Sobre la construcción del conocimiento:
A través del tiempo, el hombre se ha esforzado por encontrar un modelo correcto para entender el origen de los fenómenos que lo rodean. Si bien puede pensarse que los primeros esfuerzos estuvieron relacionados con la superstición, subyace una historia de guías empíricas, a veces empañada por la creencia específica de cada momento histórico. No es de extrañar que grandes descubrimientos científicos realizados hace siglos sigan vigentes, despojados ya de su carácter esotérico. La construcción del conocimiento, incluso en su versión más formal y cientificista, siempre estará obstruida por los impulsos menos racionales del hombre.
A los pies de una columna en el templo de Afrodita permanece sepultada una tabla de arcilla. Ahí están escritas con cuñas las reglas de un juego: probablemente el antepasado de todas las competencias. La tabla pasó de mano en mano, se intercambió por mercancía e incluso fue robada en varias ocasiones hasta que, al correr de los siglos, llegó a Atenas en donde se le asignó el lugar que actualmente ocupa. El mundo antiguo encontró en ésta una explicación fundamental a varios fenómenos que desde entonces eran considerados característicos de lo humano.
El juego descrito en la tabla fue muy popular en su momento. Su práctica se extendía por toda la región de Sumeria. La dinámica no era compleja: se formaban dos equipos y a cada participante se le daba un bastón de madera. A los grupos se les llevaba a una planicie poco antes del alba, en donde la primera luz servía como señal para que iniciara el juego. La idea era tan simple como lo es ahora; en todo caso, un poco más inocente. El objetivo consistía en sacar de combate al oponente. Los derrotados abandonaban el terreno en espera de que el enfrentamiento concluyera. El primer equipo en rendir al adversario se declaraba ganador. No había premio ni castigo más allá del regocijo o la desdicha.
Con el paso del tiempo fue necesario delimitar las acciones permitidas durante el juego: era sabido que la manera de llevarlo a cabo variaba de un lugar a otro. Se escribió entonces un reglamento en tablas de barro y se repartió entre las distintas ciudades que practicaban aquel simulacro de lucha masiva. En aquel entonces, debido a la escasa población y a la distancia entre los pueblos, la posibilidad de un enfrentamiento real que implicara a más de diez hombres era remota, de ahí que la gente encontrara atractiva la competencia. Con la introducción del reglamento quedaron acotadas las variantes del juego a una sola.
Se estableció que para llevar a cabo la competencia era necesario un número igual de participantes en cada bando. Estaba prohibido armar a los equipos con algo más que bastones de madera y nadie podía rendirse sin haber recibido al menos un golpe. El punto más importante estipulaba que, en ninguna circunstancia, estaba permitido tomar la vida de algún participante. El castigo por desobedecer aquella norma consistía en la humillación y ejecución pública.
El espíritu lúdico de las competencias permaneció intacto durante un tiempo. Fue hasta que el interés del gobernante de la región de Kutha intervino, que el juego dio el giro irreversible que lo convertiría en lo que es ahora.
Apostar era parte fundamental de los encuentros; el reglamento lo permitía e incluso se alentaba a hacerlo con el fin de acrecentar el ánimo competitivo. Poco antes de la realización del encuentro entre Kutha y Kid-Nun, dos ciudades vecinas en constante disputa por una sección del Tigris, los gobernantes de cada región acordaron que el vencedor tendría derecho sobre esa parte del río.
Los participantes de Kutha recibieron la orden de destruir al contrario sin aceptar su rendición. El resultado fue la muerte de los cuarenta hombres de Kid-Nun y la ejecución del equipo de Kutha. Sin saberlo, aquel día el juego se convirtió en la primera maniobra militar. Los enfrentamientos quedaron prohibidos en la región, pero la idea de que una multitud de hombres armados arrebatara o defendiera algo floreció más allá de los esfuerzos por mantenerla vedada. Así fue como hacia el siglo XXV a. C estalló la primera guerra conocida por el hombre.
Por miedo a que la nueva práctica llegara a otros lugares, se ordenó la destrucción de las tablas que contenían la explicación del juego. Sobrevivió solamente la que ahora está sepultada en Atenas. La idea de que pudieran diseminar la semilla de la guerra entre los pueblos no era exagerada. Lo que probablemente nadie contempló fue su capacidad para replicarse sin necesidad de enseñanza alguna. El juego de Sumeria fue relegado al olvido mientras que las ideas de “ejército” y “batalla” se perfeccionaron a medida que fueron aprendidas por cada pueblo.
No es de sorprender que, tras llegar a Grecia y, una vez rebasada la barrera del leguaje, la tabla fuera vista con buenos ojos. La posible explicación del nacimiento de la guerra fue considerada una pieza de conocimiento elevado. Se discutieron varios sitios que podrían resguardar la tabla. Al final se decidió que esconderla en un templo sería lo mejor. Las razones que los llevaron a elegir el de Afrodita parecen extrañas a primera vista, pero al analizar la última sección del documento de arcilla se vuelven perfectamente comprensibles.
El último punto del reglamento es un apartado sobre los métodos de rendición aceptados durante el juego. Fue escrito pensando en una señal inconfundible capaz de advertir al oponente que la lucha debía detenerse. Se probó con toda suerte de ademanes y gestos. La mayoría eran fáciles de confundir, lo que derivaba en desafortunados golpes propinados cuando alguien bajaba la guardia. Intentaron establecer una palabra capaz de marcar el fin de la contienda, pero era difícil escuchar con claridad entre el estruendo de la batalla. Tras analizar las circunstancias durante las cuales la mayoría de los competidores se rendían —usualmente sometidos en el suelo o sujetos por el rival— se ideó una maniobra que no presentara las dificultades de las anteriores. Consistía en imprimir los labios sobre el cuerpo del contrincante como señal de sumisión.
El procedimiento fue efectivo en la mayoría de los casos, aunque fue necesario hacerle algunos ajustes, pues en más de una ocasión se presentaron casos de supuestas sumisiones que terminaron convirtiéndose en mordidas. Fue necesario reducir el área de contacto que los labios podían tocar. La rendición se hacía valida solo al poner los labios en cualquier parte del rostro o, en caso de ser imposible, en las manos del adversario. Se excluyó el uso de los dientes para todo fin durante los encuentros por considerarse un acto de vileza.
Una vez finalizado el enfrentamiento, se llevaba a cabo una ceremonia durante la cual el equipo derrotado imprimía sus labios sobre la boca de los vencedores como señal de humildad. Aquel gesto trascendió en poco tiempo al campo de juego. Era común ver a los mandatarios expresando su respeto unos a otros de esta manera. No pasó mucho antes de que el pueblo adoptara dicho acto. Su constante práctica llevó a que el gesto discurriera de la mera solemnidad al convencionalismo. Pronto se convirtió en una demostración cotidiana de afecto.
Tras la abolición del juego, quedó prohibido todo lo que hiciera referencia al mismo. Al igual que sucedió con la guerra, ningún mandato fue capaz de contener la expansión del ademán que tanta popularidad había adquirido. La gente lo practicaba en la clandestinidad, en los rincones oscuros de las calles o detrás de las cortinas cerradas. Con el tiempo se percataron de que resultaba un gran complemento del acto sexual.
Es difícil decir con certeza en qué momento o de qué forma aquella practica prohibida recibió un nombre para convertirse en lo que ahora conocemos. Lo cierto es que alcanzó a las civilizaciones más importantes de la antigüedad y, como sucedió en el caso de la guerra, se perfeccionó derivando a su vez en nuevas prácticas a las que también fue necesario nombrar.
Llegó a suceder, durante el florecimiento de la guerra, que, ante el ataque de un enemigo, los hombres que no sabían nada sobre ejércitos, intentaran detener la lucha recurriendo a aquel gesto: era común durante la toma de las ciudades antiguas observar a los pobladores indefensos poner su boca sobre los labios invasores antes de recibir el golpe de gracia.
Con los siglos, y al tomar sendas tan distintas, se olvidó por completo el origen común del beso y la guerra, mismo que ahora resulta inimaginable. El diagrama que explica la fundación de ambos —respuesta al insomnio de tantos individuos que anhelan comprender el carácter ambivalente de la humanidad— descansa recóndito, a la espera a ser hallado o destruido por el tiempo, como una certeza absoluta que al permanecer oculta no es otra cosa que mera falsedad.
Ulises de la Rosa
Ciudad de México 1989. Becario en el Programa Jóvenes Creadores del FONCA en el periodo 2015-2016
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