De Oaxaca a Veracruz*

Memoria

Este pasaje, basado en las memorias de Rita Macedo, recrea una aventura con Carlos Fuentes y Octavio Paz

"Deseosa por estar siempre a su lado, le contesté que detestaba el lujo; que nunca le pediría sacrificara algo por mí", le dijo la actriz al escritor
Cecilia Fuentes Macedo
Ciudad de México /

Antes de que nos conociéramos, Carlos ya había publicado un librito de cuentos llamado Los días enmascarados que había sido muy bien recibido, y, aunque La región más transparente todavía no salía a la venta, su capacidad como escritor ya estaba comprobada. Pero un escritor mexicano no podía vivir de sus regalías, me dijo. Y su compromiso como intelectual de izquierda era inquebrantable. Por lo tanto, aunque me amaba, no estaba en condiciones de mantenerme y mucho menos de darme los lujos a los que yo estaba acostumbrada. Deseosa por estar siempre a su lado, le contesté que detestaba el lujo; que nunca le pediría sacrificara algo por mí; le recordé que mi trabajo como actriz me permitía ganarme la vida; le propuse volver a rentar mi casa para completar el dinero que nos hiciera falta para subsistir; sugerí alquiláramos un departamento y… ya me había dado cuerda. Carlos, sonriendo como solo él sabía hacerlo, cambió la conversación. Recordando mi propósito de no decir nada que pudiera alarmarlo, tragué camote y le seguí la corriente.

Continuamos viéndonos a diario. En ocasiones aceptábamos invitaciones a fiestas donde despertábamos gran curiosidad. Una noche en casa de Maka¹ (apodada La Cosaca por ser hija de un noble ruso), quien para ese entonces vivía un tórrido romance con Octavio Paz, decidimos que los cuatro haríamos un viaje juntos al sudeste.

Octavio le pidió a su chofer que tomara el auto y emprendiera carretera hacia Oaxaca, donde le entregaría el vehículo que usaríamos para nuestra travesía. Al día siguiente, él y Maka volaron a Oaxaca antes que nosotros. Por nuestra cuenta, Carlos y yo tomamos el avión que cubría esa ruta. Desde que abordamos, él se puso nervioso al notar lo destartalado del aparato. Hacía poco que nuestro Pedro Infante había perdido la vida en uno de esos aparatos, y Carlos temía correr con la misma mala suerte. La puerta de la cabina de mando no cerraba bien, por lo que los pasajeros escuchábamos las frases que el capitán intercambiaba con el instructor de la torre de control. El piloto quería despegar y el instructor, debido al mal tiempo, comentaba que no era prudente. Finalmente, el capitán dijo: “¡Me importa un bledo si el cielo está cerrado. Por mis pistolas me voy y ya!” Nos fuimos dando tumbos en ese “catafalco volante” hasta nuestro destino. Ahí nos esperaban Octavio, Maka y un francés, Pierre Conte, que nunca supe cómo fue que se nos pegó.

Nos quedamos en Oaxaca un par de días. Después, los cinco trepamos al coche de Octavio conducido por Pierre, y nos dirigimos hacia Salina Cruz. En esa playa, nuestros acompañantes probaban ostras del tamaño de una mano y que, según decían ellos, no sabían a nada. Nosotros dos, tirados en la arena, nos mirábamos intensamente. Octavio se acercó preguntando: “¿Qué tanto se ven?”, a lo que yo respondí: “Tiene ojos…” (iba a decir cafés) pero Octavio, divertido, me interrumpió: “Sí. Tiene ojos, tiene nariz, tiene boca… ¡Qué cosas tan increíbles descubren el uno en el otro, los enamorados!”

A los pocos días, noté que Paz ya no se veía tan divertido. Le pregunté a Maka qué ocurría y La Cosaca respondió riendo que le estaba dando al poeta unas noches tremendas. “Antes de acostarnos”, dijo, “me pongo a hacer gimnasia sueca con Pierre por lo menos una hora. Después me zampo dos seconales. Así que cuando Octavio quiere que hagamos el amor, por más que me sacude no logra despertarme”. Paz, aunque abochornado por la indiscreción de Maka, trataba de conservar el sentido del humor y comentaba: “Esta cosaca es capaz de terminar con un regimiento”.

Cuando retomamos la carretera rumbo a Tehuantepec, Octavio manejaba y Maka empezó a darle instrucciones que solo lo pusieron muy nervioso. “¡Cuidado con la vaca, Octavio! ¡Cuidado con el burro! ¡Cuidado con ese camión de grava!”, y claro, el hombre, ya atolondrado, incrustó el coche en el camión. Quedamos momentáneamente sepultados por la grava, pero todos salimos ilesos del accidente. Al terminar de sacudirnos el polvo, Maka exclamó: “¡Este Octavio es un retrasado mental! ¡Sus reflejos le responden dos segundos después que a las demás personas!”

De ahí en adelante, ella tomó el volante. En Tehuantepec nos alojamos en el único hotel limpio que encontramos. Ahí, día y noche, se escuchaba un disco de Sarita Montiel cantando “La violetera”. Los cuartos, divididos por muros que no llegaban hasta el techo, permitían que los huéspedes escucháramos lo que pasaba en las habitaciones contiguas. Mi compañero y yo procurábamos amarnos silenciosamente mientras de fondo sonaba “La violetera”, la voz de Pierre dirigiendo los ejercicios gimnásticos de la cosaca y las inútiles protestas del poeta.

Regresamos a México por la ruta que llevaba a Veracruz. Al detenernos en Catemaco, Pierre se separó del grupo. Octavio ya casi no podía hablar, solo tartamudeaba: ¡”Esto es inaudito! ¡Debo estar viviendo una pesadilla!” Sus quejas eran tan absurdas que Carlos empezó a tomarlas a chunga. Y yo, claro, a seguirle el juego. Fuentes decía al aire: “¡Poeta!”, y todos reíamos como tontos. Paz simplemente balbuceaba desconcertado: “¿Qué? ¿Me hablan? ¿Cómo? ¿Qué?”

El cuarto que nos dieron en Veracruz tenía una ventana que daba a un cubo de luz. Desde ahí, se veía la habitación que le asignaron a nuestros amigos. Esa primera noche se soltó un norte y amaneció lloviznando. Fuentes y yo salimos a desayunar, para luego recorrer los portales. Cuando regresamos al hotel, me extrañó que Maka y Octavio no se hubieran levantado, así que me asomé al cubo y noté que su ventana estaba rota. Me dio un vuelco el corazón. ¿Quién la rompió y por qué? En mi mente empecé a atar cabos imaginarios: Maka llevó sus crueldades demasiado lejos y Octavio, enloquecido de rabia, la asesinó.

Llamé por teléfono a la habitación, pero nadie contestó. Pasaron dos horas más sin tener novedad. Ya imaginaba yo el sangriento cuadro y los titulares de los periódicos: “Crimen pasional en Veracruz. Destacado poeta estrangula y destaza a su bella amante”. Estaba entregada a estas aterradoras imágenes cuando tocaron a la puerta. Abrí. Eran ellos. A causa del mal tiempo, la ventana de su cuarto se había roto y fueron trasladados a otro. A pesar de que mi alivio fue enorme, me di cuenta de que estaba un poco decepcionada. Nunca había estado tan cerca de participar en una tragedia pasional. Ajena, claro está.

Seguimos nuestro viaje rumbo al DF. Maka manejaba con ferocidad. Octavio, aterrado, de cuando en cuando balbuceaba algo. Pero ella, indómita, lo callaba. Nosotros, cual pareja feliz, nos mirábamos ocasionalmente de reojo para terminar exclamando al mismo tiempo: “¡Poeta!”, y soltar luego carcajadas. A Paz nada de esto le hacía sentido.

Llegando al edificio donde vivía Maka, ella le entregó el auto a su dueño y, sin despedirse de nadie, se metió a su departamento. Octavio, tembloroso, nos fue a dejar a “La casa de las campanas”, y, al hacer una maniobra para estacionarse, el volante se le quedó en las manos. La cosaca, con su temperamento indomable, lo había arrancado de su engranaje. No creo que a Octavio ese viaje le haya inspirado poema alguno.


*Título de la Redacción. Fragmento del capítulo “El chico de los lentes” del libro Mujer en papel. Basado en las memorias de Rita Macedo, de Cecilia Fuentes Macedo, que será publicado en marzo de 2019 por Trilce Ediciones.

¹ Se trata de la pintora abstracta Maka Strauss.

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