En la página 106 del libro del CUT de Luis Mario Moncada y Martha Rodríguez Mega se puede ver una fotografía de un ensayo de Manuscrito encontrado en Zaragoza, el montaje que Ludwik Margules realizara en 1984.
Hay 22 personas en la foto. Pero el maestro Margules parece dirigirse a un joven David Olguín quien, a su vez, lo mira con muchísima seriedad. Sin duda con respeto. Pero no con esa idolatría (un poco fanática) que le vi a muchos otros alumnos del maestro, casi contemporáneos míos y a quienes veía como hermanos mayores pero a quienes envidiaba porque tenían la suerte de ser parte del mundo marguliano. No. David tiene en esa foto la dignidad del artesano que asume con determinación la complejidad de un oficio que convoca una técnica difícil de aprender y de aprehender y el vuelo casi místico que no siempre es hacia lo sublime sino también hacia lo oscuro.
Y me parece que eso es lo que el teatro de David ha perseguido pacientemente desde entonces.
He tenido la suerte de ser su espectador desde que provocaba a la muerte en el Teatro Santa Catarina en Bajo tierra en 1992. Es cierto que me confundía su humor tosco, un poco solemne, que no me dejaba soltar la carcajada. Creo, incluso que me molestaba. Y es que David es el menos complaciente de los dramaturgos mexicanos. Y ya estaba avisándonos que no iba a ceder en nada a cambio de la comodidad del público.
Admiré desde entonces a sus personajes. Sus hombres patéticos y sus mujeres aladas. Sus mundos subterráneos que no se comprometían con ningún género dramatúrgico de los que nos enseñaron en clase; asistir a sus puestas era descubrir cada vez laberintos de intenciones, pequeñas catástrofes del deseo. Encontrar los puntos estratégicos de la historia de México a donde él insistía en escarbar para entender el sinsentido de lo que somos, pero también de la experiencia humana. Siempre México como ancla pero volando hacia lugares a los que solo con su dramaturgia de primera clase se podía viajar. Por Dios, si yo no sabía que existía la isla de Clipperton y Belice era solo un estorbo en el paso de mi imaginación cuando trataba de entender por qué la carretera panamericana (que pasaba por mi pueblo en Guanajuato) se tenía que cortar al final de Panamá en el tapón de Darién. Y mi Siberia era solo la de Chéjov.
David me ha dado muchas respuestas y me ha regalado muchas preguntas en un corpus dramático que ya es bien extenso y laberíntico. Sus premisas siempre inesperadas, la impecable limpieza de su teatralidad y de sus estructuras se reconocen fácilmente y ya podemos denominarlas olguinianas. Así de fuerte es su universo dramático. Pero este es apenas el punto de partida para las convenciones elegantes y contundentes de sus puestas en escena. Porque sí, además es ese dramaturgo que sabe cómo dirigir una obra de teatro propia o ajena y desplegar un universo enemigo de la ilustración; aspirante siempre a la poesía.
Es un hombre, además, que se ve siempre amable. Amabilidad que le ha recompensado con la fidelidad de sus alumnos y alumnas, de colegas y de un público que se ha ganado gracias a la consistencia de un espacio que ha sostenido junto con esa tribu de El Milagro que siempre está pensando en el beneficio ajeno; de la colonia, la comunidad, los futuros espectadores, la cultura de México. Y voy a decir algo que parecerá producto del agradecimiento que tengo por estar parado este día aquí celebrando este reconocimiento que se le brinda pero que, de verdad, pienso desde hace mucho tiempo: es impensable el teatro mexicano contemporáneo sin las aportaciones que este hombre le ha dado. Tengo que agregar su trabajo editorial; su trabajo como docente; la tutoría en la Fundación para las Letras Mexicanas; su trabajo curatorial para las compañías emergentes en El Milagro; su voz clara frente a la precariedad de los recursos y las políticas culturales en nuestro país.
Y si de fidelidades hablamos, qué decir del nivel de excelencia que alcanzan sus colaboraciones artísticas. Son muchas pero solo mencionaré las más obvias: Laura Almela y Gabriel Pascal. Exquisitos traductores de sus universos.
Celebro este reconocimiento. David Olguín le da mucho al teatro. Pero el teatro le ha dado a David Olguín una familia espectacular. Así que supongo que Teatro nada te debo, Teatro estamos en paz. No. Cuidado. Todavía nos faltan muchas historias olguinianas para desentrañar la oscura raíz del grito. Así que: salud, David Olguín.
AQ