Acaso una de las imágenes más conocidas de Ernest Hemingway (21 de julio de 1899-2 de julio de 1961) sea la que lo inmortaliza con los guantes puestos, la izquierda adelantada y la derecha amartillada, el torso desnudo y ligeramente encorvado, los ojos entrecerrados y un flequillo desaliñado, como tanteándose a sí mismo frente al espejo.
Sin embargo, al margen de su elocuencia visual, quizá no sea la fotografía de George Karger de mayo de 1944, en el gimnasio del hotel Dorchester en Londres, la que capture en toda su dimensión lo que el noble arte llega a representar para él, obsesionado con la forja de su leyenda como hombre de acción al grado de aseverar: “mi escritura no es nada, mi boxeo lo es todo”.
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Con base en su propio principio del iceberg —“hay siete octavos de él bajo el agua por cada parte que se muestra”—, la clave para explorar la tozudez con que se empeña en equiparar su méritos literarios con sus dotes pugilísticas más pareciera estar en la dedicatoria del retrato que le hace su amigo Waldo Peirce en Cayo Hueso, hacia 1929.
“Para Ernest (alias Kid Balzac)”, se lee en el ángulo inferior derecho del cuadro, observa J. Lawrence Mitchell, profesor emérito de la Universidad de Texas A&M, en su ensayo “Ernest Hemingway: In the Ring and Out”, para la revista The Hemingway Review del otoño de 2011.
Ferozmente competitivo, siempre en comparación con otros autores, aun cuando se tratara de una broma a partir de un supuesto parecido físico, este guiño le rinde un doble tributo —apunta el investigador—: por encima de la obvia identificación con uno de los campeones de la novela realista del siglo XIX, también se le compara con Ercole Billy (de) Balzac, mandamás de peso medio en la Francia de aquellos años.
Es como si en estos garabatos se condensaran los episodios que, en el París de la década de los veinte, alimentan su fama de peleador, aun cuando sobran testigos y biógrafos que no ven en ellos sino desplantes y bravuconadas, bajo los que se esconde una necesidad casi patológica de reafirmar su virilidad.
Ahí quedan para el registro —en el recuento de Mitchell— sus puñetazos fuera de tiempo, su habitual elección de sparrings de la mitad de su tamaño, y esa maña de hacerse acompañar de su cronometrista particular, por lo regular el viejo amigo Bill Smith, aleccionado para interrumpir o dejar correr los asaltos en función de su desempeño. Hasta el día de 1929 cuando, en vez de Smith, es Scott Fitzgerald quien se encarga del tiempo en su tristemente célebre choque contra Morley Callaghan.
En el sótano del American Club parisino, uno de los que debían ser rounds de un minuto se alarga a cuando más tres —nunca 13, como asegurara Hemingway—, lo cual no habría sido problema si en ese tiempo el narrador canadiense no hubiera tumbado a Papa, quien acusaría a Fitzgerald de haber dejado correr el reloj deliberadamente. En los periódicos, el derribo se consigna como nocaut y se hace inminente el distanciamiento entre los combatientes.
Con sus amigos y conocidos de la época, Hemingway alardea de haber subido al encordado con figuras como Harry Greb, Sam Langford, Jack Blackburn —mejor recordado como entrenador de Joe Louis— y Tommy Gibbons. Si bien los aficionados de verdad habrían sabido lo improbable de dichos encuentros, sus círculos más cercanos resultan fácilmente impresionables.
De la que jamás hablaría sería de su sesión con Gene Tunney, unos 20 años después, recuperada por George Plimpton en su libro Shadow Box. An Amateur in the Ring, a partir del testimonio que el hijo de Tunney le compartiera sobre lo sucedido en la Finca Vigía, a las afueras de La Habana.
Ante la insistencia de Ernest, Gene termina por acceder a un tiro a puño limpio, aun cuando tiene claro que su anfitrión, en realidad, no sabe hacer sparring. Y sucede lo que esperaba: tal vez por torpeza, Hem le conecta un golpe bajo. Indignado, a Gene le basta una finta para bajar la guardia de su oponente y contraatacar con un mandarriazo que a milímetros queda de hacer colapsar la estructura facial del escritor, que en la vida vuelve a invitar al excampeón de los pesados a intercambiar golpes.
Peor suerte corre Budd Schulberg, blanco de las arremetidas, al menos verbales, del fiero Kid Balzac. Probablemente molesto por el éxito de Más dura será la caída —su novela a propósito de la corrupción en el negocio de la bofetada rentada—, Hemingway lo topa en el patio de Betty y Toby Bruce, pareja de amigos en común que ofrece una fiesta en su casa de Cayo Hueso, hacia 1947.
En la descripción recogida en el libro Sparring with Hemingway and Other Legends of the Fight Game (Ivan R. Dee, 1995), un cincuentón de cara colorada y pecho inflado bajo la camisa abierta casi hasta el ombligo, le suelta un par de filosos jabs —“¿Así que tú eres Schulberg?”, “¿El escritor?”—, antes de lanzar una derecha de poder: “¿Tú qué sabes de boxeo, por el amor de Dios?”
Sobreviene entonces una andanada de nombres a manera de cuestionamientos —“¿Billy Papke?”, “¿Leo Houck?”, “¿Pinkey Mitchell?”, “¿Pete Latzo?”— de la que, como puede, el guionista de Hollywood alcanza a salir bien librado gracias a que, como él mismo reconociera, “tal vez no sepa mucho de boxeo, solo lo he seguido toda mi vida”.
En tanto tema, es como si la dulce ciencia del aporreo le perteneciera en exclusiva a Hemingway. Se especula que el otro motivo de enemistad con Morley Callaghan habría sido la osadía de este de publicar, en la edición de agosto de 1928 de Scribner’s Magazine, el relato “Soldier Harmon”, en cuya trama aparece Harry Greb, ídolo del ring de Papa.
Con todo, las historias de peleas y peleadores —esas que su furor le lleva a recrear ventajosamente con quienes aceptan el desafío— le ponen en contacto con sensaciones primitivas que vuelve literatura, en piezas como “El belicoso” (En nuestro tiempo, 1925), “Los asesinos”, “Cincuenta de los grandes” (Hombres sin mujeres, 1927) y “La luz del mundo” (El ganador no se lleva nada, 1933).
Y del más alto nivel, como es el caso de “Los asesinos”, calificado de magistral por Gabriel García Márquez en “Mi Hemingway personal”, texto introductorio a la versión en español (Debolsillo, 2007) de la recopilación que el propio Hem hiciera en 1938, bajo el título original The First Forty-Nine Stories.
Dos forasteros llegan a la cafetería de una pequeña ciudad en busca de un exboxeador al que pretenden matar. Mientras lo esperan, toman como rehenes al dueño, al cocinero y a un muchacho. Pero el tipo no llega y los mafiosos abandonan el lugar. Asustado, el chico corre a alertarle, pero se encuentra con un hombre que, impávido, le dice que no hay nada que hacer: se metió donde no debía y se ha acabado el ir de un lado a otro.
En el condenado Ole Anderson —protagonista de “Los asesinos”—, Hemingway parece recuperar el caso de Frederick Boeseneilers, hijo de inmigrantes alemanes que cambiara su nombre por el de Andre Anderson para probar suerte en los encordados. Entre 1915 y 1926, después de tumbar a Jack Dempsey —aunque sin llegar derrotarlo—, se presta a dejarse caer en contiendas arregladas. Hasta el día en que se rehúsa y es asesinado a balazos.
A raíz del juego de apellidos, resulta inevitable que en este personaje se advierta un eco del gigantón sueco al que contrata el entrenador Bob Armstrong para salirse con la suya en un “Un asunto de color”, narración que —en línea con las del periodista deportivo Ring Lardner— el joven Ernest publicara hacia 1916, en la revista Tabula, de la preparatoria Oak Park and River Forest.
Con la diestra lastimada, es imposible que Dan Morgan venza al negro Joe Gans. No presentarse a la pelea tampoco es una opción, so pena de perder 500 dólares. Lo que hay que hacer es llevar al contrario a las cuerdas, ahí donde cae una cortina junto al cuadrilátero. Desde atrás, el sueco le noqueará de un batazo en la cabeza. Mas nadie sabe que el mastodonte es daltónico. Y que cuando le zurre al hombre blanco, acaso estará firmando su sentencia de muerte.
A lo largo de buena parte del siglo XX, las historias de boxeo girarán en torno a las muchas formas de arreglar un pleito. La de Jack Brennan, en “Cincuenta de los grandes”, no será la excepción. Tiene muy claro que no hay forma de ganarle a Jimmy Walcott. Por eso se la juega en favor de su contrincante. Aunque se paga dos a uno, al final se embolsará 25 mil dólares.
No es ninguna trampa. Ya no es tan fuerte como antes, pero puede aguantar una paliza y librar el nocaut. Ofrecer un buen espectáculo, pues. Poner fin a su carrera de forma que se sienta bien y gane mucho dinero. Por eso, cuando en el undécimo Walcott le da un golpe bajo, se le salen los ojos, abre la boca, trastabilla casi con las entrañas de fuera, pero no se quiebra.
En contraste con Ole Anderson —que se gira en la cama para esperar su destino de cara a la pared—, Brennan niega el foul ante el réferi y regresa al combate. Aunque sólo sea para recibir más castigo antes de devolverle la marranada a su oponente, forzar su propia derrota por descalificación y poner otra vez las cosas en orden. Poder y no poder contra las atrocidades del crimen organizado.
“Esos dos nos la han querido clavar por la espalda”, le dice John, su mánager, a Jack, ya en el vestidor. “Menudos amigos tienes”, le responde, en alusión a Happy Steinfelt y Lew Morgan, el par de estafadores que les han querido arrebatar la apuesta a traición. “Es curioso lo rápido que piensas cuando hay tanto dinero en juego”, remata Brennan.
Al final de la entrevista que concediera al mismo George Plimpton para la edición Primavera 1958 de Paris Review, Ernest Hemingway advierte que, de las cosas que han sucedido, y de las que existen como son, y de todas las cosas que conoce, y todas aquellas de las que no puede saber, el escritor crea a través de su invención algo completamente nuevo, más verdadero que cualquier cosa verdadera: algo a lo que, si le insufla suficiente vida, volverá inmortal.
Cazador, pescador, torero, de todas las facetas de macho bragado sobre las que erige su mito, puede que la de hombre de puños haya sido la menos cabal. Y, con todo, igual le alcanza para hacerse dueño de boxeadores que solo existen por un momento, mientras son suyos —como dijera García Márquez—, aunque las tribulaciones de sus vidas imaginarias quedan para la posteridad a punta de porrazos en el teclado de alguna vieja máquina de escribir.
Sin olvidar su desencuentro, al paso de los años, Budd Schulberg finalmente descifra la pregunta tras la pregunta del fanfarrón aquel: “¿Tú qué sabes de escribir, por el amor de Dios?” Y entonces repara en que —lo mismo por “El belicoso” y “Cincuenta de los grandes”, que por “El invicto”, Muerte en la tarde, Las verdes colinas de África o El viejo y el mar— cada round en su tarjeta va para Kid Balzac, a quien habrá que levantarle la mano al final de la batalla.
ÁSS