‘Strike Back’ | Un cuento de Gará Castro

Ficción

Este cuento forma parte de Familias perfectas, primer libro de la escritora yucateca, quien sorprende con su destreza narrativa, sus matices y un sentido del humor en ocasiones implacable.

"Posicionado en la base, esperaba el lanzamiento del pitcher del equipo contrario". (Foto: Pixabay)
Laberinto
Ciudad de México /

Se deslizó en silencio fuera de la cama. Había despertado de repente en medio de la noche, sus ojos se abrieron sorprendidos sin encontrar nada, mirando de un lado para otro. Solo aquellos ruidos le hicieron suponer que no se encontraba solo. Quiso recordar si había cerrado la puerta de la casa con llave, pero no pudo. Era el tipo de cosas que no le preocupaban y ahora lo lamentaba.

Caminó con lentitud hacia el clóset con pasos cautelosos para no tropezar ni que rechinara la madera, aguzando el oído y la mente para guiarse en la oscuridad. En el maletero, junto a los suéteres y bufandas, guardaba el bate con el que había jugado en la secundaria. Buscó a tientas entre los bastones de esquiar y lo asió con firmeza.

Sonidos mínimos.

El otro no sabría que él ya se encontraba de pie.

Se detuvo junto a la puerta de la recámara y se puso en posición de bateo. Estaba desnudo. Trató de mirar a su alrededor en busca de algo para cubrirse. La habitación se percibía más grande que nunca. No se iba a enfrentar sin ropa al tipo. No le gustaban las desventajas y el otro de seguro traería mucha ropa que le serviría como protección en caso de una pelea cuerpo a cuerpo. Se lo imaginó con viejas botas de hiking, chamarra desgastada de esquiar hasta las rodillas y gorra con el nombre de algún equipo de béisbol.

Pero no se figuró el rostro. Recordó haber tirado sus boxers en el piso, junto a la cama, la noche anterior. Regresó sobre sus pasos para ponérselos, podría encontrarse en la necesidad de salir corriendo a la calle. Además, qué frío y qué vergüenza. Pero nada de zapatos, harían demasiado ruido.

Cuando retornó a su posición junto a la puerta, escuchó sonidos en la planta baja, mas no pudo saber con precisión su procedencia: como laminillas de madera que se torcían bajo el peso de unas pisadas. Si sube las escaleras le vuelo la cabeza, pensó. Mínimo. Había que ser criminal o un perfecto imbécil para entrar así en la casa de alguien. Estoy en mi territorio y te me vas ahora, pero mejor no te vayas… aquí te espero.


Portada de Familias perfectas.

(Ficticia Editorial)


Afuera de la casa una nevada se esparcía por los patios y las calles apenas iluminados. Los árboles pelones y los pinos cargados de nieve. Casas victorianas que han tenido varios dueños. Los vecinos soñando en diferentes idiomas. Estaba cerca de la gran ciudad este pueblo tranquilo de albarradas de piedra y antiguos graneros rojos.

¿Por qué habría escogido el hombre su casa? No quedaba mucho para robarse. Además de los cuadros en la pared no tenía muebles ni adornos. Ni siquiera las minúsculas luces de Navidad. Nada. Hasta eso ella se había llevado. Hace tres meses que vivía solo, desde la tarde en la que encontró su hogar vacío. No voy a volver, fue todo lo que ella dijo antes de cruzar el umbral de la puerta.

Escuchó las mismas pisadas en la cocina; un chorro de agua de la llave. Sintió la sangre circular por las piernas prestas para correr y hacia las manos con las que sujetaba el bate. Posicionado en la base, esperaba el lanzamiento del pitcher del equipo contrario. Raspó la suela de los tenis sobre la almohadilla y se acomodó la gorra como los jugadores de la televisión. La secundaria contaba con un buen campo para las prácticas. Conseguía buenos batazos que lo colocaban en primera o segunda base. Una vez, un jonrón. ¡Cómo le gustaba el juego! A su padre le dio igual saber que el entrenador lo eligió para la posición de short stop. No lo llevaría a los entrenamientos. Con pagarte la escuela es suficiente, dijo. Fue la única vez que rogó a conciencia. No, fue la respuesta. Tan raro el padre, tan diferente a otros que se alegraban y apoyaban a sus hijos cuando les salían bien las cosas.

Hacía tiempo que no se sentía tan alerta, tan consciente de sí como ahora con el bate a punto. La noción del peligro y ese estar dispuesto a la violencia lo llenaba de vitalidad. Cada uno de los sentidos encendidos, la respiración subiendo y bajando en el pecho, la visión penetrando la oscuridad, el cuerpo sano sin lesiones ni menoscabos le respondería, lo supo porque lo sintió caliente. Volvió la cabeza hacia el teléfono pero enseguida desechó la idea. Por primera vez agradeció que sus hijos no estuvieran en casa. Se habían marchado con su madre y ahora estaban seguros, dormidos en sus camas nuevas con ella cerca.

¿Y si eran más? No, se percibía uno. Estaban solos él y el otro dentro de esta casa de ventanas selladas con dobles cristales. Se aventuró fuera de la recámara y se asomó por la escalera. No pudo ver nada, no tenía ojos felinos, solo un espacio negro que daba la impresión de la boca de un túnel. Se limpió el sudor de las palmas de las manos y arrimó la espalda contra la pared, en donde el otro no lo vería cuando subiera. Atento al olfato y al oído, inmóvil, lo escuchó acercarse y detenerse al pie de la escalera. El chasquido del resorte de una navaja al abrirse. El otro empezó a subir lentamente los peldaños, deteniéndose en cada uno como si sondeara la negrura. La silueta de una nuca llegó al final de la escalera. Entonces él hinchó sus pulmones, se afianzó en el piso, tensó los músculos de su cuerpo y con toda su fuerza golpeó con el bate.

AQ

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