Dos teorías de la estupidez

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

Más que seguidores convencidos, el mal necesita seguidores inconscientes.

Dietrich Bonhoeffer, teólogo alemán. (Archivo)
Julio Hubard
Ciudad de México /

No he hallado libro de Carlo Cipolla que se deje leer sin sonreír, ya porque su inteligencia es súbita e iluminadora, ya porque es capaz de, por ejemplo, explicar el trayecto de la Edad Media hacia el Renacimiento por el quemante apremio de conseguir pimienta. Y no es caricatura: es un ensayo, marcado por la cliometría, que demuestra que “la tasa de crecimiento de la renta aumentó más rápidamente que la tasa de población”. En el trayecto cuenta historias de violencias, de santidades, la caída de Roma, las Cruzadas. Todo en 30 páginas. Quien conozca su Historia económica de la población mundial sabe que todo este título inmenso se cumple en menos de 200 páginas.

Se hizo famoso, sobre todo, por un juego teórico que derivó en un recurso notable de crítica social, moral, política: su “Teoría de la estupidez” (en Allegro ma non troppo, 1988) que es, lo único destacado en su pobre entrada de Wikipedia. Se trata de una matriz en cuadrantes. Hay cuatro clases de personas: los inteligentes (benefician a los demás y a sí mismos); los incautos (benefician a los demás y se perjudican a sí mismos); los malvados (perjudican a los demás y se benefician a sí mismos), y los estúpidos, que perjudican a los demás y a sí mismos. Éstos son los más peligrosos, porque “siempre son más de los que uno cree” y, sobre todo, porque “el estúpido es el tipo de persona más peligrosa que existe”.

El juguete de Cipolla no es un divertimento. Él pudo ver al monstruo, evadirlo y describirlo. Pero evadir la estupidez no siempre es una opción.

Dietrich Bonhoffer dejó su testimonio sobre esa misma bestia. Le costó la vida, apenas a los 39 años de edad, en 1945. Su legado es práctico y, muchos años después, también teórico. Fue un pastor luterano, sincero, culto, que escribió un par de libros de pedagogía filosófica y parecía destinado a una vida académica y de templo. Pero le tocó atestiguar el ascenso de Hitler y sus hordas y cohortes nazis. Alzó la voz para denunciar esa suerte de “contagio en el mal”, tras la cual se asomaba Satán (los luteranos viven a las patadas con el diablo) y quiso hacer todo lo que pudiera hacer un ciudadano honesto en contra de la infección de la atrocidad.

Arguyó, escribió, denunció y quiso discutir racionalmente con los militantes y simpatizantes de aquel régimen. Nada. No sólo no había manera de razonar con aquéllos, Bonhoffer, en prisión, conservó su visión religiosa del ser humano, pero había entendido que, cuando la estupidez se reúne con el poder, no queda más recurso humano que salir o quedar aplastado bajo el monstruo.

Y dijo lo mismo que Carlo Cipolla: “la estupidez es un enemigo más peligroso que la maldad”. Contra el mal se puede protestar e incluso someterlo por la fuerza. Como hay una racionalidad en el mal, puede ser calculable y remediable. “Contra la estupidez estamos indefensos. Ni las protestas ni el uso de la fuerza logran nada aquí; las razones caen en oídos sordos; los hechos que contradicen el prejuicio de uno simplemente no necesitan ser creídos —en esos momentos la persona estúpida incluso se vuelve crítica— y cuando los hechos son irrefutables simplemente se los deja de lado como intrascendentes, como incidentales. En todo esto, la persona estúpida, en contraste con la maliciosa, está completamente satisfecha de sí misma y, al irritarse fácilmente, se vuelve peligrosa. (Traduzco de Letters & Papers from Prison, Simon & Schuster).

Luego añade un punto que Cipolla no toca: que las personas aisladas de los demás o solitarias “manifiestan este defecto con menos frecuencia que los individuos o grupos de personas inclinadas o condenadas a la sociabilidad”, y que cuando el poder político, público, crece, “infecta a una gran parte de la humanidad con la estupidez”.

Pero “el poder de uno necesita la estupidez del otro”, y no es que se atrofie el intelecto sino que el sujeto queda abrumado por el poder creciente y renuncia a su autonomía. Y esa renuncia los vuelve como sordos. “El hecho de que el estúpido sea a menudo testarudo no debe cegarnos ante el hecho de que no es independiente. Al conversar con él, uno siente virtualmente que no está tratando en absoluto con él como persona, sino con eslóganes, consignas y cosas por el estilo que se han apoderado de él. Está bajo un hechizo, cegado, maltratado y abusado en su propio ser. Habiéndose convertido así en una herramienta sin sentido, la persona estúpida también será capaz de cualquier mal y al mismo tiempo incapaz de ver que es el mal”.

AQ

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