El Dios de la tecnología

Bichos y parientes

Así como la escritura reestructuró la conciencia, la IA generará una nueva reestructura, donde todo se hace sin necesidad de la intervención humana.

Pronto, el ser humano podría quedar como un paso evolutivo, una inteligencia imperfecta. (Corteía: Netflix)
Julio Hubard
Ciudad de México /

No todas las alarmas son las de Pedro: los lobos existen, y suele suceder que la introducción de nuevas tecnologías cambia muchísimas cosas sin echar a perder la naturaleza humana. Las alarmas y las tecnologías son, a la vez, lobos y fantasía.

Sócrates le cuenta a Fedro cómo la invención de la escritura “sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria, confiados en este auxilio extraño” y, aunque no acabó con la inteligencia, redujo nuestra capacidad de memoria y cambió la estructura de la conciencia. Pero también constituyó la médula espinal de toda posible cultura. Luego sucedió lo mismo con la imprenta y, hace poco, con Google: “¿Google nos está haciendo estúpidos?”, se preguntaba Nicholas Carr, en The Atlantic (agosto, 2008).

Todo esto nos hace pensar y colocar con mayor perspicacia nuestros recursos. Pero ahora sucede algo distinto: una herramienta que desplaza al lector; un sistema que no necesita de humanos para “leer”. Las aplicaciones de Word Embedding no se detienen en el significado de las palabras sino en su estructura gramatical, primero, y junto, en su colocación respecto de todas las demás palabras. No se ocupan de la semántica sino que convierten elementos lingüísticos en vectores (el programa más conocido es Word2Vec). Y produce resultados interesantísimos para el procesamiento de grandes cantidades de texto. Las máquinas pueden hacer el trabajo en minutos y generar conocimiento sin titubear por asuntos de semántica.

En el portal de Xataka, me hallo con una reseña de Javier Jiménez sobre un artículo publicado en Nature, el 3 de julio pasado: “Una IA se lee un millón y medio de artículos científicos y encuentra cosas que los científicos no sabían ni que existían”. Resulta que la IA generó, en minutos, un mapa inmenso de materiales y compuestos, y su viabilidad como superconductores, piezoeléctricos, útiles para baterías, termoeléctricos, fotovoltaicos…

Hasta ahora, la aparición de nuevos materiales dependía de la posibilidad de contar con ellos y del azar. Para crear un nuevo material útil en algún campo productivo se tomaba entre 7 y 30 años y lo más difícil era prever el resultado de la combinatoria. Tanto, que el descubrimiento de la composición H2O se dio por serendipia: ¿quién iba a imaginar que la combinación de dos gases produce un líquido? Ahora, todo ese proceso se hace al por mayor y sin necesidad de la inteligencia humana. Y, aunque nuestro cerebro reptil nos llame a escalofríos, no es tanto el miedo de perder la capacidad de pensamiento científico sino las mil vertientes a que nos deriva el nuevo instrumental. Los hallazgos que vienen de la inspiración o la suerte, ¿los cederemos a la estocástica? El descubrimiento analógico y los eurekas que dependen de “hacer como que esto es aquello” (como define Aristóteles a la metáfora) ¿se habrán de convertir en antiguallas admirables, pero inútiles?

En un futuro cercano, bien podrían los científicos dejar a las computadoras la experimentación... y ellos convertirse en administradores. Si hay mejores opciones, más asequibles y baratas que el coltán, para qué seguir... ¿qué tal que un poco de cobre y alpiste hace mejores baterías para celulares?

Así como la escritura reestructuró la conciencia, la IA generará una nueva reestructura: la memoria de los datos dejaría de depender de tejido orgánico para disponerse en la gran Nube, de modo que tuviéramos, en nanosegundos, cualquier dato posible. Quién sabe cómo sería la memoria personal, los recuerdos asociados a emociones.

El ser humano podría quedar como un paso evolutivo, una inteligencia imperfecta, dependiente de un excipiente corporal que dura unos pocos años y se descompone. Existiría entonces una inteligencia general, inmensa, hecha de todos los conocimientos, de todas las lenguas, cuya acción sobre la materia del mundo fuera tan inconspicua que apenas quedara una huella de su actividad. En otras palabras, la especie humana habría creado una deidad. Pero, ¿cómo imaginar un mundo material con un Dios que la estudia, la contempla y la conoce, pero sin humanos?

Pico della Mirandola concibe al ser humano como una entidad medianera entre la materia natural y la trascendencia de Dios. En ese trabajo hallaba la dignidad del hombre e iniciaba el Humanismo. ¿Qué tal que somos, en efecto, esa entidad medianera, pero que, ni la naturaleza, ni el Dios que estamos construyendo nos van a necesitar en su camino al conocimiento?

ÁSS

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