El descabezamiento del Estado

Ensayo

Las bandas criminales, aliadas con los grandes cárteles, ejercen lo que Achille Mbembe llamó “soberanía sumaria”: la facultad de decidir sobre la vida de quienes habitan los “mundos de muerte”.

Integrantes de la Policía Comunitaria CRAC-PC-PF. (Foto: Ariel Ojeda)
Carlos Illades y Teresa Santiago
Ciudad de México /

Muestra fehaciente de la virtual inexistencia del Estado o de su subordinación/colusión con el crimen (a nivel local, estatal o federal, según el caso) es que asesinen impunemente al alcalde de la capital de una entidad federativa y la respuesta sea la evasión de la autoridad pública, como indican las ocho columnas de la prensa local. La cabeza del alcalde en el toldo de un vehículo en las afueras de Chilpancingo despeja toda duda de quien tiene el poder de facto en parte de la ciudad (cada banda ejerce su ley en un segmento de ella) y en la región (los Ardillos, de la capital hasta la Montaña alta; los Tlacos, desde Chilpancingo hasta el centro de la entidad, y así otras organizaciones criminales más). Y las “tranquilizadoras” palabras del padre de la mandataria (“la gobernadora está en todos lados”) para tratar de llenar el vacío de autoridad, dejan claro quién es el verdadero dueño de la silla.

Los primeros decapitados de la malhadada guerra contra el narcotráfico aparecieron en Acapulco en 2006. Esparcidos en distintos puntos cercanos a Chilpancingo encontraron en diciembre de 2008 los cuerpos cercenados de 8 militares y el noveno del exsubdirector de la Policía Preventiva Estatal. El mensaje que acompañaba los restos advertía: “Por cada elemento que nos maten, les vamos a matar a 10”. La sospecha sobre las ejecuciones recayó sobre los Zetas porque “utilizaron códigos militares de combate a guerrilleros que solo conocen elementos de élite”. Y la razón de estos “homicidios de violencia inusitada”, como los calificaron las fuerzas armadas, se atribuyó a la eficaz ofensiva emprendida por el gobierno federal que tenía “acorralados y debilitados” a los grupos criminales asentados en Guerrero, tras duros golpes “los cuales han provocado una merma en su estructura tanto funcional como económica”. Estaban ciertas las autoridades federales que la estrategia de “descabezar” a los cárteles era la correcta y que la guerra llevaría a la victoria a mediano plazo. Sin embargo, la guerra no tiene fin, las organizaciones delictivas cada vez tienen un mayor control territorial del espacio nacional y la sanguinaria práctica del desmembramiento se normalizó y cruzó las fronteras estatales.

Las principales ciudades guerrerenses (Acapulco, Chilpancingo, Iguala, Taxco, Chilapa y Zihuatanejo), su entorno rural y las siete regiones de la entidad las dominan los grupos delictivos, la economía local es regida por su racionalidad depredadora, la población vive en vigilia permanente y opera una gobernanza criminal fluctuante en la que aquellos grupos constituyen un Estado paralelo que replica a su manera las funciones esenciales del ente público: el control territorial (con halcones, sicarios y jefes de plaza), la fiscalidad (“derecho de piso”) y el monopolio de la fuerza (legitimado de facto). Estas bandas criminales, aliadas con los grandes cárteles, vigilan a la sociedad, controlan el mercado de los productos básicos, el trasiego de drogas, palomean a los candidatos a los cargos de elección popular, se apropian de parte del presupuesto público y ejercen lo que Achille Mbembe conceptualizó como soberanía sumaria, esto es, la facultad de decidir sobre la vida de quienes habitan los mundos de muerte. En eso se convirtió Guerrero, castigado además por catástrofes naturales potenciadas por la falta de recursos, la corrupción, la voracidad del capital y la pobreza en todas sus manifestaciones.

El año pasado, por medio una manta colocada junto a varias cabezas decapitadas, la alcaldesa morenista de Chilpancingo, Norma Otilia Hernández, la llamó a cuentas al jefe de los Ardillos (conocidos así por el alias su fundador Carlos Ortega Rosas, la Ardilla) para ajustar las cuotas territoriales y los giros a cargo de la organización. A su sucesor, el perredista Alejandro Arcos Catalán, lo convocaron a territorio ardillo a escasos días de tomar posesión y después de la ejecución del secretario general del Ayuntamiento y del futuro jefe de policía, al parecer por el reclamo de un tercio del ramo 33 del presupuesto municipal y de 3 a 5 cargos en el ayuntamiento para emisarios del grupo criminal. Solo podemos especular acerca de sus respuestas, la una sobrevivió, el otro no. Arreglos similares o de mayor envergadura a los que seguramente alcaldes de otras ciudades guerrerenses llegaron en su momento con las bandas regionales (i.e. José Luis Abarca con los Guerreros Unidos en Iguala).

El sepelio del alcalde decapitado conmocionó a la capital guerrerense y provocó la indignación de la ciudadanía chilpancingueña, que se sobrepuso al miedo infundido por el crimen y cuestionó la negligencia del gobierno estatal al abandonar a su suerte al presidente municipal y corrió a la alcaldesa saliente del velorio espetándole un “tú vendiste Chilpancingo”. Cientos de personas acompañaron el cortejo fúnebre de Arcos Catalán y, dos días después, una manifestación masiva de personas vestidas de blanco circuló por las principales calles de la ciudad hasta llegar al Zócalo y colocar una ofrenda de “más de 200 veladoras y 12 coronas de flores”, reportó la prensa. También coreó la multitud “¡Justicia, justicia!, fuera la gobernadora”.

En la elección constitucional de 2024 Guerrero fue la entidad en la que se asesinaron más candidatos a puestos de elección popular y el primero en los años recientes donde se ejecuta a un alcalde en funciones, lo cual supone que antes, durante y después de las elecciones el crimen exige la sumisión de las autoridades legítimamente designadas so pena de ejercer la soberanía sumaria y violentando la deliberación democrática. Cada vez más el crimen penetra a la sociedad política y no parecen existir la disposición, los instrumentos y la fuerza del Estado para revertirlo, de manera tal de desarticular una de las fuentes principales de la violencia en el país. En vista de ello, es más que preocupante que ninguna autoridad federal de alto nivel ha pisado Chilpancingo en estos días no obstante tratarse de un delito de alto impacto, del fuero federal y de un desafío frontal al orden civil susceptible de emularse en otras regiones del país.

Carlos Illades y Teresa Santiago son autores de 'Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra' (ERA, 2014) y de 'Mundos de muerte. Despojo, crimen y violencia en Guerrero' (Gedisa/UAM, 2020).

AQ

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