'Despachador de pollo frito': la voz del titiritero

A fuego lento

Con su nuevo libro de cuentos, Carlos Velázquez regresa más fuerte que nunca con su mundo delirante, lleno de ambición estilística, irresistiblemente verosímil.

Buzz Osborne en la portada de 'Despachador de pollo frito'. (Foto: William Lacalmontie)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Solo conozco un mundo en el que sea posible la existencia de Paul McCartney reducido —después de una colisión automovilística— a una cabeza parlante y en uso pleno de su sensibilidad artística y sus dones intelectuales; un mundo en el que una vestida sin llenadero sexual se transforme en una conversa de la castidad o el que un don Juan cuarentón respete con devoción la fecha de caducidad de sus relaciones amorosas; donde un director de orquesta —la gloria local de Tatahuila (Torreón, sin duda)—, un estuche de soberbia y patanería, capaz de bajarse los pantalones en la iglesia, gane el favor de una sociedad pacata; o donde un joven obeso consienta a su mascota —una piraña— con trozos de su cuerpo luego de alimentarse en exclusiva con donas y restos de pollo según la receta del coronel Sanders para, muy a su pesar, terminar convertido en militante ecologista. Sólo conozco un mundo en el que los personajes puedan llamarse Dr. Pooh o Satarain o Ainhoa o Mr. Bimbo. Es el mundo de Carlos Velázquez, delirante y, a fuerza de ambición estilística, irresistiblemente verosímil.

Con Despachador de pollo frito (Sexto Piso), Velázquez regresa más fuerte que nunca a la órbita carnavalesca de algunos de sus relatos. Me refiero a la literatura concebida como juego de máscaras, rito de iniciación, anulación de la identidad y exceso con método. No hay visión carnavalesca del mundo sin desmesura cómica. Velázquez lo sabe y para conseguirlo se sirve de la crueldad. Sus personajes —no importa si son protagonistas o meras comparsas— no tienen un momento de respiro. Creen actuar con libertad y mientras más se afanan en contradecir su destino más humillados y vapuleados se muestran. Entonces viene la risa, nuestra risa de lectores contagiados por el ejercicio de la crueldad que tan bien practica el titiritero que es Carlos Velázquez.

Pero ni el delirio, ni el exceso, ni la desmesura cómica serían favorables sin una escritura donde confluyen los asertos venenosos del habla popular, la cólera grandilocuente de los ambientes patibularios, la sonoridad insurgente del rock, la parafernalia artificial del cine y las series de televisión. Carlos Velázquez ya es un género literario; también es un estilo.

RP/ÁSS

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