Más o menos por estas fechas ocurren ciertos hechos que me recuerdan a mi abuelo Ciro. Falleció en marzo de 1996, el mismo día del cumpleaños de mi hermana mayor, la entrada de la primavera, el natalicio de Benito Juárez también. Es probable que yo esté más atenta y más sensible durante esta estación a lo que tenga que ver con él, aunque a mí me gusta pensar que existe comunicación entre nosotros, como la que hubo cuando vivía, una convivencia entre susurros, apenas visible, de pocas palabras, casi sobrenatural.
Ciro me transmitía sus mensajes a través de los ejemplares de esa hermosa biblioteca, ubicada en un cuarto pequeño de la casa que compartía con mi abuela en Xochimilco, con una colección debidamente catalogada y encuadernada en tela, compuesta lo mismo por teleguías, periódicos y literatura universal. Me hablaba en completo silencio cuando cortábamos higos y manzanas de los árboles del jardín. Al desaparecer de esta dimensión, sus recados, como he dicho, comenzaron a aparecer ante mí de diferentes maneras, aunque reconozco que sus significados se me desvelan tiempo después. Lo he tomado más como un oráculo.
- Te recomendamos ¿Es la felicidad una falacia? Laberinto
Un tío me compartió en una ocasión unas tarjetas como las que solían usarse antes para escribir las referencias y la bibliografía de una tesis o de cualquier otro trabajo de investigación, en las que Ciro tecleó a máquina, en lugar de datos, frases que revelaban el poder de las palabras y de los gestos, como la sonrisa. Sus enseñanzas en enunciados como “todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado”, “cree que lo tienes y lo tendrás”, “el nombre de una persona es para ella el sonido más dulce e importante”, me recuerdan a ciertos preceptos del cristianismo primitivo.
Era un gran lector pero sobre todo un comprometido creyente los últimos años de su vida, y para nada dudo que hubiera abrevado del Evangelio de Valentín, por ejemplo, en lo referente a los elegidos por el Padre, a quienes les ha revelado la verdad a través de las veintitrés letras del alfabeto. La primera línea de esta homilía gnóstica es: “El Evangelio de la Verdad es alegría…”. Desconozco el motivo de mi tío para obsequiarme los papeles mecanografiados por el abuelo, pero si tomo el significado literal de su posible fuente, comprendo cuánto abonaron en su momento a que yo me decantara por la escritura, por el simple hecho de que escribir me hace feliz.
A principios de 2020, la descomunal iglesia cuya edificación él dirigió como arquitecto en la colonia Anzures, en la Ciudad de México, me hizo saber que estaba ahí cuando la visité por primera vez, a través de los reflejos de colores emitidos por los vitrales de la cúpula. La firmeza del inmueble parecía traspasar los muros con potencia, en forma de un vigor imprescindible para resistir lo que se le vendría encima al mundo en los días posteriores con la pandemia. Una vez más, un presagio tutelar, cuyos efectos devastadores entendimos meses después, al descubrir que el virus vulneraba ferozmente a los ancianos.
Recientemente vi El agente topo de Maite Alberdi, en Netflix, y siento que Ciro volvió a manifestarse esta vez como un recordatorio. El octogenario Sergio Chamy es un reciente viudo jubilado al que le urge sentirse útil nuevamente, por lo que se enrola, en ese afán, como agente encubierto en un asilo para ancianos, donde tiene la misión de investigar las condiciones en las que se encuentra Sonia, residente del lugar, porque la hija de la abuelita sospecha que la maltratan.
Una amiga mía se incomodó porque, en su opinión, la directora “usó al pobre viejito para sus fines”, pero cuando comentamos la posibilidad de que todo fuera una construcción dramática deliberada, su percepción cambió, convirtiéndose el “pobre viejito” en un hombre con carácter. Mezcla a partes iguales de cine documental y de ficción, El agente topo es una película de detectives de la tercera edad.
Que al primer ímpetu, mi amiga considerara un abuso el método usado por Alberdi para filmar su cinta se fundamenta en la realidad latinoamericana. Por lo menos en México, cerca de 15 millones de personas tiene 60 años o más, de las cuales sólo el 41.4% son económicamente activas y 69.4% presentan algún tipo de discapacidad. O sea, un sector de la población en potencial desamparo. Según las cifras del Inegi, el destino de los mayores es la soledad, la pobreza y la imposibilidad de valerse por sí mismos. Lo demuestra el mismo filme, con los viejos olvidados en el albergue: la vejez estorba, mientras más lejos mejor. Creemos que si la desestimamos no llega, como se piensa también de la muerte. Algunos clásicos han alimentado este imaginario: El último hombre (1924), de Murnau, Umberto D (1952), de Vittorio de Sica, Ginger y Fred (1986), de Fellini.
Pero qué pasaría si por un momento dejáramos de ver a estos seres como individuos lentos, inútiles y quebradizos, según los ojos de la sociedad actual que privilegia la fuerza, la eficacia y la rapidez, y nos sumáramos a la visión refrescante acerca de ellos, que algunas cintas ponderan al elegir protagonistas en el uso de sus plenas facultades mentales, autosuficientes, casi sabios —como esta o Lucky (2017) de John Carroll Lynch, Amor (2012) de Michael Haneke, ¿Y si vivimos todos juntos? (2012) de Stéphane Robelin y Los ladrones viejos (2007) de Everardo González—. De entrada, se merecería un Oscar.
El agente topo está nominado este año por la Academia en la categoría de mejor largometraje documental, siendo la única película latinoamericana en la competición. No es para menos, ha iluminado una zona que nadie toma en cuenta, pese a que todos nos dirigimos hacia allá. Es curioso que haya aparecido una pieza así en esta época, cuando quienes ya se encuentran en esa etapa de la vida son el blanco de una espantosa enfermedad a escala mundial. Espero enterarme pronto de qué me sirve ahora la información que Ciro me ha compartido. Por lo pronto nos contactamos de nuevo.
ÁSS