Migración por costo-beneficio y causación acumulativa | Un cuento de Cristina Rascón

Ficción

Con autorización de la autora publicamos un relato de ‘La desilusión óptima del amor’ (UV, 2023), de próxima aparición, donde las historias se cuentan fusionando el lenguaje económico y matemático con poesía y ficción.

Portada de ‘La desilusión óptima del amor’. (Universidad Veracruzana)
Cristina Rascón
Ciudad de México /

Máximo entra a la zona de Prater con paso indeciso. Sabe que las mejores “casas” están por ahí. Las chicas son más bien informales, visten como niñas de universidad, pero con zapatos de plataforma en colores llamativos y faldas más expositivas. Algunas enseñan el sostén y casi todas traen bolsitas minúsculas al hombro o a la espalda. A veces le parecen tan delgadas y perfectas que le brinca la idea de que sean travestís. Para observarlas hay que entrar a la “casa”. Por fuera no hay chicas “haciendo calle”, como dicen luego. Tampoco hay fotografías o ventanas, como en Ámsterdam. Hay vitrinas y luces de neón, hay un retumbar tenue tras las paredes. Hay hombres que entran y salen y chicas con zapatos de plataforma y ropa de gimnasio caminando a prisa, celular en mano. Es la primera vez que Máximo se atreve a visitar la “zona”. No porque sea tenebroso, no, nada de eso. Está a unos tres metros del parque de diversiones más grande de Viena. Todavía hay luz en el cielo (en verano oscurece muy tarde, casi a las nueve). Las familias dejan el parque con sus niños todavía mojados por las albercas. La mujer de la entrada, acá, en la acera más oscura por el ángulo de los árboles, regordeta y con sandalias de piso, con uñas largas y rojas con plateado en las puntas, le dice: ¡Willkommen! Máximo asiente con la cabeza.

Elena siente su sexo particularmente ajeno. Está inflado. No sabe si por un amoratamiento producto de tanto golpeteo masculino o si por una excitación no consumada. Se sienta con las piernas ligeramente abiertas y aspira el hedor de su entrepierna. ¿Qué haría sin ese olor que le repite de qué está hecha?… Alguien le llama y Frau Ioana emerge. Cambia de nombre al de Ioana en cuanto las zapatillas de tacón le yerguen las piernas, solícita ante un cliente más bien joven y escuálido, con cara de estudiante extranjero. Le toma la mano con mirada de deseo, en el fondo quisiera sentirse excitada, tal vez con un orgasmo esa hinchazón se le quitara.

El joven dice algo en otro idioma, quizá italiano. Elena no habla otra cosa que rumano, pero a veces entiende un poco de otras lenguas latinas y, por supuesto, algo de alemán. Vorbeşti spaniola? ‒pregunta al joven. Él abre la mirada emocionado, sí, sí, claro que sí, se deja llevar a una habitación de ventanas amplias, cortinas que dejan traspasar la última luz entrando hasta la cama. Hay pelucas, esposas, vibradores, disfraces, un edredón azul chillante y una de esas mochilas de gimnasio que las chicas usan para ir y venir, ya sea a un gimnasio o a una de estas “casas”, donde sacan de sus entrañas modelos de lencería sadomasoquista, pelucas, chamarras de plástico transparente, zapatos de plataforma.

A sabiendas de que el idioma es lo de menos, Elena recuesta al joven y se sienta sobre sus piernas. Le acaricia la cabeza, el torso, la espalda. Máximo intenta relajarse y deja de balbucear. Cuando su pene comienza a endurecer observa con verdadera atención el rostro de Ioana. Es una mujer bonita, un poco mayor que él, o de la misma edad, ¿de qué país sería? Una easter, sin duda. Qué bien, gastarse el último mes de su beca, el último cheque inútil para financiar el título que nunca obtendrá, en coger con una checa, yugoslava o lo que sea.

Elena observa a Máximo que le observa. Le recuerda a los hombres con los que salía a tomar cafés en Bucarest, cuando era estudiante. Burguesitos que creían saberlo todo. Máximo ve en el rostro de ella una mujer dócil pero inteligente, experimentada pero amorosa, indiferente pero sin dejar de mirarle a los ojos, alguien que sabe qué hacer, cansada pero decidida, le recuerda a cierta mujer de quien él estuvo enamorado, una rubia de ojos verdes, out of his league, como le decían sus amigos universitarios. Aquella mujer era de las que no tenían beca. Iba por ella un guardaespaldas. Se atrevió a invitarla a cenar, una vez. En realidad, era una muchacha sencilla. Pero en la plática nunca dejó de sentir que no podía hablar de forma natural, contarle sus miedos, sus angustias. Le parecía que quizá fueran cosas ridículas para ella, repleta de viajes y fiestas donde él no figuraba. Ahora, él está en Viena, por fin, en el “extranjero”, pagando por sexo como si fuera un potentado. Ioana se mete la mano a la boca y sus dedos llenos de saliva inician su propia masturbación, frente al joven que aún no se desabrocha la ropa. La excitación se instala en la habitación. Ella esparce un olor único y conocido, nuevo y de siempre. Máximo se inclina para lamerla, pero no se atreve, recuerda que ya habría muchas bocas sedientas por ahí, antes que la suya. Y le parece que ella se mueve, ligeramente, como evadiéndolo. Se conforma con morder un muslo, juguetón. Con la mano libre, Ioana termina de bajar el pantalón de su cliente.

Ioana, que es Elena, siente cómo los ojos del joven se meten por su mirada, con la misma fuerza que la penetra, con la misma decisión que sus manos le toman por el cabello. Siente miedo a la vez que un gran deseo de meterse también ojos adentro por esa mirada que le dice un secreto, que le grita un puñado de frases, de palabras que ella, de alguna forma, sí entiende.

Entre aspiraciones y rubores, Máximo se escucha conversar con la diosa Ioana como con una amiga en el café de su plaza, allá en su pueblo mínimo, en su país tan borroso. Le habla en español, en su mente, en el corazón. Le confiesa, mientras sus dedos enredan y desenredan el cabello rubio de la muchacha, que él no puede hablar con mucha gente, en ese lugar lejano y desconocido que le rodea y se llama Viena. Se ve a sí mismo, caminando por los andenes del metro, hablando al aire, como en voz baja, como si trajera teléfono inalámbrico, pero no tiene celular, nunca ha tenido, así habla nomás, pensando en voz alta, como dictando un email a las manos que avanzan sin computadora de un vagón a otro en las escaleras eléctricas.

Hablar solo es normal acá, mausi —le parece oír que la voz de Ioana responde—, todo mundo lo hace.

     —Sí —continúa él, animado—, tanto viejito hablando con la pared.

     —Así es, querido, y tantos jóvenes también.

Y los gestos de Máximo siguen la conversación: lo sé, que no te llamas Ioana, que mujeres de mi país ahora se entregan en otras camas, en esta misma casa, y que eres igual que ellas y eres igual que yo… que me prostituyo, también, en las aulas de Viena, y ya me voy a casa, me voy como me vine, como te irás un día, seremos otros: los impostores, por siempre estafadores.

Ioana le tapa la boca. El joven baja la voz, mordiéndole los dedos. Sin habla, esta es una lengua que entiende, en parte, una lengua que le recuerda a alguien… ¿Quién eres, muchacha rubia, que me ves como si dijeras algo, como si comprendieras? ¿Quién eres, cuántos años llevarás en esto, desde qué edad coges con desconocidos, o con enamorados, o con tu padre o quien haya sido el primero en meterse en tu cama? La mujer contesta con gemidos, con la boca cerrada, con la boca abierta, con los dedos entre los labios, en un idioma cuyas raíces entiende, como si la escuchara en su mente, como si hablar y gemir fuera la misma cosa. Le parece que escucha su vida, su cómo llego a Viena, a esta casa. Con tedio y sonrisa amarga. Al hablar, Ioana le peina el cabello, primero para la izquierda, luego a la derecha, él parpadea apresurado, al final la joven lo despeina, al ritmo de sus caderas, asertivas sobre él, profesionales.

Yo nunca pensé terminar en Viena, ¿sabes?, yo era estudiante, allá en Bucarest. Salía con chicos como tú, y me daba a ellos como tú te das hoy a mí, con esa forma de mirarme. Nunca pensé terminar en Viena en una de estas casas, sin sentir mi sexo, ¿sabes? Hace días que mi boca ésa entre las piernas es como un trozo de pollo hervido, y mis dedos entran y lo desgajan y el pollo hervido no siente nada. Todo empezó en el centro, en Stephansdom, en las bancas frente a la iglesia. Yo me encontraba ahí con mis amigas, chicas que limpiaban mierda en casas de señoras austriacas y dijimos bueno, ¿por qué no? Hombres viejos y pervertidos nos hacían señas obscenas, se abrían el saco y nos mostraban por debajo billetes de 50, de 100 euros, ahí, frente a la iglesia, rodeaban con la lengua sus labios mientras tocaban con un dedo los billetes y con ese mismo dedo nos señalaban.

En eso Ioana levanta el dedo índice y lo señala a él, pero Máximo nota que ese guiño más allá de la cama, de su cuerpo y de su sonrisa tonta en el espejo, en realidad señala una bolsa en la esquina del cuarto. Se apresura a hablar para de alguna forma robar la atención de la muchacha: ¿y por qué no?, dije yo cuando me dieron la beca, ¿por qué no ganar dinero estudiando?, le prometí dinero a todo el mundo, le prometí a mi madre comprarle una casa, o por lo menos mudarla a una casa de renta, con una casera normal, y ya no vivir en una colonia que no existe esperando cualquier día ser desalojada por un policía que cuando se necesita tampoco existe… Se me hizo fácil. Nunca pensé que uno pudiera perder una beca, que la visa no te permite trabajar, que nunca iba a completar para un solo vuelo de regreso en tantos años. Máximo siente que no para de hablar, pero la verdad es que Ioana lleva rato estrangulándolo de a poquito, armonizando la angustia. La chica se levanta y, frente al espejo, multiplicando su desnudez frente a Máximo, se prueba un traje negro de piel, un corsé y unas botas largas.

     —Si salíamos a algún bar, y coqueteábamos con alguien que nos gustara, los chicos nos metían mano y querían coger ahí mismo, en los baños. Con sólo decir somos rumanas la mirada cambiaba, no volverían a llamarnos. Decían con ternura, ten, linda, para tu madre, ten, para que te ayudes, tú eres linda, nena, y nos daban billetes sin siquiera pedirlos, mientras nos ajustábamos de vuelta el vestido o el cinturón. ¿Por qué no? Yo limpiaba oficinas, ¿sabes? Es menos sucio que limpiar casas, pero igual te ven como basura, te ignoran y te hablan lento y fuerte como si fueras una retrasada. Yo quería estudiar, ¿sabes?, pero la recesión, el fin de los subsidios, las historias de mis amigas en Austria que ganaban más de domésticas que las graduadas en Bucarest… ¿Y por qué no? Ya no me importa, estoy aquí como otras son financieras o amas de casa, esta es mi forma de hacer dinero y voy a volver a Rumania un día y voy a poner un spa, me voy a volver rica.

Camina por toda la habitación y con un látigo sacude los muebles, la pared, la esquina de la cama. Máximo no puede evitar el registro de un solo punto no tocado por el fuete, a cada rato voltea a ver una maleta discreta, blanca, contraesquina de la puerta.

     —Estudiar, ¿de qué sirve estudiar?, ¿de qué sirve saber cualquier cosa?, ¿de qué sirve nacer en un país como el nuestro, si nadie me va a pagar 600 euros mensuales por el solo hecho de parir un hijo, si nadie se hará cargo de mi madre, ni de mí, cuando me ponga vieja? Qué fácil tienen todo por nacer unas millas al oeste: seguro de desempleo, su comida bio, su cine gratis en los parques.

     —Total, aquí estamos los dos, viviendo una vida inobservada, sin tendencia ni registro, ganando fielmente 2,000 euros mensuales, pagando la universidad de mi hermana por Western Union y apostándole a esa gráfica donde a mano derecha mi inversión académica retribuirá un incremento porcentual en mi salario, año con año, allá, en ese país donde esta noche no existo, donde mi currículum dirá: “Estudios de posgrado en economía de desarrollo en la Universität Wien”. Una curva de utilidad que se vuelve cóncava al graduarse, cuando uno ya está de vuelta, con o sin el título brillando, con o sin futuro asegurado. Nadie sabrá dónde quedaron ese Yo y ese Tú que dejaron su país hace años y que vuelven con la mirada perdida, ese Yo hecho pedazos, irreconocible. No serás jamás la que te fuiste, no seré jamás el que regresa, navegaremos entre un lugar y otro, entre unos tiempos y otros, sin saber cómo llegar a algún territorio donde podamos decir Yo soy.

Máximo hablaba y mientras atraía a la joven rubia hacia él, buscaba su rostro, jalaba su cabello y le torcía el cuello para que viera hacia la maleta blanca. Ella de frente, de espaldas, de rodillas, chocando contra el espejo. A través de su desdoble en el vidrio Máximo vio con fuerza el rostro de Ioana al eyacular.

Elena siente una pulsión, una especie de chillido, como si un cachorro, como si un ave, cuando el joven termina. Se recorre la vagina con la mano y sí, recobra la sensación de esa piel, parte de sí, húmeda y deshinchada, el cliente aún encima de ella, abrazándola como si se conocieran. La chica le toca la espalda, reconoce un cuerpo unido a ella. A otros cuerpos no los siente, no así, es como si hubiera tenido una conversación con este hombre, como si él supiera quién es ella, de dónde viene. El joven la encierra en un abrazo y solloza.

     —Veo cabezas parlantes, ¿sabes? Veo cabezas que viajan en mochilas. El precio de ganar mi chequecito en euros: ver cabezas parlantes, con mujeres como tú, en sus bolsas de gimnasio, como tu bolsa esa de la esquina. ¡Ésa de ahí!

El joven señala hacia la maleta arrumbada en contraesquina del cuarto. Una bolsa de gimnasio, blanca. Endereza su espalda y de su boca salen algunas palabras desesperadas. Con sus manos aprisiona el cuello de la chica. Elena grita: ¡Nu înţeleg!, con los ojos muy abiertos, queriendo saltar a la maleta. Máximo suelta a la chica, forma una esfera entre sus manos y dice con angustia:

     —Head… Talking!

Ioana cambia su voz a un tono maternal:

     —Yes, dear, I know…

     —¿Cómo que tú sabes? ¡¿Las has visto?!

      —No… Not really… But… I know… —Ioana señala lentamente la puerta de salida.

Pero Máximo no quiere moverse, no ahora, quizá nunca. Ella reacciona con pesar, pero le lleva, así tiene que ser, hacia la puerta. Cuarenta minutos y hay que salir por esa puerta. En el fondo siente lástima por él. Hay algo sin idioma que se lograron decir…

     —¿Lo sabes, de verdad? —dicen los ojos del joven moreno.

     —Sí, lo sé —responden los ojos de ella.

Hay un abrazo, ahora con ropa de por medio, de pie, ante la entrada. Ella siente lágrimas rozando su cuello, lágrimas en su propia mirada. Con la conmoción del abrazo todavía en la garganta cierra la puerta, sin decirle sí, o no, o no sé de qué me hablas. Sin burlarse ni contradecir.

Por detrás de la madera, Máximo pega el oído y escucha muy atento: “Ya lo sé mi amor, ya lo sé, ¿tú estás bien?” Pero la voz de la chica se escucha lejos, muy bajita, como si estuviera en cuclillas, sobre su mochila, en la otra esquina de la habitación.

AQ

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