Hace unos días, caminando despacio por las góndolas de la Librería del Fondo de Cultura Económica “Octavio Paz”, me encontré con una grata sorpresa. Un libro editado de nuevo, recuperado para aquellos lectores que no lo pudimos leer en aquella primera edición del FCE de 2010. Se trata de Cruce de vías (Menoscuarto Ediciones), de Rogelio Guedea (Colima, 1974), uno de sus mejores libros, sin duda, editado en Palencia, España.
Aunque abundan en internet manuales de cómo pulir cuentos “hasta que queden redondos y pequeños”, el microrrelato suele nacer redondo y pequeño, álgido y significativo y, así de breve, es dueño de una fascinación que desde luego me incluye en un número de lectores que crece cada día.
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Los tres andenes que dan ruta a Cruce de vías, son dueños de una muy aguda reflexión acerca del ser y estar aquí, en la superficie del mundo. El primer andén, La litera del guardagujas, en un tono reflexivo que emerge de un trasfondo de melancolía, Lao Tse, el arte de la crítica, el oficio, Chesterton, Montaigne, Benjamin y el cuerpo propio se entrelazan con salas de espera, con el piar de una codorniz, con limpiaparabrisas y hormigas. Aparece un mundo espacioso y múltiple, con referentes sustanciales, pero básicos, honestos y una sensación que podríamos describir como opresión ante un mundo así de anchuroso.
El segundo andén, El portaequipaje, guarda las dimensiones de la casa, un recogimiento superior que se despliega en un hermoso relato de padre e hijo que juegan futbolito, en los zapatos propios, el hijo nuevamente, o en el lugar donde se guardan las cosas que ya no se usan, en algún accidente de oficina, en los muebles que hay que ensamblar, en la poda de ramas y en un solo girasol roto, en fin, en el mundo plegado en una casa y sus complicidades. Es ahí donde la raigambre es apreciada como un tesoro irrenunciable, en textos en los que juega y sobresalta un goce por las circunstancias y las relaciones más cercanas.
El tercer andén, La vía libre, quizá sea el más audaz en cuanto a recursos narrativos. El primer texto, que es acerca de la “Filosofía circense”, conlleva una muy clara definición del punto de vista del narrador, pero también de quien vive. “La mujer que compraba botones para la camisa rosada” hace gala de los recursos cuentísticos para niños; es un relato dueño de una gracia que sorprende y hace reír al mismo tiempo. “Torturas” es un microrrelato brutalmente conciso, perfecto en su hechura y redondo en su concepto; “Supermercado”, tierno y socarrón, le saca al lector una sonrisa larga, “Maneras de perder”, que desglosa, de una forma ágil y con gran sentido del humor, las mezquindades de escritores y lo hace de contraria manera al antiguo relato del parricidio.
Es de notarse que a pesar de que el libro está estructurado como el área de una estación de trenes, una gran parte de los textos hablan del amparo del arraigo. El hijo, los hijos, la mujer, la casa, e incluso el supermercado, donde se da un trasiego de mercancías y una invasión del carrito de la pareja.
Se trata de un libro que transpira verdad en cada uno de sus microrrelatos. El autor prefiere recrear en su escritura esos momentos de la vida trascendentes por irrepetibles y pronunciar un eureka entre líneas, porque la apreciación de lo irrenunciable siempre va antes que las ganas de vaciar la realidad cercana, y lejana, de sentido.
Rogelio Guedea sabe desplazarse desde este plano que los humanos acordamos llamar realidad-realidad hacia el lado del espejo que se abrillanta aquí o allá. El recurso se antoja, intriga, conmueve y no es usado en demasía. El lado insospechado del espejo nos lleva a esa otra realidad inevitable: el que no estamos solos.
Cruce de vías tiene varios registros, es humano, con sentido del humor, permeado de una cierta melancolía y una búsqueda perenne de esto y aquello que verdaderamente nos constituye, en una escritura precisa, que brilla y permanece.
AQ