La vida en una ciudad de provincia desarrolla
en los licenciosos la astucia del cazador
François Mauriac
El pantalón oscuro ceñía muslos, caderas y pelvis, de tal manera que puede adivinarse sin dificultad el miembro adormecido bajo la tela.
Claudia observa; bebe de su vaso y se repasa, discretamente, los labios con la lengua.
Minutos antes los habían presentado. Se reconocieron de inmediato y sonrieron al descubrirse sus pequeñas mentiras: él no era recién llegado de la capital ni ella se llamaba Silvia.
Al callar ante los otros, reanudan una complicidad establecida entre los dos, semanas antes, aquella noche que cruzaron miradas en un bar semivacío.
Él, desde una mesa, levantó su copa, y ella, en respuesta, alzó los hombros y lanzó una carcajada.
Lo demás fue fácil; apenas las mentiras necesarias para ir a coger sin la culpa de saberse, por completo, desconocidos.
El cuarto de Roberto: barroco y limpio. Lo único simple en él era la hamaca de seda blanca, colgada, donde Silvia —o Claudia— se sentó al llegar y empezó a mecerse, cediendo al vértigo del vaivén y el alcohol ingerido.
Ocasionalmente abría los ojos. En el ir y venir de la hamaca vio a Roberto desvestirse: un ir, su torso desnudo; un venir, la pelvis y el principio de los muslos; un ir, la breve trusa; un venir…
La mano de él se cerró en el brazo de la hamaca paralizándola con violencia.
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Silvia rio y lo detuvo cuando él pretendió quitarle la camiseta. Levantó el rostro despacio para mirarlo a la cara. En el recorrido, sus manos trazaron, entre vellos, el abdomen firme, hasta llegar al pecho. Mirándolo aún, lo despojó de la trusa. Después, enderezó la cabeza, enfrentando con la lengua el ombligo redondo. Guió la boca hacia la punta del pene humedecido. Aferrándose a los muslos tensos evitó el movimiento de la hamaca y sustituyó su ir y venir por el de su lengua sobre la piel del deseo de Roberto.
Más tarde, con rodillas y codos lastimados por los hilos, ambos se despedían. Un último beso, el “te llevo”, “no, gracias, mejor un taxi”, y eso fue todo. Hasta hoy que, entre tanta gente en la fiesta, a Ernesto se le ocurre presentarlos y ambos fingen no conocerse.
Claudia dijo “mucho gusto” y se fue a la cocina a servirse una bebida. Él continuó conversando con Ernesto.
Cuando ella regresó a la sala, solo la siguió con la vista.
Con toda intención, ella se sentó en el sofá que estaba a unos centímetros de donde él, de pie, platicaba.
Levantó la mirada imitando una actitud conocida por Roberto; se apoyó en el respaldo y observó el pantalón oscuro ciñendo la pelvis de él, de tal forma, que podía adivinar… Se humedeció los labios, dio otro trago a su bebida. Notó que Roberto la observaba. Con un movimiento de cabeza lo invitó a acercarse. Él, ya solo, negó del mismo modo, medio sonrió para mover los labios, diciendo “ven tú”.
Claudia duda. El tercer ron le pica en el cuerpo. Siempre con un movimiento de cabeza responde “no” y se va al baño.
Ya ahí, revisa su ropa interior. Molesta por la involuntaria excitación, se lava la cara y manos con agua helada.
Al salir, Roberto le cierra el paso y cruza el brazo de un extremo a otro del marco de la puerta.
—Hola, Silvia.
—Me llamo Claudia —dice entre molesta y seria.
—Pues prefiero Silvia —ladea la cabeza y agrega—: a menos que Claudia me haga cambiar de opinión.
—Dame paso —ordena.
—Sí —dice él apartándose, pero la toma de los hombros en cuanto ella le da la espalda—, cómo no. Pero el camino es por aquí.
La conduce al fondo oscuro del pasillo. Replegándola a la pared, la besa. Claudia corresponde. Algo la obliga a apretar los muslos; es un dolor leve y cálido entre las piernas.
Roberto le besa el cuello, las mejillas. Su respiración cerca del oído la excita. Ella coloca sus manos en los muslos de él; despacio, las sube por los costados, llega a la cadera y, abriendo los dedos para abarcar más, se desvía hacia las nalgas. Aprieta con fuerza, consigue que la tela le hiera las uñas.
Deja una mano así; con la otra, separándose un poco de Roberto, palpa el miembro endurecido. Sentirlo bajo los dedos y la palma de la mano la incita a soltarlo e intentar, con fuerza, pegar su pelvis a la de él, enredar los muslos con los suyos, marcar una cadencia desesperada.
En tanto, Roberto desabotona la blusa y por encima del sostén muerde los pezones erectos.
Claudia cierra los ojos. El bullicio de la fiesta le parece, gradualmente, más lejano.
Gime cuando él desabrocha el brassiere y con ansiedad chupa los pezones erizados hasta lograr que ella se arquee. Por debajo de la falda, con mano hábil introduce los dedos en la vagina totalmente húmeda. Besa, muerde, lame y sopla sobre la saliva ya extendida en los senos desnudos de Claudia que, con el rostro escondido entre el cabello de él, intenta desabotonar el pantalón.
Un ruido les advierte de otra presencia. Al volverse sorprenden a Ernesto, en actitud congelada, con una mano aferrada al picaporte del baño.
—Perdón —balbucea. Gira sobre sí mismo y se va.
—Roberto…
—Olvídalo —comienza a besarla de nuevo.
—Roberto… —repite sin mucha convicción.
—Olvídalo, Clau; no podemos quedarnos así —y mientras habla la voltea de cara a la pared. Los pezones resisten el contacto áspero del tirol. Roberto la hinca y le baja el calzón hasta sacarle una pierna; alza un poco la falda amplia, se mete bajo ella.
Claudia recibe la boca de Roberto en sus labios interiores, siente sus dientes, su lengua abrirse paso entre la carne de la entrepierna. Le duelen los senos contra la pared rugosa.
Roberto se pone de pie; Claudia escucha el cierre del pantalón. El sonido provoca un querer asirse a la pared. Él vuelve a levantar la falda, la toma de la cintura y la acerca hasta que roza la punta de su sexo con el de ella, que se estremece. Un breve movimiento y apenas pueden evitar el gemir cuando él la penetra. Fue un solo movimiento. El rostro de Roberto, hundido entre el hombro y el cuello de ella, huele a sexo.
Respiran agitados.
Claudia abre los ojos. De pronto el ruido de la fiesta le resulta en extremo real.
—Por favor —pide.
—Dame un segundo —con lentitud sale y empieza a vestirse.
Ella permanece de espaldas a él; vuelve a ponerse el calzoncito de algodón, se alisa la falda, evita mirarlo.
Es él, de nuevo, quien la hace virarse, ahora para tenerla de frente. Le abrocha el sostén y abotona la blusa, preguntándose si se encuentra bien.
—Sí, pero…
—¿Es por Ernesto? No te preocupes. Fue mejor así. Te aseguro que él se encargó de que nadie pasara.
—Voy al baño —se aparta con un poco de brusquedad.
En el baño se asea como puede y, al abrir la puerta, Roberto le cierra el paso otra vez.
—Hola, Silvia.
—Ya sabes que me llamo Claudia.
—Cierto, Clau. Te invito un trago.
Salen al comedor. Dos o tres invitados, aún sobrios, los miran con malicia. Los demás, en franca entrega a una salsa cumbianchera, sudan lo ingerido.
Claudia se sienta en el brazo del sillón mientras Roberto va por las bebidas.
La incomodan las miradas de dos conocidos. Cruza inconscientemente las piernas y siente los muslos empapados.
Mira los pies de los que bailan antes de que el pantalón oscuro ocupe de nuevo su visión.
—Toma, muñeca.
Alza la vista y se percata de lo mucho que le gusta la sonrisa de Roberto. Se lo dice.
—Lástima que yo no pueda decir lo mismo. Cada vez que te ríes tengo la impresión de que te burlas de mí —ella lanza una carcajada—. ¿Ves lo que te digo?
En eso se acerca Ernesto.
—Cabrones, me hubieran avisado.
—No sabíamos —justifica Roberto.
Una voz desde la cocina:
—¡Ernesto! ¿Ya no hay cocas?
Él grita:
—Voy —y, consternado, los mira alternativamente—: ¡Carajo!, rápido el flechazo, ¿no? —fija la mirada en Claudia.
Ella, quien sostiene la mirada, dice:
—Ya nos conocíamos. Yo no cojo con extraños, Ernesto. Roberto bebe de su vaso.
Ernesto fuma su cigarro:
—Disculpa, reina.
—Disculpado.
La voz de la cocina rompe la tensión momentánea.
—¡Ernesto!
—¡Voy! Con permiso, compañeros, me llaman —y se aleja.
—¡Mierda! —exclama Claudia.
—¿Seguro estás bien?
—Sí. Vamos a bailar.
Amanecieron en la playa con cervezas calientes, sentados sobre la arena, platicando.
Claudia ignora si él calla lo mismo que ella: detalles aparte del cuerpo que, recién se da cuenta, le agradan; como su boca o la conversación con que la mantiene despierta desde hace horas.
—Mañana me voy. Tengo trabajo fuera por unos meses.
Al oír las palabras de Roberto, Claudia no lamenta haber callado. Encoge las piernas que tenía extendidas y las abraza. Desvía la mirada hacia el mar que empieza a resplandecer y apoya el rostro sobre sus rodillas.
—¿Pasa algo?
—No.
Él juega con la arena. Sin saber cómo reanudar el diálogo, bromea:
—¿Te han dicho alguna vez que hablas demasiado?
Ella ríe, lo mira, saca su mano para acariciarle la cara con la yema de los dedos; le obsequia un beso suave y vuelve a su posición anterior.
—¿Por qué no vienes conmigo?
—No puedo.
—Tal vez ahorita no, pero después… —silencio—. Por favor, Clau, la hemos pasado bien, ¿o no?
Ella cierra los ojos; levanta la cabeza para respirar la brisa marina, exhala y responde:
—Claro. Dame la dirección. Te alcanzo luego.
De vuelta a la ciudad, se pone los lentes oscuros de él y le permite estrechar su mano durante el trayecto.
Recogen el coche de ella en casa de Ernesto. La colonia entera duerme en el amanecer del domingo.
—Te acompaño a tu casa.
—No, estás cansado y yo estoy bien.
—Toma. Ésta es la dirección. De todas maneras, te hablo.
Ella abre la mano y recibe en la palma el papel escrito por Roberto.
—Bueno.
—Nos vemos, Clau.
—Chao, Roberto.
Tres semanas. Cinco llamadas de Roberto, de las cuales Claudia responde solo dos.
Es marzo. El calor adormece durante el día y por las noches, agita. Claudia camina sin rumbo bajo la luz mercurial. Un airecillo imperceptible la reconforta.
Kilómetros lejos, en un bar, Roberto bebe una cerveza y marca el teléfono de Claudia mientras observa a una morena.
Un coche se detiene al lado de Claudia:
—¿Vas a algún lado?
A ella le agrada la voz, se inclina para acechar por la ventanilla. Observa y contesta:
—Sí.
Roberto cuelga el teléfono, contrariado. Pide otra cerveza. Es la morena quien lo mira en ese momento.
Claudia abre la portezuela y sube al auto.
—Sí que tienes prisa, te invito a tomar algo.
—Bueno.
Roberto, con la cabeza gacha, se mira los músculos ceñidos por el pantalón oscuro y recuerda.
El hombre interrumpe el silencio:
—¿Te han dicho alguna vez que hablas poco?
Claudia sonríe, recuerda y miente:
—No. Nunca.
—Yo soy Carlos, ¿y tú?
—Silvia —dice mirando hacia adelante el asfalto iluminado por las luces del coche.
Este cuento forma parte del libro 'Prefiero los funerales' (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1996).
AQ