En la pintura de Daniel Lezama hay un efecto engañoso de abominable realidad excesiva: numerosos cuerpos desnudos, íntimas satisfacciones obscenas, bacanales nocturnas, excursiones secretas a cercanos parajes escondidos, el sexo de los niños, los pechos de una parturienta, el hongo-hombre y el hongo-mujer, el Valle de México y sus montañas como las piernas abiertas al placer —y al delirio religioso—, los miembros erectos de los tímidos y fantasiosos adolescentes y, con frecuencia, la gran y oscura boca de la vaina, de la vulva, cuya imagen es, por una analogía obsesiva de nuestro tiempo, la puerta hacia dentro o hacia fuera de la imaginación.
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Estas representaciones tan abrumadoras como fascinantes, por el don con el que están pintadas y por la espontaneidad de su composición, son mucho más que la realidad aludida o están por encima de ella o se encuentran en un más allá. Todas ellas en su craso realismo producen, contradictoriamente, lo no real, la ficción avasalladora de un yo proteico, la intimidad trocada en antropología y animalidad, la quimera que sustituye a la diaria existencia miserable. De este modo, tales representaciones nos regalan un ideal brutal —por vasto— y atroz —por una vuelta interior al origen oscuro de la familia. La imagen de México que Lezama ha construido es irreal y sublime y, a la vez, primaria y basta.
En los cuadros de la exposición del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (2022) y en el reciente video Familia pródiga de VAIVEN, dirigido por la pintora Valerie Campos, podemos observar una obra con una fuerte unidad expresiva. En ella, el dibujo juega un papel central. Las ideas del desnudo, del paisaje y de la naturaleza muerta cobran en la acumulación de actos y gestos un poderoso significado dramático bajo el arte indefectible de trazar e iluminar —hace mucho tiempo que en la pintura mexicana no surgía tal capacidad de comedia y tragedia. Es como si Lezama nunca dejara de pensar que el movimiento de la línea y del color encuentran en las escenas y alegorías de la pintura barroca uno de sus motivos fundamentales. Así, él pone y fija sus cuadros en el instante de una acción doble: ora en la correspondencia entre formas memorables y arquetípicas, ora en la inevitable creación de una imagen del mundo por más ficticia que ésta sea.
En su pintura, la intensa iluminación o el claroscuro, dosificados por el dibujo, producen actos teatrales de comprensión gestual y autoconciencia plástica. Hay muchos ecos, pero sobresalen las referencias a varias pinturas de la gran tradición, como las de Jordaens, Velázquez y Goya; y las alusiones a Balthus en “La anunciación en el cerro del Judío”, a Wyeth en “La mansión de la colina” y a Fischl en “La Venus”. Tal vez el exceso de facilidad entraña un riesgo. A veces quienes miran los cuadros de Lezama temen o presienten, en la rapidez del dibujo y en una cierta ausencia de densidad cromática, un desvío hacia la ilustración y el cartel. Quién sabe. Toda aventura, verdadera y rigurosa, avanza temerariamente. El realismo de Lezama es una acción implacable del espíritu del dibujo, sin el cual la pintura es como la poesía sin el verso.
AQ