La primera vez que entraste supiste que no lo olvidarías. La puerta se abrió a una jungla eléctrica con sus lianas de cables. Como animales encaramados en ramas, los monitores lanzaban alarmas agudas y parpadeaban. Los bebés —pequeñísimos— descansaban en incubadoras de plástico, cerradas y cableadas. Esos niños diminutos te parecieron orquídeas rojas en la selva de la UCI Neonatal. Y no lo has olvidado.
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Te acostumbraste al universo de batas verdes, zuecos y sábanas con ribete azul. Supiste de la angustia de esperar al equipo médico y te familiarizaste con el ajetreo de los turnos. Donde está la cuna de tu niño, está tu casa. Junto a K, viviste en el hospital público. Os instruyeron en los secretos del lavado antiséptico de las manos, aspiraste el olor a desinfectante. Dejaste transcurrir mañanas enteras con los ojos fijos en la pared mientras el pequeño dormía, misteriosamente, entre los pitidos que os taladraban los oídos. Tu hijo conoció la sonda nasogástrica antes que el chupete, los palos de gotero antes que los árboles, la anestesia antes que la luna. Pero superó el peligro, y todas las noches estrelladas y todos los bosques de su vida futura son el regalo de aquellos profesionales y de aquellas máquinas de aspecto hostil. Has visto con tus propios ojos la alianza de medios humanos, científicos y tecnológicos para salvar las vidas, minúsculas y frágiles, de niños ricos o pobres. La decisión colectiva de no abandonar a nadie. Y no vas a olvidarlo.
Esperando frente a los ascensores, dejabas viajar la mente y pensabas en otras plantas del hospital y en los dormitorios de la ciudad, los suburbios y los pueblos, donde los médicos trabajan en la otra frontera, intentando aliviar a quien no sanará. “Paliativo” viene del latín palla, el manto de las mujeres. Es la metáfora de los cuidados que abrigan de la intemperie del dolor, el acompañamiento que hace llevadera la ruta hasta la línea de sombra. En un mundo que esconde la muerte y niega la agonía, estas balsámicas caravanas procuran que nadie atraviese en soledad los desiertos sin retorno.
A veces, en ciertos rincones del hospital, encontrabas el sufrimiento sin remedio. Entonces recordabas el mito griego donde, por vez primera, alguien pide ayuda para morir, angustiado por un dolor insoportable. Quirón era un centauro sabio, experto en plantas curativas. Un día desgraciado le hirió la rodilla una flecha empapada en veneno letal. El centauro se retiró aullando; era semidivino, y el don de la vida eterna se volvió una terrible carga. Torturado por su herida incurable, suplicó compasión a los dioses. Tan solo se apiadó de él un mortal, Prometeo, que a su vez sufría un tormento que le roía el hígado. Al ceder su inmortalidad al amigo luchador, Quirón se liberó por fin y ascendió al cielo como la constelación Sagitario. El titán Prometeo y Quirón representan dos formas de afrontar el dolor cuando no hay esperanza de curación o posibilidad de alivio: soportar o elegir dejar de sufrir. En situaciones terminales y extremas, ¿dónde está la frontera entre prolongar la vida y alargar la muerte? ¿Qué ofrecemos a quienes no quieren vivir enjaulados en el dolor? ¿Solo puede haber una respuesta —la misma— para Quirones y Prometeos?
Una noche de verano, montáis al niño en el coche para estar a solas con las estrellas. En vuestra vida, el titilar de los astros ha sustituido al parpadeo de los monitores, y los grillos de las vacaciones ya no te recuerdan la estridencia de las alarmas. Cuando llegáis a campo abierto, aparcáis en un costado de la oscuridad. Buscas la constelación de Sagitario, junto a la Vía Láctea, pero nunca aprendiste el mapa de las estrellas y te pierdes en la pradera de luces. Ignoras dónde, pero en algún lugar del neón celeste brilla el icono del centauro dulce que se rebeló contra su inmortalidad incurable. Según la leyenda, el combativo Prometeo fue capaz de resistir a toda costa, pero acudió al grito de su amigo devorado por una herida sin alivio. No abandonar a nadie, piensas, significa escuchar a todos: orquídeas, centauros y titanes.
AQ