• El exclaustrado | Un adelanto de la nueva novela de Álvaro Pombo

  • Ficción

Por cortesía de la editorial Anagrama, publicamos un fragmento de esta obra del escritor español, distinguido en estos días con el Premio Cervantes. Se trata de una exploración de la fe y los deseos inconfesables.

Laberinto
Ciudad de México /

Don Juan Cabrera, el discreto exclaustrado, desatiende un momento su manuscrito para cerrar la puerta-ventana del despacho de alto techo con las cuatro paredes de librerías abarrotadas. A estas alturas de la vida, cumplidos ya los setenta y dos, el doctor Cabrera no piensa como Flaubert que eso que se llama “conciencia” sea tan solo la vanidad interior. No cree que la conciencia sea vanidad porque la conciencia del doctor Cabrera siempre ha sido la voz de su conciencia, una voz exigente, poco dada a vanidades interiores o exteriores. En este diminuto piso suyo, a excepción de una terracita abalconada que da a poniente, todo es despacho. Como Mallarmé, Cabrera está seguro de que todo existe para convertirse en libro. El único problema, de momento, es que se le resiste la composición de libros propiamente dichos, solo se le ocurren fragmentos, como muchos capítulos de un libro que sería su autobiografía o sus memorias si no fuera porque detesta el género autobiográfico. Pero ¿cómo vive don Juan Cabrera? Vive confinado. Lleva viviendo así muchos años. Pero solo ahora, con el confinamiento del covid, su confinamiento roza la agorafobia, por tratarse ahora no tanto de una voluntad propia como de la voluntad ajena, la voluntad del Estado. No parece que este execlesiástico viva en presencia de Dios o en presencia de sus prójimos. ¿Vive, quizá, solo ante sí mismo? Resulta difícil saberlo, incluso si se tuviese el privilegio de observar, a lo largo del tiempo, su monótona vida, sus rutinas. Resulta difícil saber casi cualquier cosa de Juan Cabrera, porque su reserva se ha vuelto, con los años, una auténtica clausura, otra —nueva— clausura, un claustro de exclaustrado. En presencia de Dios no hay vanidad que valga, porque Dios es un poderoso nombramiento, más nombrado, con frecuencia, que deseado u otorgado. Pero el doctor Cabrera no es teólogo ni, por lo que parece, tampoco un hombre religioso. Se diría que solo es un hombre de estudios y de letras que vive agazapado en un no-lugar. No es, pues, testigo presencial de nada ni de nadie. La única distanciada presencia que le queda es la distanciada presencia de la Iglesia católica, que invariablemente, y también injustamente, él denomina la Secta. Durante muchos años, esa Secta fue su realidad, hasta que su realidad explotó por todas partes. A la mayoría de nosotros, la realidad nos oprime, nos intimida, ser demasiado conscientes de la realidad nos acobarda. Pero al doctor Cabrera le separan, de la realidad y del mundo, cuatro paredes de libros y Fierabrás, su asistenta rumana, que acaba de aparecer en el hueco de la puerta con seis patatas crudas a elegir, para hervir las tres mejores al vapor. La puerta del despacho de Cabrera es una puerta sin puerta, un puro hueco que da, como una capillita lateral, al minúsculo salón del exclaustrado. Una sala de estar donde no se detiene casi nunca.

Que eso que llamamos “conciencia” sea tan solo una vanidad interior es, según Sartre, un cruel pensamiento de Flaubert, cuyo efecto resultante sería, de ser verdad, la desvalorización de todo lo que él, Flaubert, siente. Así que el doctor Cabrera no puede consentírselo a Flaubert ni, muchísimo menos, a sí mismo. Si su propia conciencia hubiese de ser considerada una mera vanidad interior, ¿qué sería del doctor Cabrera? Sin duda, solo se trata de la ocurrencia calumniosa de un literato desaforado. Pero esa idea resulta, sin embargo, indirectamente verosímil, en el sentido del dicho “calumnia que algo queda”. Alguna herida debe de haber dejado esa calumniosa ocurrencia, porque el doctor Cabrera se ha conmovido e irritado en exceso al encontrarse el texto en el célebre libro de Sartre El idiota de la familia. No puede ser que la autoconciencia sea simplemente una vanidad interior, porque gracias a esa conciencia de sí mismo, continuamente reactivada, cada vez el doctor Cabrera se siente de nuevo alerta y joven, en lugar de soñoliento toda la mañana, una mera secuela esto del Noctamid nocturno. ¿Sería esa vanidad interior, en todo caso, equivalente a la vanidad masculina de sentirse con frecuencia empalmado, incluso pasados los setenta? ¿Equivalente, quizá, a ser todavía capaz de disfrutar de un desayuno de pan tostado y huevos con tocino? Esa es su comida fuerte del día. Se precia de almorzar vegetariano y de cenar poquísimo entre siete y ocho de la tarde. ¿Se precia acaso el doctor Cabrera de su austeridad, como alguien que contempla su rostro en el espejo y se encuentra guapo?

Acaba de recibir una llamada de un hijo de su hermana, su sobrino Jaime, que quiere verle lo antes posible. El doctor Cabrera pasa meses enteros sin recibir llamadas telefónicas, y menos aún de su familia. Esta le asombra, le inquieta. El sobrino ha insistido en verle. Le recuerda que hace años, cuando todavía era muy joven, pasaron juntos un mes de julio en la playa. Fue en casa de su hermana. El doctor Cabrera, que recuerda ese verano con claridad, no puede no recibir a su sobrino esta tarde o la próxima tarde, así que, fingiéndose encantado, acepta recibir la visita de su sobrino.

Va a hacer ahora veinte años del escándalo, un escándalo, por cierto, que envolvió al doctor Cabrera como parte del mismo, pero que fue en realidad un escándalo ajeno. Recuerda el convento de Ciriego, con su paisaje acantilado, el ondulante mar rompiente, oleaginoso, híspido, rutilante, en todas las estaciones. Ese mar sigue ahí, lo mismo que las celdas, el huerto al abrigo de la ventolera en la pequeña vaguada, el refectorio, la sala capitular, la capilla, el modesto patio de columnas de ladrillo visto, la estricta observancia de la regla de san Benito, los otros frailes, lo ocurrido, que se veía venir, el decisivo papel que Juan Cabrera jugó en todo ello: todo está ahí a diario, sucediendo todavía en su memoria como una extravagante —negativa— experiencia numinosa. Como un malestar cronificado.

¿Cómo será ahora este sobrino carnal, este Jaime? Le recuerda muy pequeño. Quince años atrás. Quizá haya cumplido ya los veinte. Será un incordio, sin duda. Pero el doctor Cabrera siente una ligera curiosidad, ya que de todos modos se presentará en su casa esta tarde o mañana.

De joven, Cabrera se había sentido insuficiente: venía a ser como sentirse innecesario y necesitado. Eso, curiosamente, le confirió un poder especial para seguir y seguir viviendo y siendo fraile. Ganas de vivir no le faltaron nunca, solo echó de menos, de joven, un poder y un querer mayor que el suyo. Llegó a sentirse o a figurarse que estaba poseído por un poder mayor y a la vez impotente. Sentirse así combinaba adecuadamente humildad y suficiencia. Más un plus de astucia que muy pronto le sobrevino con naturalidad y que, desde entonces, desde su más temprana juventud, le vino siempre bien. ¿Se parecerá a él este incómodo sobrino carnal, este Jaime que reaparece ahora? Quince años son muchos años en la vida de un joven. Quizá no tenga nada de qué hablar, quizá resulte irreconocible. A propósito de esta intempestiva visita, otra ocurrencia flaubertiana: “Hay que representar lo que uno es, puesto que no se puede serlo”. Representar lo que uno es, no pudiendo serlo, ¿no es una impostura? Desde luego que sí. Pero las imposturas, como las percepciones, se dan siempre por grados. Por eso ambas cosas se tornan problemáticas de continuo.

Y todo lo anterior requiere una redorada iluminación escénica: una luz perpetua a la vez irónica y severa que, sin llegar del todo a vanidad interior, sea un interior confirmante y desconfirmante a la vez, negativo y positivo a la vez. Y una cómica voz interior: Vas bien, Juan, vas bien. Porque de eso se trataba: de ir bien, de seguir bien y de llegar por fin bien al mejor final posible.

Le ha dicho que venga. ¿Qué iba a decirle? Después de tanto tiempo, ¿por qué le llama por teléfono? Por un momento, mientras hablaban por teléfono, sintió curiosidad. Esta curiosidad se le apaga entre los dedos como una cerilla. Ahora no siente curiosidad, sino, como mínimo, tedio. O, quizá, miedo. Quizá teme a este sobrino carnal, apenas recordado en estos años, como se teme a una perturbación, un contagio, un recuerdo insospechado. Desde que el superior general de la orden, con el consentimiento de su consejo, concedió el indulto de exclaustración a un profeso de votos perpetuos –como es el caso de Cabrera–, ha pasado toda una vida. Veinte años no es nada, dice el tango, ni tampoco treinta, solo es toda una vida. Desde entonces, hasta la fecha, el doctor Cabrera se ha ido confinando en el presente, en su pequeño piso encaramado en una confortable área mesocrática de Argüelles. Un tramo de calle encajonado entre Marqués de Urquijo, Princesa, la calle Ferraz y el lado más universitario del Parque del Oeste. A la edad del doctor Cabrera es fácil pasar inadvertido en un sitio así. Fácil, sobre todo, si se cuenta con una diligente asistenta rumana que lleva ya diecinueve años en la casa, que le hace las comidas, la limpieza, los recados, que incluso le representa ante la comunidad de propietarios. El doctor Cabrera acostumbra a dar una vuelta de hora y media a última hora de la tarde. Es lo bastante rutinario para acabar volviéndose invisible. Todo ello, y en concreto la voluntad de pasar desapercibido, ¿no es una manifestación de espiritualidad aguada? Parece una nueva forma de seguir con lo mismo, escapándose a la vez de una formulación rigurosa. Recuerda la ferocidad de los artículos del Derecho Canónico: “Un profeso de votos perpetuos no debe pedir indulto de salida del instituto si no es por causas gravísimas consideradas en la presencia de Dios...”.

AQ

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