria consiste en acudir a hacer investigación en la hemeroteca, una de las pasiones secretas del autor. A diferencia de muchas, esta no es una novela de internet. Las investigaciones no surgen de esa rumia de información manida e incompleta de los buscadores digitales. Surgen del ejercicio consistente en hundir la nariz en periódicos polvosos que cuando son muy antiguos llenan los dedos de hongos y hay que revisarlos armados de guantes y cubrebocas. De esa experiencia consuetudinaria —casi un vicio— que compartimos algunos y que consiste en acudir a la memoria a partir de lo que fue palabra escrita en los rotativos que al día siguiente se amontonaban para venderlos a veinte centavos por kilo, o que se usaban para envolver todo lo de cristal o para encender el bóiler.
Así se decía: bóiler.
Eran los tiempos en que el agua caliente duraba muy poco y se oían los gritos si es que se tenían dos baños: “¡no se acaben el agua calienteee!”, y los encuentros familiares se daban al lado de la televisión Admiral con un gancho en vez de antena del que surgían manipulaciones imposibles para que se distinguieran ¡por fin! las imágenes en los canales y no solamente esos puntos acompañados de un bisbiseo, llamados “nieve”, a los que estuvo sometida la clase media nacida en pleno trópico.
Esta es también una novela sobre ese inacabable diálogo con el padre que aquí se repetirá a través de los viajes por la ciudad que hace el protagonista, de su mano, a veces con resultados terribles: haber descubierto que el padre tiene una segunda familia en la calle de Dolores y que tendrá que guardar el secreto. Y es que en buena medida estamos hechos de los secretos a que nos obligan nuestros padres y de la culpa que nace con esos secretos según se desprende de esta novela. Se desprende también otra verdad: no hay familia que no sea disfuncional y no hay historia de familia que no sea la historia de sus secretos.
Es difícil saber si Pérez Gay buscaba en esta novela desentrañar los secretos familiares o si buscaba ahondar en los secretos de los políticos que transformaron el país durante el priato, o si descubrir por fin la materia que hizo de él quién es. Después de todo, esta es una novela de crecimiento. Una historia en que el niño que se convertirá en joven en los años setenta y después en adulto tratará de hallar sentido en las mudanzas (físicas y mentales) a las que lo obligaron los golpes infortunados del padre pero también el tiempo: máximo pugilista de nuestra historia.
Esta es también y sobre todo una novela sobre el acto de nombrar. El protagonista suelta nombres aquí y allá, nombres que son como talismanes y como provocaciones que a algunos dirán mucho y quizás a los más jóvenes pronto ya no digan nada. José Emilio Pacheco se refiere a las alusiones perdidas como esas palabras que un día fueron todo y ya no significan nada para las futuras generaciones. Con esas palabras ya vacías de sentido con las que se va también el mundo. Pero durante esta lectura, en un intento de volver a los nombres materia incandescente, Pérez Gay los interpela como a un Lázaro a quien obligara a levantarse y andar: La Sonora Santanera, Sonia López, Neto y Titino, Marco Antonio Muñiz, Luis Arcaraz, Rosa Carmina, Olga Guillot. Nombres de futbolistas y su formación en distintos mundiales. Nombres de atletas de la Olimpiada del 68: el Tibio Muñoz, el sargento Pedraza, Enriqueta Basilio corriendo por Insurgentes y encendiendo la llama olímpica en el estadio de CU.
Dice Rafael Pérez Gay: “En algún lugar de nosotros llevamos un museo íntimo”. Este libro es la entrada gratuita a ese museo.
El fut, el box, los toros, el frontón y el hipódromo. Salvo el futbol, todos los demás deportes parecen pertenecer también a otra generación. Qué pueden decirles nombres como el Púas Olivares, Kid Azteca o el Ratón Macías. Sin embargo, cuando le preguntaron a Cortázar cuáles eran los dos grandes momentos del siglo XX que le había tocado vivir él dijo: “el nacimiento de la radio y la muerte del box”.
Dice Rafael Pérez Gay citando a Julian Barnes: “¿cuántas veces contamos la historia de nuestra vida, cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes?” Y él mismo recuerda: “cuanto más se alarga la vida menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra sino la historia que hemos contado de ella”.
Yo quiero decir que cuantas veces decida contarla la leeré. En primer lugar, porque Pérez Gay tiene la magia de saber narrar esos recuerdos volviéndolos colectivos. Pero también porque al visitarlos, lo mismo que ocurre con cada golpe de memoria, esos recuerdos se parecen pero son distintos.
¿Cuáles serán los productos y las señales que caractericen esta época? ¿Likes, fans, bots? ¿Cuál la máxima aspiración: ser tiktoker y ser influencer? ¿Ser youtuber? ¿Cuál el máximo deseo de algunas mujeres de este tiempo: tener una bolsa color café aguado con horrorosas letras café que indican la autoría del diseñador, Louis Vuitton, y por tanto la pertenencia a una clase? ¿Y cuál el máximo deseo de ciertos hombres al tener un reloj que cuesta un millón y medio cuya virtud esencial es dar la misma hora que los relojes de menos de mil pesos? Esta época será recordada quizá por ser la más fotografiada y fotografiable del mundo y porque todos andamos por la vida con un teléfono celular que es nuestro exocerebro. Y quizá también por extender ese exocerebro a un dispositivo al que llaman Alexa y le dan órdenes como: Alexa cierra la puerta, Alexa apaga la luz, Alexa ponme música. Caray, al pensar en esto me dan ganas de regresarme al mundo de los objetos de Pérez Gay, de todo lo de cristal. No lo confieso para no mostrar mi nostalgia ni mi condición de fanática irredenta de una literatura capaz de hacerme sentir que el mundo era más habitable aunque no lo fuera y solo por estar escrito con una prosa imperecedera y preciosa.
AQ