La hora de Yago

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

En Shakespeare, el mal no es el mal utilitario, sino uno que se lleva a cabo porque el sujeto no es capaz de habitarse de otro modo.

Una escena de 'Otelo'. (Especial)
Julio Hubard
Ciudad de México /

La sorpresa de que Shakespeare no se acaba y no envejece. Que no sepamos prácticamente nada del dramaturgo que puso en las tablas a personajes tan profundamente humanos que no sabrían dar cuenta de sí mismos, antes que disminuirlo, añade a su valor y coherencia. Un error común entre literatos es aquel de dar a sus personajes una cordura completa: quedan títeres de un guión, demasiado maquinales para creerles una falible, voluble, maleable naturaleza humana. Pero dentro de la incertidumbre, Shakespeare pudo columbrar la mejor representación posible del mal y del poder. Por ejemplo, Yago, el destructor de Otelo, Desdémona, Casio, Emilia, Rodrigo… W. H. Auden (Trabajos de amor dispersos) hace un señalamiento indispensable respecto de Otelo: “Los héroes oficiales de las tragedias shakesperianas son hombres apasionados que no quieren ser ellos mismos”, pero Yago sí “quiere ser él mismo”.

El plan venenoso de Yago pudo haber fallado. Es más, debió fallar. Pero acertó. Supo presentar hechos sueltos, inconexos, como si fueran una cadena necesaria. A partir de tergiversaciones –un saludo de Desdémona a Casio, un pañuelo robado, un falso sueño…– Yago le presenta a Otelo una realidad alternativa, con otros datos. Formula acusaciones que no parecen acusaciones: Yago obtiene un pañuelo robado a Desdémona y le hace creer al confiado Otelo que ella misma se lo dio, en prenda, a Casio.

Esa genialidad de Shakespeare: la confianza es el lugar más aterrador. El espectador sabe lo que está sucediendo, pero en el mundo interno de los personajes, en el drama, sucede algo peor que la desconfianza. Es el traspaso de la confianza de las manos del moro franco y veraz a las del solapado e hipócrita. El moro pierde todo. Emponzoñado, Otelo se vuelve errático. Al verlo, el noble veneciano Lodovico se pregunta: “¿Es este el moro a quien todo el senado hallaba enteramente comprometido y capaz? ¿Es esta la naturaleza incombustible a la pasión?” (IV. 1)

“Ha cambiado mucho”, responde Yago, pero “Él es lo que es” (He is that he is). Y este es el nodo trágico. No sólo porque Otelo está en sus manos sino por esa certeza atroz de que alguien suponga saber qué es y quién es el otro.

Sobre todo en Shakespeare. Harold Bloom señalaba que la brillantez de Shakespeare consistía principalmente en que sus personajes, como los seres humanos, podían desconocerse a sí mismos, actuar como nunca habrían pensado, mentirse a sí mismos. Resulta doblemente oscuro el hecho de que alguno pueda saber, conocer y controlar la naturaleza del otro. Nadie en el teatro, ni Sófocles, ni Ibsen, se compara con Shakespeare en esta forma de entender y presentar el mal radical, como goce, como recurso, como pasión gobernante.

Sí, en Milton uno comprende el mal y su pasión creadora: el mal engendra libertad. Pero son ideas. En Shakespeare son personas y actúan por algo más que una voluntad razonadora: es una naturaleza que no puede ser traicionada. No es el mal utilitario, cuyo uso lleva a ganancias y ventajas. Es esa otra forma del mal que fatalmente se lleva a cabo porque el sujeto no es capaz de habitarse de otro modo.

“Pues el día en que mis actos manifiesten / la índole y verdad de mi ánimo /en exterior correspondencia, ya verás / qué pronto llevo el corazón en la mano / para que piquen los bobos. ¡Yo no soy el que soy!” (I, 1. En traducción de A.L. Pujante)

“Yo sé quién soy”, dice el borracho. Y uno creería que es idiota quien cree conocerse a sí mismo. Pero Shakespeare supo que esa era la residencia del mal radical. Es raro que los fans de las paranoias del poder (los nietzscheanos, los foucaultianos y demás yerbas) suelan ser lejanos a Shakespeare. Yago, Edmundo (Rey Lear), Ricardo III, el duque de Viena (Medida por medida) y hasta Bruto (Julio César) comparten esa característica espeluznante: no sólo afirman saber quiénes son ellos sino, peor, están seguros de saber quién es el otro. Todos manifiestan un acusado desprecio por la naturaleza humana.

Ellos saben, conocen; por lo tanto, calculan y manipulan los modos de pensar, de actuar, las pasiones y resortes de la gente y de su interlocutor: “son lo que son”. Es una concepción miserable del prójimo. Pero aciertan. Son poderosos porque desprecian al otro; les hablan como a menores de edad, les indican qué pensar y cómo juzgar, y obtienen obediencia. ¿Cómo no confirmar su “conocimiento”? Para eso da el poder: para gobernar y manipular las voluntades de tanto tonto de buena fe.

AQ

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