El espacio-tiempo en ‘Pantaleón y las visitadoras’

Ensayo

En su novela de hace 50 años, Vargas Llosa utiliza un narrador que lleva a los lectores por el camino de una trama que se desenvuelve en forma más o menos lineal a lo largo del texto, pero que suele cambiar sin previo aviso.

Portada de ‘Pantaleón y las visitadoras’, de Mario Vargas Llosa. (Alfaguara)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

La reciente publicación de El fuego de la imaginación. Libros, escenarios, pantallas y museos. Obra periodística I (Alfaguara, 2022), de Mario Vargas Llosa y la noticia del inminente ingreso del Nobel peruano a la Academia Francesa, distinción que por primera vez se otorga a alguien que ha escrito toda su obra en una lengua extranjera, me hace recordar su novela Pantaleón y las visitadoras, que este año cumple cincuenta de su primera edición, y que ha sido llevada dos veces al cine (en 1975 y 1999) y una vez al teatro, con estreno mundial en 2009 en Nueva York.

Al volver la vista a esta obra, se me revelan algunos “descubrimientos”.

Desde la primera página las cosas comienzan a anunciarse como ya un tanto diferentes al esquema usual en donde los lectores somos recibidos por un narrador que nos lleva por el camino de una trama que se desenvuelve en forma más o menos lineal a lo largo del texto. Aquí uno se enfrenta de repente con un esquema que recuerda los trucos formales de La tumba, de José Agustín, con “mini-explicaciones” integradas en el mismo renglón donde se desarrolla el diálogo entre los personajes. Curioso. No termina la primera página y comenzamos a medio intuir que las cosas serán diferentes, no tanto porque vaya o no a haber linealidad narrativa —nada obliga a que el tiempo marche siempre hacia delante, por supuesto— sino porque desde el primerísimo renglón inician disparos del siguiente tipo:

     —Despierta, Panta—dice Pochita—. Ya son las ocho. Panta, Pantita.

Así comienza lo que quizá sea la principal característica formal de la novela: la integración sintáctica entre la voz de los personajes y la presencia del narrador, pues aquí se difuminan las usuales modalidades descriptivas a cargo de la voz individual, la que describe el entorno, o de aquella usual voz omnisciente que nos sirve de guía.

Inmediatamente se comienza a explotar la potencia del método, pues resultará fácil extender el alcance de la descripción integrada simplemente añadiendo indicadores espaciales o temporales, como en éste, apenas el quinto párrafo de la primera página:

     —Aquí, a Lima—contempla el cielo gris, las azoteas, los autos, los transeúntes Pochita—. Uy, se me hace agua la boca: Lima, Lima, Lima.

Diez segundos después, Vargas Llosa exhibe otra faceta de esta “sintaxis de la hoja” reducida al absoluto mínimo, pues el esquema permite saltar entre el tiempo y el espacio sin aviso ni ilustración previa. Omitiendo por completo al narrador, el siguiente renglón es simplemente otra cosa, otro tiempo, otro entorno y otros personajes:

     —Me espera el coronel López López, señorita—dice el capitán Pantaleón Pantoja.

En una forma que al principio desconcierta, nos vemos expuestos a una sintaxis como de cine, en donde la imagen conlleva el mensaje: aquí en forma de una estructura narrativa montada en el mismo renglón que uno lee, en el momento en que lo lee, asimilando tiempos y espacios diversos en un solo párrafo y saltando alegre e impunemente entre ellos —y entre personajes y situaciones— según lo requiera la acción, que con este enorme recurso sintáctico muta con facilidad entre novela y teatro. Como sospecho que algo más de fondo habrá en todo esto, a continuación intentaré dilucidarlo.

Relaciones espacio y tiempo

Analizaré ahora el importante concepto de las relaciones formales entre el espacio y el tiempo, y cómo se pueden manifestar en el ámbito literario.

Aunque pudiera parecer obvio, es necesario comprender que las acciones (cualesquiera que sean) suceden en el tiempo, y ese es por tanto su dominio de existencia: una acción solo puede ocurrir en el presente… cuando ocurre, aunque posiblemente ahora ya pertenezca al pasado —y es irreversible— o apenas acontecerá. Por otro lado, las palabras ocupan un lugar en el espacio físico, en una hoja de papel o en renglones en la pantalla. El espacio y el tiempo son dimensiones separables, y allí reside el poder de las descripciones, las narraciones y la literatura.

Aunque todos sabemos que el espacio “normal” es de tres dimensiones, acaso no esté claro el concepto mismo de dimensión. El punto es el espacio de cero dimensiones (y no hay nada más que se pueda decir sobre él, porque tiene grado de libertad cero). La línea es el espacio de una dimensión: dado un punto cualquiera en ella, existe una forma unívoca de identificarlo, mediante su coordenada. El plano es el espacio de dos dimensiones: dado un punto cualquiera en él, existe una forma inequívoca de identificarlo mediante un par de coordenadas. En el espacio usual se requieren tres números para identificar un punto en forma precisa (y cuando la altura no es relevante se fija como una constante de valor 1). El espacio de cuatro dimensiones es por completo similar, y en la física moderna el tiempo cumple la función de la cuarta coordenada requerida para identificar unívocamente los puntos (que ahora se llaman eventos); el concepto resultante se conoce como espacio-tiempo: la dimensión donde suceden las acciones, pues las coordenadas espaciales no bastan para definir los sucesos.

Así, la superficie bidimensional de la hoja configura el espacio en donde residen las palabras, y las reglas de la gramática permiten al autor hablarle a un tercero ausente que en algún futuro momento las leerá y las recuperará, llevándolas de ese espacio textual al tiempo en el que las “actúa” mentalmente y les confiere vida. Recordemos: se escribe en el espacio y se habla en el tiempo, y eso configura todo el juego. Desde esta perspectiva, leer un texto es representar mentalmente una descripción previamente escrita.

El espacio del texto obliga al orden impartido por el carácter secuencial de la lectura, aunque también puede aceptar ciertas variaciones en el esquema, siempre y cuando estén adecuadamente indicadas mediante marcadores claros y explícitos. Aunque el autor intente saltar hacia delante o hacia atrás de su narración, está atrapado en el texto mismo, por lo que se ve obligado a usar palabras o signos adicionales para liberarse un poco del yugo textual-secuencial que nunca lo perdonará. Escribir es moverse siempre hacia delante dentro de un texto espacial de dos dimensiones mientras se construyen ilusiones a ser representadas en el futuro espacio-tiempo de cuatro.

Es decir, el autor planea y plantea descripciones que habitan en forma pasiva en el espacio del texto, y allí se quedarán hasta que el lector las re-presente en su tiempo de la lectura. Un texto es en principio una receta escrita hoy para ser consumada mañana... o nunca, y se requiere por tanto de un agente procesador para ejecutar en el tiempo una receta existente solo en el espacio. En otros términos: si la receta nunca se lleva del dominio espacial al dominio temporal, de nada servirá, pues nunca entonces “será”.

Así, en Pantaleón y las visitadoras asistimos a un novedoso pacto de entendimiento entre autor y lector: empleando tan solo un guion largo como indicador, Vargas Llosa nos lleva a un micro viaje en el espacio-tiempo que encapsuló dentro del pequeño párrafo, reduciendo a prácticamente cero todos los elementos adicionales requeridos por las narraciones tradicionales.

     —Pochita y yo ya nos hicimos a la idea y estamos felices de ir a Iquitos—dobla pañuelos, ordena faldas, empaqueta zapatos la señora Leonor—. Pero tú sigues con el alma en los pies. Cómo es eso, hijito.

Y no solo eso, porque sin mediar ni una sola palabra de explicación, el siguiente inmediato párrafo ya cambió de espacio, de tiempo y de personajes:

     —Usted es el hombre, Pantoja—se pone de pie y lo coge por los brazos el coronel López López—. Usted va a poner fin a este quebradero de cabeza.

¡Qué impresión, qué forma de apropiarse del fragmento de hoja para hacernos partícipes de escenarios y sucesos que todavía no conocemos! Y el gran escritor se da vuelo empacando mini atmósferas presentes a la vez que futuras dentro del breve espacio del párrafo que apenas estamos leyendo:

     —Sí, encantada—se pone seria, asiente, lo autopsia con la mirada Chuchupe—, pero yo no creía que había venido a hablar de negocios sino a otra cosa, señor Pantoja.

Apenas termina el primer capítulo, el libro consta de 10, y en casi todos Vargas Llosa emplea esta forma de construcción, “aplanando” presentes, pasados, futuros, situaciones, datos, espacios y sensaciones únicamente con el uso de un marcador sintáctico... y una inacabable maestría formal que nos lleva por un viaje a través de una selva no tan solo geográfica.

“[...]Siente un regocijo irónico que sube por su cuerpo y se burla de sí mismo: ¿cómo podrían saber del Servicio de Visitadoras si todavía no ha ocurrido, si aún soy teniente y feliz, si ni siquiera hemos salido de Chiclayo? [...]”.

La novela avanza, y el lector se deja llevar no tan mansamente por esos invisibles, continuados e imprevistos cambios en la narrativa, los contextos y los personajes, encontrándose de vez en vez con pequeñas perlas:

“Nada de eso, al contrario,—da estocadas a fantasmas, se ciñe el corazón como un tenor, cuenta billetes que no existen el Sinchi—[...]”.

La mezcla-combinación de presente, futuro, frase y situación dentro de un mismo párrafo no deja de sorprender por aquí y por allá:

     —Usted lo mismo, me cayó bien desde el primer momento—consulta su reloj, para un taxi, abre la portezuela, sube, se va el teniente Bacacorzo—. Y tengo la impresión que soy el único que lo conoce tal como es. Buena suerte en la Comandancia, le espera algo bravo. Chóquese esos cinco, mi capitán.

En ocasiones —sin distinguirlas de alguna forma más que por su contenido... cuando ya los hemos leído— se presentan notas, partes y reportes, entremezclados con diálogos y más cambios de entornos y personajes, pero el implícito pacto escritor-lector se sigue manteniendo en virtud de esa sintaxis poderosa y omnipresente que ocupa el sitio del narrador y casi lo reemplaza en forma gozosa.

Ante esto que analizo, el tema mismo de la novela es relativamente menor, y no tengo duda de que bien podría haber sido otro: lo que aquí cuenta es la forma, la construcción, la dinámica que se readquiere mediante la lectura, la brillante traslación entre espacio textual y tiempo mental; la sensación de acompañamiento e intimidad que caracteriza a la gran literatura. Pienso, por ejemplo, en un pasaje de Las uvas de la ira, de John Steinbeck que no he vuelto a leer desde hace al menos 40 años, donde la arenga de un vendedor de autos usados me sigue estremeciendo por su dinámica, que igual reencontré en una narración-canción de Tom Waits (“Step Right Up”, del disco Invitation To The Blues, Live). O también recuerdo aquella escena absolutamente cinematográfica cerca del final de Palinuro de México (en la sección “Palinuro en la escalera”), donde con inigualable maestría Fernando del Paso nos hace sentir el zoom de la cámara que nos acerca a la acción. El pacto literario en toda su potencia; ese asombroso tránsito entre espacio y tiempo que constituye la magia de la literatura.

Palabras mayores, sin duda...

AQ

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