En su estupenda colección de ensayos Contra la censura, J. M. Coetzee explica que los actos de silenciamiento tienen como origen la reacción de ofenderse. Ofendido, el poder no duda de sí mismo, no se permite dudar de sí mismo, así que impone restricciones con el fin de disciplinar a aquellos que critican, se burlan (o parecen burlarse) de él, y sobre todo, a aquellos representan un desafío a su investidura.
El ofendido suele reprender. Amonesta, regaña, reconviene. También predica, moraliza y corrige. En este último punto, en la concienzuda tarea de la corrección, el ofendido se permite silenciar y, como acto extremo, prohibir. Tal es el caso de los movimientos radicales.
Coetzee identifica al gran censor en el Estado. Señala: “La censura estatal se presenta a sí misma como un baluarte entre la sociedad y las fuerzas de subversión o la corrupción moral. Desechar por poco sincera esta explicación que da el Estado de sus propios motivos sería un error: es característico de la lógica paranoide de la mentalidad censora pensar que la virtud, como tal, ha de ser inocente, y por lo tanto, a menos que se la proteja, vulnerable a las artimañas del vicio”.
En Contra la censura, Coetzee traza un brillante periplo que va de Erasmo y la estupidez (o la locura) como forma de descalificación moral; de Osip Mandelstam a la represalia punitiva de Stalin; de las polémicas de Solzhenitzin al pensamiento del apartheid o la estridencia del activismo antipornográfico y las consideraciones sobre la libertad de expresión, porque en ese callejón sin salida entre el debate reflexivo y la diversidad de elementos de coerción, peligra el equilibrio de la vida pública, se tambalea el cimiento de la democracia.
“El tirano y sus mecanismos de control no son los únicos afectados por la paranoia. Hay ribetes patológicos en la actitud vigilante de quien escribe en un Estado paranoide”, apunta Coetzee, y evoca las experiencias de George Mangakis cuando en la prisión escribía bajo vigilancia, y el relato de Danilo Kis sobre la censura interiorizada, ésa que provoca que el escritor lea con ojos ajenos su propio trabajo. La censura, en resumen, significa acallar o callarse motu proprio para no ofender a la autoridad, pero no redime a la escritura de su responsabilidad.
Los disturbios perpetrados por los simpatizantes de Donald Trump el 6 de enero en Washington D.C., provocaron que las dos principales redes sociales, Twitter y Facebook, aplicaran sus propias reglas suspendiendo temporalmente la cuenta del presidente aún en funciones, debido a que sus flamígeros posteos llamaban a rechazar la validación de las elecciones a través de la violencia. Esto generó una discusión acerca de la hipotética censura de los propietarios de dichas redes sobre un jefe de Estado, en la que no faltó la sugerencia de regulación gubernamental, lo cual es, por sí mismo, un despropósito: el poder político cuenta con un amplio abanico de instrumentos para imponer sus límites sobre el ciudadano, confines que no deben transgredirse por la vía legal o por decreto; es el gran vigilante, el responsable de una burocracia de control que delimita, y cerca, al segmento crítico o contestatario de la sociedad, un ente atomizado aún más por las redes sociales y su inmensa capacidad de polarización.
La voz de un líder ostenta un potencial insospechado. Puede mantener o dinamitar el orden, acorralar o destruir, como esa parábola con que Stefan Zweig describió la Europa de entreguerras: “Desde todas partes el individuo se ve atacado por la fiereza abrumadora de las masas, y no hay ningún modo de protegerse, ningún modo de salvarse de la locura colectiva. […] El hombre está bajo el hechizo del odio” (Erasmo de Rotterdam: triunfo y tragedia de un humanista).
Así que ante la confusión entre lo que es censura o es prudencia, habría que leer (o releer) los ensayos de Coetzee.
AQ