La carrera de Nagisa Oshima, autor de El imperio de los sentidos, surgió junto con el Japón de la posguerra. Por ello vale la pena leerla desde el discurso político. En efecto, el país al que le habla esta película es el mismo del que Yukio Mishima dijo que había enterrado la espada para mostrar a Occidente sólo la belleza hipócrita de sus crisantemos; es el país que, como Ishida, se deja amar por Abe (representación de Occidente) hasta el extremo de dejarse castrar.
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El imperio de los sentidos es un intento explícito por introducir a Japón en la modernidad entendida como libertad: la libertad de pensarlo todo, verlo todo, filmarlo todo. Películas como ésta, en la frontera de la pornografía y el arte, hay muchas. Calígula de 1979 o El diablo en el cuerpo de 1986 son significativas, pero El imperio de los sentidos es hermosa. Y destaca por la forma en que el director utiliza un estilo narrativo único, entre otras cosas porque se atreve a retratar lo inconsciente. Los lentes, los movimientos, la claustrofobia en la que introduce al espectador son únicos. Nos introduce más allá del placer, hasta el gozo de amarse, textualmente, a morir. Y este hecho, el de que Oshima consiga un retrato psicoanalítico en un país reconocido por su desprecio del psicoanálisis, hace también que El imperio de los sentidos sea tan original.
Freud y sus seguidores no tuvieron en el cine de Japón el efecto que por esas mismas fechas estaba teniendo en otros grandes focos de cultura: Nueva York, Londres o París, por ejemplo. Aun así, la obsesión de esta mujer por el miembro de su amante, el deseo de ambos por devorarse, golpearse, hacerse sentir cosas hasta perderse en las fronteras del placer y el dolor, es el gran tema de Oshima y es también el tema del Freud de Más allá del principio del placer, ensayo de 1920 que pudiese servir como guía programática para ver El imperio de los sentidos.
Oshima nació, como el otro gran iconoclasta del periodo (Yukio Mishima), en una familia de origen aristócrata. El director de cine dijo siempre que su familia descendía de samuráis. Tal vez en este hecho haya que buscar la desfachatez con la que se permitió escandalizar a una sociedad a la que soterradamente estaba despreciando: el Japón vencido que se dejaba encantar como una serpiente por las bondades del capitalismo estadunidense.
Lo libertino es en Nagisa Oshima y en Yukio Mishima una forma de rebelión contra una sociedad agotada por el esfuerzo de guerra, una sociedad que ya solo quería la tranquilidad de un amor burgués. Por eso los amantes de El imperio de los sentidos son cualquier cosa excepto burgueses. Son capaces de escandalizar a las geishas y a los vecinos. Se exhiben en las calles y no tienen compromisos ni con su país ni con la sociedad. Si hubiese en ellos un compromiso sería solo con el placer y es en este compromiso donde la película se vuelve profundamente contestataria porque, vista así, está hablando no solo con los japoneses de 1976 sino con el mundo de aquellos años. Es famosa la anécdota de que en Gran Bretaña la película se censuró no porque hubiera una secuencia en que explícitamente se cercena un miembro viril sino porque hay otra escena en que un muchachito desnudo corre por una casa.
Leyendas como ésta demuestran que obras como El imperio de los sentidos nos enfrentan con nuestra propia manera de juzgar lo políticamente correcto, lo que estamos dispuestos a ver y a ocultar dentro de nosotros mismos.
ÁSS