Colores sin estridencias, una gama plácida que se mueve entre los grises y el púrpura que tanto le gusta a Wong Kar-Wai. La última película de Wim Wenders, Días perfectos (disponible en Mubi) transita entre la gracia de una pintura de Rothko (pienso en la Capilla de Houston) y el minimalismo del músico estadunidense Morton Feldman.
Días perfectos dialoga con tantos artistas que uno corre el riesgo de perder el rumbo y extenderse pensando en música o arquitectura. Mejor concentrarse en el diálogo explícito que Días perfectos establece con Yasujiro Ozu, de quien el irlandés Mark Cousins ha dicho que es el auténtico paradigma del cine clásico. Lo que el viento se llevó, Casablanca o El padrino son, afirma Cousins, arte romántico.
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El cine clásico se levanta como las antiguas columnas griegas, indiferente al tiempo. Produce espacios mentales cuyo ritmo invita a la reflexión. Lejos, tanto del final feliz californiano como del final trágico del cine ruso, la cinematografía japonesa se mantiene al centro de la experiencia humana, como el arte de Leonardo da Vinci, para quien el centro de lo humano es el vientre (como demuestra El hombre de Vitruvio). Por ello los encuadres de Win Wenders en Días perfectos se encuentran concentrados ahí. El punto de vista es, además, un poco bajo (como en el cine de Ozu). Como si fuésemos niños asombrados por tanta cotidianeidad.
Wenders cuenta la historia de Hirayama, un hombre cuyo pasado resulta imposible de adivinar. Así Wenders nos obliga a digerir la máxima zen según la cual sólo existe el presente. De lo anterior se desprende la obsesión por la rutina por documentar la existencia de un hombre que se aferra al ahora de una vida feliz.
A la crítica occidental, por supuesto, la obra le ha resultado interesante (eufemismo para decir aburridísima). En Días perfectos no hay modo de saber por qué la hermana de Hirayama se aparece un día en un auto de lujo para reprocharle que se dedique a lavar baños. No sabemos tampoco quién es este hombre que le confiesa que tiene cáncer y le explica con culpa que la mujer a la que estaba abrazando es su examante. Sólo con esta charla el protagonista de Días perfectos parece descomponerse y romper la rutina de despertar con el sol, rasurarse el cuello y las mejillas, recortar su bigote, regar sus plantas y mirarlas con una suerte de admiración religiosa. Por la tarde Hirayama come un sándwich y a veces se va a la librería del barrio. Comenta con la vendedora la importancia de la ensayista Aya Kōda. Parece gustarle particularmente un libro que tiene en su portada un árbol. Se adivina que la relación con ese texto está relacionada con la felicidad que siente Hirayama cada día cuando después de limpiar baños se sienta a disfrutar del viento que se mueve arriba, entre las hojas de los árboles.
El espectador avezado y que sea capaz de esperar a que termine el rol de créditos, verá una imagen en blanco y negro (que recuerda los sueños del protagonista) sobre la que Wenders ha hecho escribir lo siguiente:
“Komorebi es la palabra japonesa para el brillo de la luz y las sombras que se crea cuando las hojas se mueven con el viento. Solo existe una vez, en ese momento”.
Esta es la declaración de principios de Wim Wenders en esta película, encontrar la perfección en lo que, como decía Rimbaud, viene por todas partes, pero se va por doquier. El instante en que sonríe un hombre sabio y rutinario que ha aprendido que sólo aquí y ahora es posible aferrarse a la felicidad.
Días perfectos
Wim Wenders | Japón | 2023
AQ