Que los políticos hagan su trabajo —cualquier cosa que eso signifique— y los epidemiólogos nos ayuden a entender de qué hablamos cuando hablamos del Covid-19. Que los opinadores profesionales no dejen de esparcir sus temores y los profetas se laven las manos antes de plantarse frente a su auditorio. Que los perseguidores del Inevitable Final acaparen el agua y el papel sanitario, y que los aburridos miren partidos de futbol que se jugaron hace tres semanas. Mientras tanto, mientras consideramos la posibilidad del encierro y las calles y los sitios públicos se quedan vacíos, convendría encontrarnos, o reencontrarnos, con El Decamerón, una obra nacida bajo el signo de la epidemia.
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Un poco de memoria. En 1348, la peste bubónica azotó Florencia y provocó una mortandad mayor. Giovanni Boccaccio había vuelto a su ciudad natal después de permanecer en Nápoles como agregado comercial, en Ravena y Forli. Había regresado porque su padre estaba en bancarrota y porque había decidido tomar el camino de las letras. Ahí, en Florencia, la peste salió a su encuentro pero supo evadirla y vivir por largo tiempo.
Es probable que Boccaccio iniciara la escritura de El Decamerón en aquel 1348. Lo cierto, en cambio, es que las primeras páginas, la “Introducción”, son asombrosamente desoladoras. Dice el narrador que “la autoridad de las leyes” había desaparecido tras la muerte de ministros y ejecutores. A pesar de la miseria y la aflicción, algunos iluminados arrastraban los pies por la ciudad “andando con flores en las manos y con hierbas aromáticas”. Otros iban de taberna en taberna, burlándose de los enfermos abandonados a su suerte. Si no con tintes apocalípticos, el aspecto que mostraba Florencia era el de un enorme cementerio donde, sin embargo, aún quedaba sitio para gozar la vida.
También encontrábamos, sigue el narrador, a quienes “abandonaban sus casas, sus parientes y sus enseres” para buscar refugio en el campo. A esta última y despreocupada naturaleza pertenecen los diez protagonistas de El Decamerón —siete mujeres y tres hombres no mayores de 25 años—: tras pocas fatigas, se instalan en “un palacio, con un hermoso y amplio patio en el centro, y muchas galerías, salas y aposentos”.
El lector primerizo podría aventurar que los diez protagonistas se entregarán sin retraso a jornadas maratónicas de sexo, vino y comida antes de que la peste los alcance, sólo para descubrir que el placer no provendrá de los cuerpos sino, como sugiere una de las protagonistas, de novelar en las horas en que cae la tarde. La idea de pasar los días novelando —según el término que elige el narrador— se opone de esta manera a la posibilidad del contagio y aun de la muerte, como descubrimos una vez que concluimos el libro y damos paso a la certeza de que durante las dos semanas que registra Boccaccio no hay presencia y ni siquiera mención alguna de la peste.
El Decamerón reúne 100 cuentos. Cada uno de los protagonistas narra una historia durante cada jornada, diez en total pues el viernes y el sábado están reservados para el descanso. Por lo demás, su lugar en el orden de aparición nunca es el mismo: el deleite o el capricho son el único criterio combinatorio. Esos cuentos terminan orquestando una celebración de la vida y de los medios de los que hombres y mujeres se valen para obtener goce, satisfacción o beneficio, como si ninguna otra cosa tuviera importancia. Y algo más: presentan una sociedad tan variopinta, tantos tipos y oficios, tantos significados vitales, tantas sugerencias y oscilaciones, que no resulta descabellado pensar en nuestro tiempo, el de la otra pandemia y los golpes de fortuna.
Podemos leer así a Boccaccio como si narrara desde nuestro presente y no desde hace siete siglos y medio. Es decir, a la sombra de Florencia en 1348, podemos intentar una “traducción”, o, mejor dicho, una “actualización” de El Decamerón sin perder de vista el deslumbramiento que produce su ausencia de lecciones edificantes, su descarada simpatía hacia pícaros y malvivientes, su capacidad para sacar del agujero incluso a los que se burlan del azar y los poderes divinos.
¿Qué hacer entonces con las legiones de frailes hipócritas que a su muerte comienzan a despedir olor a santidad, con las mujeres casadas que resisten los embates sexuales de altos dignatarios y más tarde huyen de sus casas para enfriar sus insatisfacciones, con los ancianos que deben soportar las burlas de hechiceras ingobernables, con los comerciantes en desgracia que por obra del azar son reconfortados por los cuerpos de viudas adineradas “hasta hacerlo plenamente y muchas veces durante la noche”, con las damas de linaje real, travestidas y locas, y toda esa corte de gozosos representantes del género humano?
Están demasiado vivos y son demasiado cercanos a nuestra circunstancia como para no querer reanimar sus acciones en las amenazadas existencias de nuestros contemporáneos. Traigamos hasta aquí, por ejemplo, la narración novena de la tercera jornada, que corre a cargo de Neifile, “tan cortés como hermosa”. ¿Qué haríamos con Gileta de Narbona, ambiciosa y hierbera, quien del rey obtiene al conde Beltrán de Rosellón como esposo? Ya que nada se aviene, Beltrán huye a Florencia sin consumar el matrimonio: desea, sin consejo, a una joven hidalga. Tras un intercambio de engaños y jugarretas, la condesa se las ingenia para hacerse pasar por la joven hidalga, meterse a su cama y tomar al conde. Final feliz de la historia. ¿Qué podríamos hacer sin traicionar a Boccaccio convirtiendo a Gileta de Narbona en una vampiresa de telenovela? Quizá sólo, como sugiere David Toscana en Evangelia al enviar a una niña, y no a un niño, para sacrificarse y redimir a la humanidad, “compartir el pan, el vino y alguna otra delicia”.
Como de las cartas del tarot que los personajes de El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino, van disponiendo sobre la mesa para contar sus desventuras, de los 100 cuentos de El Decamerón podemos extraer nuevos significados con apenas intercambiar —digamos— a un abad por un miembro honorario de los Legionarios de Cristo, a un rey por un gobernador, a una banda de asaltantes de caminos por un grupo de traficantes de cocaína, a una dama sin el cuidado y las atenciones de su marido por una estrella de rock en rehabilitación, en fin, a una de esas siete jóvenes insumisas y alegres que huyen de Florencia por una feminista que sin embargo no ha leído a Susan Sontag.
Mediante un mecanismo de sustitución de los decorados, como practican los escenógrafos durante el paso de un acto a otro en el teatro moderno, una taberna puede transformarse en un antro, una iglesia en la misma iglesia, aunque con el altar revestido de televisores, la antesala de un palacio en el despacho de un operador político.
De la pandemia que no esparce aún sus noticias más funestas en México llegan rumores de alarma y fiebre. Los arcanos anuncian la soledad y el encierro. Para quienes entendemos el mundo a través de la novela, de las buenas historias que nacieron junto al fuego y ahora vuelan impresas o en formatos digitales, la obligada cuarentena puede significar una visita a los autores que tiempo atrás corrigieron e iluminaron nuestras vidas. No toda reclusión nos arroja a un horizonte vacío. En ciertos casos puede prometer una biblioteca que disponga de algunos volúmenes que habíamos dado por olvidados o perdidos. Aunque nada parezca prometedor, y la realidad no se lea todavía al revés, es muy probable que El Decamerón esté ahí aguardándonos.
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