La rodilla de Virgilio | Un cuento de Rodolfo Hinostroza

Ficción

Este relato forma parte de la antología Cuentos (in)completos del poeta y narrador peruano, que acaba de aparecer con los sellos de la UACM-UAA.

“¡Y lo peor de todo es que nos hizo creer!” “¿En qué?”, pregunté tontamente. (Unsplash)
Laberinto
Ciudad de México /

Mi amigo Virgilio, el mozambiqueño, se rompió una pierna en un accidente en una calle de La Habana, donde había sido invitado a no sé qué congreso, representando a un grupo vagamente anarquista. Yo lo conocí en un hospital parisino, donde, tirado en la cama y con la pierna enyesada, cubierta de grafitis revolucionarios, que flotaba de una chirriante polea, peroraba en un dialecto entre intelectual y salvaje, sobre las virtudes del anarquismo. Era muy blanco, casi pecoso, de grandes ojos azules en la cabeza entrecana de viejo león, una mirada cómplice y riente, y anécdotas en todos los bolsillos de pijama, a falta de dinero del cual estaba cruelmente desprovisto. La operación no había sido exitosa y Virgilio tendría que resignarse a caminar con un bastón en espera de una nueva operación más afortunada. Pero en eso apareció Sofía, que era una francesa madura, pequeña, tímida, y viva como un ratón, y se lo llevó a su apartamento, para que se vaya reponiendo de tantas emociones.

Así fue como Virgilio cayó en un grupo de simpáticos franceses que había, mal que bien, vivido los sucesos de Mayo de 68, sin mucha ideología, pero con entusiasmo y curiosidad por el mundo distinto que parecía proponer. Un anarquista, poeta, y por añadidura mozambiqueño, era como una especie de aerolito que caía, milagrosamente, en este tranquilo grupo pequeño burgués, y ávido de nuevas experiencias. A partir de su llegada la casa de Sofía se convirtió en una especie de célula anarquista, bullente, feliz y disparatada.

Virgilio, con su pata enyesada, decretó el amor libre en su territorio, se cepilló a todas las chicas que caían por allí, y organizaba comiditas y fiestas tres veces por semana, con lecturas de poemas y textos de Étienne de la Boétie, autor de la célebre frase “La libertad del otro extiende la mía al infinito”, que se convirtió en el lema de la casa. Sofía proveía de sus magros bolsillos de empleada de una pequeña empresa de cosméticos, aunque tuvo que recurrir al pillaje sistemático de la tienda de la esquina, que era la moda de la época, con su carrito de doble fondo en el que escondía las botellas de vino y de whisky, los jamones de Bayonne, los pomos de Confit d’Oie, porque Virgilio tenía un paladar refinado, y ya no era cuestión de paté de hígado de pollo y de aquel célebre vino de batalla que se autoproclamaba “El terciopelo del estómago” al que estaba acostumbrada.

Pronto la casa se llenó de extranjeros: mozambiqueños de la alta burguesía de Lourenço Marques, vestidos como exploradores, pues Virgilio era la oveja negra de una familia muy rica, de la que había renegado, revolucionarios sudamericanos con politos con la foto del Che Guevara por Korda, desvaídos poetas ingleses, negros americanos desertores de la guerra de Vietnam, elegantes damas portuguesas que Sofía celaba secretamente, porque en esa casa no estaban permitidas ridículas escenas de celos. Todos se beneficiaron de las nuevas reglas, porque los franceses también se liberaron de la opresión sexual que los había asediado todas sus vidas y se lanzaron a tirar como descosidos con cuanta hembrita encontraban a mano. Hubo algunos cambios de pareja, algunos reacomodos necesarios, y al final se logró una nueva especie de armonía. “Viva Wilhelm Reich! Viva el Orgón”.

Así pasaron varios meses de una felicidad despelotada, pero Virgilio seguía cojo. Los amigos de Sofía, reunidos en conciliábulo, cotizaron generosamente para hacer operar nuevamente a Virgilio por un gran especialista, y esta vez la operación fue un éxito: Virgilio volvió a caminar, sobre sus dos pies. Al día siguiente se fue de aquella casa, para nunca más volver. Y al mes siguiente, para colmo de la inconsecuencia, él, que era el Papa de la libertad sexual ¡se casó con una brasileña!

Pasados cuatro años de desolación —desde que se fue nada volvió a ser lo mismo—, Virgilio se atrevió a aparecer por esa casa en una fiesta de despedida a su amigo del alma que se regresaba a su país, el inglés Gary, muy elegante en su traje de lino, ya sin bastón. No se quedó más de un cuarto de hora, porque casi lo matan, los hombres a botellazos, las mujeres a chillidos.

Cuando se fue, bajo una fuerte escolta, Sofía lloraba en coro con unas cinco personas.

“¡El muy cabrón!”, dijo Pierre, su gran amigo, entre sollozos. “¡Y lo peor de todo es que nos hizo creer!” “¿En qué?”, pregunté tontamente. “¡Pues en la libertad! En qué otra cosa, coño...”, repuso roncamente Pierre.

AQ

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